Economía y oportunismo político

    Por José María Fanelli (*)

    Al salir de la crisis de 2002 nuestra economía creció durante varios años a tasas altas, mientras el sector privado creaba empleos y la pobreza caía. A partir de 2008, sin embargo, la creación de empleos privados perdió dinámica y los progresos en inclusión se estancaron. De hecho, el proceso de crecimiento se ha resentido tanto que hoy la Argentina ha vuelto a encontrarse con viejos fantasmas: persistencia de la pobreza; restricción externa; déficit fiscal financiado con emisión e inflación.
    ¿Por qué otra vez rodeados de fantasmas? Los puntos que deseo discutir son: (a) los fantasmas volvieron de la mano de políticas insostenibles; (b) no es la primera vez que se mantienen políticas insostenibles más allá de lo razonable; (c) no habría que asumir que la población está necesariamente de acuerdo con esas políticas; (d) el problema básico de crecimiento de la Argentina está en la política (en la acción colectiva), no está ni en el potencial de crecimiento ni en la falta de consenso sobre la necesidad de incluir.

    Son las políticas
    Empecemos por señalar brevemente la relación entre políticas y restricciones.
    ¿La restricción externa (cuya expresión es el cepo) volvió porque exportamos menos? No. La cosecha es buena, los precios internacionales son récord y estuvimos vendiendo automóviles a Brasil a ritmo razonable. La restricción externa volvió por dos razones. La primera es que tenemos un déficit enorme en la cuenta de energía (antes había superávit) que obliga a reprimir el resto de las importaciones.
    La segunda es el exorbitante aumento de los costos medidos en dólares. Lo que ocurrió en energía no se puede explicar sin hacer referencia a las insostenibles políticas que subsidiaron la demanda y debilitaron la oferta por falta de coherencia y credibilidad. La causa central del incremento de costos es el atraso cambiario provocado por la política de “administrar” la corrección del tipo de cambio por debajo de la inflación durante un período significativo.
    ¿El déficit fiscal volvió porque recaudamos poco? No. Tenemos la recaudación más alta de la historia. La presión tributaria subió más de 10 puntos porcentuales del PBI. Junto con Brasil somos los que más recaudamos en la región. La restricción fiscal sería difícil de explicar sin hacer referencia a las políticas de incremento del gasto público. Esas políticas son insostenibles desde el punto de vista del crecimiento porque se gasta mucho pero la infraestructura es mala (pensemos en los trenes), la pobreza no baja y la educación no mejora en calidad.
    ¿El déficit se financia con emisión porque la deuda pública es ya muy alta? No. La deuda pública con el sector privado y el resto del mundo en relación al PBI es una de las más bajas en los últimos tiempos. Sería difícil explicar por qué el déficit se financia con emisión y no con la estrategia más normal de colocar deuda sin hacer referencia a las políticas de confrontación con los actores globales y a la intervención del Indec que terminó siendo un obstáculo clave para negociar con el Club de París.
    ¿La pobreza no baja porque a la ciudadanía no le importa la equidad? Difícilmente. Ningún partido político se opone a la asignación universal por hijo o se queja del incremento en el gasto educativo. Además el partido oficial levanta la distribución equitativa como una bandera: si el Gobierno no avanza es porque no encuentra políticas efectivas o no gestiona bien sus políticas.


