El periodista e historiador David Goldblatt recupera esta cita en su brillante ensayo The Age of Football. The Global Game in the Twenty-First Century (2019). Ahora que entre la comunidad científica que estudia la influencia del deporte en la sociedad se está popularizando “la geopolítica del fútbol” –en la que los profesores Simon Chadwick y Paul Widdop están siendo referentes en la literatura anglosajona–, Goldblatt contribuye a ella con una radiografía casi perfecta de la importancia que en lo político y cultural tiene el fútbol en Europa y el mundo.
Una lectura más que interesante antes de un verano donde viviremos, si la pandemia de la COVID-19 nos deja, unos Juegos Olímpicos, una Copa América y, cómo no, una Eurocopa de fútbol. En relación a la creación de esta comunidad cultural que tendría que ser Europa, nos dice Goldblatt, “y como espectáculo televisivo, el fútbol solo ha tenido un competidor: el festival de Eurovisión”.
La crisis existencial del proyecto europeo
Ciertamente, el actual proyecto de la Unión Europea, que pensábamos que nunca podría retroceder, está inmerso en una crisis existencial en la que el debate de las fronteras empieza a retomar fuerza, no solo en lo relativo a cómo se estructura la política exterior y de seguridad común, o la política de vecindad, sino también a la aparición de nuevas fronteras dentro de lo que antes era un espacio de libre circulación: el Brexit es el primer aviso del retroceso que vive el ideal paneuropeo que Robert Schuman imaginó.
Escribe Goldblatt que “el fútbol moderno empezó en 1954 con la fundación de la UEFA, con una administración francesa y con la misma ambición transnacional e ideas que moldeaban la paralela creación del Espacio Económico Europeo”. Pero también el fútbol en Europa ha sido el campo de batalla simbólico donde la Europa westfaliana ha acabado dirimiendo sus grandes diferencias.
El actual proyecto de integración europeo no es el primero, ni será el último que ha vivido la historia: la sociedad europea ha vivido siempre en búsqueda de una identidad, o intentado hacer compatibles múltiples identidades territoriales, desde los tiempos del imperio romano, pasando por las propuestas merovingia y carolingia, hasta la Europa de Napoleón que acabó con el desastre de Waterloo (1815).
La obra del catedrático Chris Wickham El legado de Roma (2014) nos ayuda a entender los primeros proyectos paneuropeos de manera excepcional y multidimensional. En el siglo XX, de la Gran Guerra a los dramas del nazismo y el stalinismo, Europa ha vivido siempre entre la integración o la imposición.
Pero cuando las relaciones entre naciones han dejado la guerra para intentar limar las diferencias a través de las palabras o la gestión de los mercados, entre las nuevas formas de diplomacia pública se ha erigido el deporte como un activo trascendental que permite ordenar las relaciones geopolíticas. El profesor Stuart Murray tiene una monografía seminal al respecto.
En junio de 2006, el periodista Oriol Dotras publicaba un precioso artículo titulado “El día que Van Basten ganó la guerra a Alemania”. El partido más importante de la Eurocopa de 1988 no fue la final, que Holanda ganó a la URSS (2-0), sino aquella semifinal que los de Rinus Michels ganaron a la anfitriona, la RFA, por 1-2 con un gol en el minuto 87 de Marco Van Basten.
Costó cicatrizar la ocupación alemana de los Países Bajos durante la II Guerra Mundial y la final del Mundial de 1974, que la Holanda de Johan Cruyff perdió contra la Mannschaft (la selección alemana), fue un batacazo difícil de olvidar para el imaginario colectivo de los holandeses, un país que no puede competir con la potencia económica ni militar de Alemania, pero sí que se puede convertir en su gran rival deportivo.
En un equipo donde también jugaban Frank Rijkaard, Ronald Koeman o Rudd Gullit, Van Basten cicatrizó heridas de guerra, igual que los alemanes, siempre reticentes a expresar su nacionalismo después del gran horror y consecuente vergüenza nazi, encontraron años después en el Mundial de Alemania de 2006 –que ganó Italia– el momento de su despertar nacional, el espacio ideal para que el deporte pudiera justificar el júbilo público engalanado con banderas tricolor.
Se han publicado múltiples ensayos y artículos científicos que profundizan en la relación entre política, identidad y fútbol en Europa. De Goldblatt a Simon Kuper y su referente Football against the enemy (1994); la brillante crónica de Franklin Foer How Football Explains the World (2004) o, a nivel local, el Atlas de una pasión esférica (2017) que ha escrito el historiador y periodista Toni Padilla.
