El nuevo debate sobre la educación superior en Estados Unidos gira en torno a los problemas de movilidad social y desigualdad de ingreso. Si el sistema educativo reproduce las jerarquías existentes de clase y status, si los beneficios van a estudiantes que ya son privilegiados, entonces o la “meritocracia” no está funcionando como debiera o no fue nunca el método correcto.
Los datos que recogen varios análisis serios sobre este tema muestran que la educación superior no solo no está haciendo gran cosa por cerrar la brecha de ingresos sino que hasta podría estar contribuyendo a reproducir el sistema de clases, hoy peligrosamente fracturado. Este es el fenómeno que predijo en 1958 Michael Young, el hombre que acuñó el término “meritocracia”.
Paul Tough, en su libro The years That Matter Most: How College Makes or Breaks Us, expone la misma tesis. Se supone, dice Tough, que la educación norteamericana es meritocrática. Meritocracia deriva de mérito, definido como coeficiente intelectual más esfuerzo. Sin embargo, el término fue evolucionando hasta combinar habilidades cognitivas, talentos extra curriculares y cualidades personales socialmente valiosas, como liderazgo y conciencia cívica. Aparentemente cosas como el género, el color de la piel, la aptitud física o el ingreso familiar no limitarían la elección de los caminos educacionales.
Sin embargo, la realidad dice otra cosa. La clasificación educativa suele comenzar muy temprano en Estados Unidos. En la primaria hay programas para los talentosos, luego esa segregación continúa en la secundaria donde se empuja a los estudiantes hacia carreras vocacionales. Pero al menos en esos niveles todos los niños tienen la obligación de asistir a clase.
La universidad es diferente. Allí hay un cuello de botella. Allí hay que pagar y las admisiones obedecen a mecanismo extraños. Allí se acepta o se rechaza. Además, importa mucho dónde se estudia.
Hay investigaciones que muestran que cuanto más selectivo es el proceso de admisión mayor es el valor económico del título. Cuando más angosta la puerta de entrada, más amplia es la gama de oportunidades que se abren del otro lado.
Todas las conexiones
Parece impropio cuando alguien es contratado porque su mamá o su papá, hizo una llamada telefónica. Parece poco meritocrático. Pero no llama la atención cuando se sabe que alguien consiguió una entrevista laboral por intermedio de un compañero de facultad o una conexión de ex alumnos, aunque eso también sea poco meritocrático.
Se acepta que esas conexiones y también las conexiones que los alumnos hacen con sus profesores, figuran entre las cosas que uno “gana” por entrar a una facultad. Es una de las recompensas que se obtienen por el mérito.
La educación, entonces, juega un papel enorme en la vida de la gente. Puede superar ampliamente los efectos de la familia y de la comunidad local en las creencias, valores, gustos y carreras de las personas. Para el estudiante, la inversión en tiempo y dinero, para no mencionar el estrés, puede ser enorme. No obstante eso, el número de inscriptos crece año a año.
Casi todos los estudios realizados sobre el tema concluyen que obtener un título universitario vale la pena. Lo que se conoce como el premio salarial de la facultad –la diferencia en ingresos que obtendrá en la vida alguien con título universitario frente a alguien con título secundario– es ahora, según un cálculo, de 168%. Para quien tiene un título de post grado, el premio salarial es de 213%. Está claro que cuantas más personas obtengan un diploma universitario mayor será el castigo por no tenerlo. La caída en los ingresos de quienes no tienen título eleva el premio a los que sí.
En los años 50 y 60, el premio salarial por tener título universitario era pequeño o inexistente. Los norteamericanos no tenían que ir a la facultad para gozar de un nivel de vida de clase media. Y el ingreso de los graduados, incluso el de los mejor remunerados, no era exorbitantemente mayor que el del trabajador promedio.
Para 1980 la economía cambiaba, la clase media ocupaba puestos de servicios y ganaba cada vez menos. Desde entonces, la situación no ha dejado de empeorar. En The Years that Matter Most Paul Tough concluye que de las muchas diferencias existentes entre los que votaron a Hillary Clinton y a Donald Trump en 2016, la brecha educativa fue una de las más importantes.