    José M. Fanelli

    Patear el problema hacia delante
    Probablemente la manifestación más evidente de la estrategia de patear hacia delante y no cambiar políticas inconsistentes es la actitud hacia la inflación. El argumento que se esgrimió en estos años para no ocuparse de la inflación fue sencillo: si la inflación es tan mala, ¿por qué la economía ha estado creciendo significativamente en la última década al tiempo que la inflación se ubicaba cómodamente por encima de 20%? Se trata de un argumento difícil de rebatir cuando la gente está disfrutando de los beneficios del crecimiento: más consumo, aumento del salario real, etc. Una situación similar se vivió en relación con la convertibilidad. Allá por, digamos, 1998, a quienes argumentábamos que el tipo de cambio real era insostenible se nos decía: si el tipo de cambio está erosionando tanto la competitividad, ¿cómo es que la economía ha estado creciendo con baja inflación durante todos estos años? Nadie tenía ganas de discutir el nivel de equilibrio del tipo de cambio cuando era posible comprar en más cuotas.
    No había que hacer un curso de macroeconomía avanzada para entender por qué la convertibilidad no era compatible a mediano plazo con un déficit fiscal alto ni con uno de cuenta corriente permanente, como ocurría en los 90. Pero lo cierto es que mientras hubo financiamiento externo para solventar los déficits fiscal y de cuenta corriente, la convertibilidad parecía sólida. Claro que, cuando el financiamiento se acabó, fue rápidamente evidente para todo el mundo que la convertibilidad era insostenible.
    ¿Cómo se notó que la percepción sobre la sostenibilidad había cambiado? Súper simple: las reservas del Banco Central comenzaron a caer y la gente corrió a apropiarse de las que quedaban antes de que se acabaran. Era fácil para cualquiera anticipar que algo iba a ocurrir, sea que lo hicieran las autoridades, sea que lo impusieran los mercados.
    Con respecto a las políticas más recientes, tampoco es difícil comprender que un tipo de cambio real que se aprecia todo el tiempo, al erosionar al sector exportador e incentivar las importaciones, finalmente se traducirá en falta de dólares. Y menos difícil aún es entender que si el colectivo, la luz y el gas no suben de precio y todo el resto sí, el Estado deberá poner la diferencia y en algún momento se le acabará la plata. Estas políticas solo duran lo que duran los dólares excedentes y/o los recursos fiscales excedentes. Pero mientras el salario real aumente no hay por qué preocuparse. Justamente, como en 2011 se agotaron tanto el superávit fiscal como el externo, hoy la gente debería preocuparse.
    ¿Y se preocupa? Es evidente que sí. ¿Y esto cómo lo sabemos? Por lo misma razón que en la convertibilidad: las reservas del Banco Central están cayendo y, además, antes del cepo, en 2011 salieron US$ 20.000 millones. Estos hechos solo pueden explicarse por el temor a una corrección en el tipo de cambio o a expropiaciones financieras. Además, independientemente del cepo, la gente anticipa que le van a cobrar más impuestos a alguien si el Gobierno sigue sin corregir las tarifas. Por eso la huelga de camioneros no sorprende: ellos ya saben que el Gobierno usa la inflación como instrumento para aumentar la presión tributaria, dado el rezago del mínimo no imponible.
    Del argumento anterior parece seguirse que las personas son algo tontas. Cuando el Gobierno les da gastan sin preguntar y cuando se acaba lo que le dan salen corriendo a refugiarse, aunque todo el mundo sepa que es imposible que todos se salven de pagar: la experiencia de inestabilidad de la Argentina indica que, de hecho, todos pagamos bastante cuando hay que corregir políticas inconsistentes.
    Obviamente, los excluidos sufren más porque tienen menos recursos para cubrirse. Pero todos pagamos porque la inestabilidad destruye el crecimiento sostenido. Por supuesto, es posible refugiarse comprando dólares. Pero refugiarse en el dólar y quedarse a vivir en la Argentina es la expresión más clara de nuestro drama: cada dólar que sale del circuito es un dólar que no se invierte y que, por ende, reduce la probabilidad de que nuestros hijos (pobres y no pobres) consigan un trabajo de mejor calidad que el nuestro. O, incluso, que consigan trabajo. Decir que el problema es la dolarización es matar al mensajero. El problema es que las malas políticas matan al crecimiento y a la inclusión al mismo tiempo. En realidad, podría decirse que comprar dólares y quedarse aquí es un acto de fe optimista: “hoy me cubro comprando dólares porque no puedo hacer otra cosa, pero la Argentina es un país con futuro”.

