Por ahora, el sistema alimentario mundial resiste

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El complejo agro-industrial del mundo depende de la conectividad. Cuatro quintos de los 8.000 millones de personas que habitan el mundo se alimentan en parte con importaciones.

El billón y medio que se pagó el año pasado por importaciones fue tres veces superior a la cuanta del año 2000. Ejércitos de camiones y barcos conectan millones de chacras con millones de negocios y millones de cocinas. Ese sistema, hasta ahora, ha soportado los embates de la pandemia.

La compleja arquitectura del sistema significa que tiene muchos posibles cuellos de botella pero el disloque global no ha tropezado con muchos de ellos. Sin embargo, el mayor problema no está en los cuellos de botella sino en los efectos que tiene sobre los consumidores la reducción o pérdida de sus ingresos.

Naciones Unidas estima que el parate económico generado por la covid-19 podría duplicar el número de personas que sufren hambre extrema a 265 millones en el transcurso de este año. Los países desarrollados no son inmunes a esto. En muchos pueblos de Estados Unidos hay gente haciendo largas colas frente a ollas populares.

Interdependencia

Aunque las granjas son locales por naturaleza, gran parte del resto de la industria alimentaria es global. La oferta de semillas, fertilizantes, maquinaria y combustible que necesitan los agricultores debe venir de lejos. Las compañías que mantienen la unidad del sistema—las gigantescas intermediarias como Bunge y Cargill – todas operan internacionalmente, acopian, almacenan y embarcan materias primas agrícolas para fabricantes de alimentos como Kraft o Unilever. Su tamaño y alcance global les permite ganar mucho dinero con márgenes bastante estrechos. Pueden cambiar rápidamente de una fuente a otra para acomodarse a cambios en oferta y demanda, suavizando los precios y manteniendo el sistema flexible.

En los últimos años se produjo una marcada consolidación del negocio mientras las compañías buscaban las ventajas de la escala. Dos de las seis fusiones más grandes desde 2010 fueron entre empresas de alimentos y bebidas. Los mercados emergentes, donde la urbanización y el cambio de dieta crearon nueva demanda, generaron gigantes propios.

La capacidad para absorber costos fijos que trae ese tamaño también aumento la complejidad del sistema. Los graneros del mundo se fueron convirtiendo cada vez más a capital intensivo. Tractores autónomos recorren campos gigantescos y la carga es manejada por máquinas. Las imágenes satelitales, miradas cada vez más a través de la lente de la inteligencia artificial mantienen el control de los barcos y las tormentas además de dar estimaciones sobre los rindes de las cosechas.

Este tipo de refinamiento permite que las redes de producción sean muy complejas. Los alimentos, como los autos, por lo general se ensamblan cerca del consumidor con partes provenientes de otra parte. . El trigo ucraniano se convierte en harina en Turquía y, tal vez convertido en fideos en China.

Esta globalización significa que cada vez más países dependen de importaciones. Eso explica la preocupación de que las disrupciones causadas por la covid-19 puede desencadenar otra crisis alimentaria como la de 2007-08, cuando se produjo un marcado aumento en los precios incentivado por el pánico de los gobiernos. Unos 75 millones de personas sufrieron hambrunas que provocaron hechos violentos desde Bangladesh hasta México.

Hoy el mercado está nervioso pero la coordinación global podría llevar a evitar tragedias. El mes pasado 22 miembros de la Organización Mundial del Comercio (que representan 63% de las exportaciones agrícolas mundiales, prometieron mantener abierto el comercio. Una promesa alentadora.

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