En ellos, se encuentran múltiples ejemplos de cómo la geopolítica ha configurado el fútbol europeo (¿o viceversa?) e, incluso, los veteranos del periodismo nos han explicado cómo el Mundial del 1994 en Estados Unidos sirvió, por un lado, para que la Bulgaria de Stoichkov y la Rumania de Hagi reivindicasen su necesidad de ser europeas después del tránsito rápido y caótico del comunismo al hipercapitalismo y, por el otro, para enseñar a los estadounidenses que “otro deporte es posible” –haciéndo mío el título del gran éxito de Carles Viñas y Natxo Parra sobre la historia del St. Pauli (2017).
La Eurocopa de 2020 –o de 2021 para ser exactos– será la primera que viviremos después de que el Reino Unido haya abandonado la Unión Europea. En la fase de grupos nos espera un interesante Inglaterra contra Escocia.
El partido, sin duda alguna, tendrá una lectura geopolítica en un momento que el gobierno escocés ya ha puesto sobre la mesa un segundo referéndum de independencia amparado en su europeísmo, a la vez que la rivalidad entre las dos naciones no se puede entender sin la trazabilidad que da el análisis histórico. Excelente, por ejemplo, el que hace John E. Elliot en Catalanes y escoceses: unión y discordia (2018): De Stirling a Falkirk hasta la batalla de Bannockburn (1314) para construir el imaginario colectivo escocés y sus mitos nacionales más universalmente conocidos: William Wallace y Robert I Bruce.
Más allá del mito, hoy en día, cuando el Reino Unido se ha separado de la Europa continental y abraza el atlantismo, más peso deportivo ha ganado en la configuración del deporte rey. A la final de la Champions League de 2021 entre Manchester City y Chelsea –que Simon Chadwick radiografió para The Conversation como una disputa entre magnates del “petróleo y el gas”–, se le suma la reivindicación del gobierno de Boris Johnson de hacer del deporte una de las claves de la nueva estrategia de posicionamiento global del Reino Unido post-Brexit y post-pandemia.
Léase, si no, el informe Global Britain in a competitive age: theIntegrated Review of Security, Defence, Development and Foreign Policy (2021) que ha publicado Downing Street y que podría explicar muchas de las presiones que los big six británicos han recibido para abandonar el proyecto de la Superliga europea.
El fútbol y el Brexit
De hecho, ya en la campaña del Brexit, el significado cultural que el fútbol tiene en el imaginario colectivo británico y europeo formó parte del argumentario. Publicaba el Daily Mirror en mayo de 2016 que el exprimer ministro Gordon Brown, en su campaña por el Remain, dijo: “La presencia en la UEFA Champions League se ha convertido en el principio del éxito futbolístico: cuando Europa es la cima de la ambición en el fútbol y competimos tan ferozmente para llegar allí, ¿por qué en otras esferas de la vida británica buscamos rechazarla?”.
El viernes 18 de junio, el Inglaterra contra Escocia de esta Eurocopa despertará pasiones y ensalzará mitos nacionales. Veremos titulares que enlazaran, inevitablemente, “fútbol, política e identidad”, parafraseando el título de la última monografía académica editada por James Carr, Daniel Parnell, Paul Widdop, Martin J. Power y Stephen R. Millar.
Pero, curiosamente, esta batalla cultural e identitaria se vivirá en uno de los momentos que más capital norteamericano ha invertido en el fútbol europeo, especialmente británico, y en el momento que los fondos de inversión han empezado a encontrar en el fútbol una industria estable en la que invertir.
Mientras la disneyización del fútbol se vive en los despachos, las grandes competiciones internacionales en Europa continúan teniendo lecturas más próximas a lo cultural; mientras la maximización de los beneficios se ha impuesto como la base de la nueva gestión deportiva (en Estados Unidos o Asia), la Eurocopa continúa siendo el espacio para desplegar banderas, mitos nacionales y expresar un paneuropeísmo común en la diversidad.
Explicarles a los nuevos dueños del deporte global –listados todos ellos en la lista Forbes de los grandes “imperios deportivos”– por qué el fútbol en Europa no se puede entender “como una relación entre blanco y negro” –citando al periodista Ramon Besa–, de ganar o perder, o de ingresar más o menos es simplemente cuestión de querer profundizar en las “nuevas geografías” –apelando al concepto de Joan Nogué– que ha configurado su evolución histórica. El fútbol en Europa es lo más próximo a lo que podríamos considerar un fenómeno glocal.
(*) Associate professor, Universitat de Vic – Universitat Central de Catalunya