    Políticos brasileños, equivocados
    Hay, no obstante, una interpretación alternativa de estos hechos que es algo menos pesimista porque no implica que la gente es tonta. Es más fácil explicar esa interpretación haciendo referencia a las manifestaciones recientes en Brasil. Los políticos brasileños parecen haber asumido que en el tope de la lista de prioridades del pueblo brasileño estaba organizar un mundial. En esta visión, tener fútbol para todos era incluso más relevante que viajar de manera digna al trabajo. Las demostraciones recientes sugieren, no obstante, que los políticos se equivocaron o no les importó lo que necesitaba la gente.
    La gente, obviamente, va a disfrutar del mundial, pero hubiese querido probablemente otra cosa. Del hecho que la gente vaya a la cancha una vez que el mundial se organizó no puede inferirse que esa gente está feliz con la forma en que se usan sus impuestos: una vez que el Gobierno invirtió en organizar el mundial, lo más racional es disfrutarlo y, si se puede, quejarse. Hacer oír la queja, no obstante, es más difícil que ir a la cancha. Para que la queja se escuche hay que organizarse y ello plantea un problema de acción colectiva. Es justamente en relación con esto que el caso brasileño puede interpretarse como una buena noticia: gracias a Internet y las redes sociales ha bajado el costo de organizar la acción colectiva y hacer oír la queja. Claro que lo que vemos en Egipto llama la atención sobre un punto adicional: los oportunistas aprovechan cuando el río está revuelto para desviar el agua hacia su campo y la protesta puede resultar en lo contrario de lo que se buscaba. Cabe conjeturar, por lo tanto, que la queja que sirve es la que refuerza las organizaciones políticas en su conjunto.
    En la Argentina también hemos tenido demostraciones organizadas vía Internet y redes sociales y gente quejándose en las calles no falta. Es posible argumentar, entonces, que aquí tampoco las personas son tontas y que se quejan cuando se han implementado políticas que no les gustan. Para evitar asumir que la gente es tonta alcanza con un ejercicio hipotético: preguntarle a un pasajero del Sarmiento después de un recital de Fito Páez en qué le parece que vale la pena invertir el dinero público.
    Entonces, si la gente no es tonta, ¿por qué una y otra vez se implementan políticas insostenibles? Respuesta tentativa: porque el sistema político no es lo suficientemente eficiente o bien para interpretar correctamente las preferencias de los ciudadanos o bien para ponerle límites a aquellos dirigentes oportunistas que están más preocupados por el interés político de su grupo que por el interés común.
    Visto desde esta perspectiva, el problema no es que la gente no se da cuenta de que una política de, digamos, atraso cambiario no es sostenible. El problema es que las autoridades decidan implementar esa política y no encuentren restricciones políticas al mantenerlas. Una vez que la política insostenible de tipo de cambio está en marcha, lo más racional para cada individuo es veranear en el exterior o comprarse algo importado. Es fácil imaginar que alguien puede estar pensando: “esto no va a durar, pero si no gasto ahora, igual voy a tener que pagar después, así que gasto ahora”. Este argumento es exploratorio. Pero lo cierto es que los países que logran crecer por períodos prolongados son los que se abstienen de implementar políticas insostenibles. En los casos de crecimiento inclusivo exitosos, de alguna manera los ciudadanos se organizaron políticamente para lograr que sus dirigentes políticos interpretaran correctamente qué estaban necesitando.
    Es difícil identificar el camino que lleva al crecimiento inclusivo. Pero parece que una condición necesaria es contar con instituciones políticas y económicas que limiten la posibilidad de que las políticas económicas sean un subproducto del oportunismo político. Las buenas políticas económicas son las que coordinan las expectativas y el esfuerzo de los ciudadanos en un escenario de inversión, crecimiento e inclusión. La buena economía es hija de la buena política.

    (*) José María Fanelli es investigador del Conicet y del Centro de Estudios de Estado y Sociedad (CEDES), profesor de Macroeconomía en la UBA y en la Universidad de San Andrés.