Las comparaciones internacionales, aunque no dejan de estar teñidas de subjetividad, son útiles para aproximar el lugar de un país en el mundo globalizado. Un ejemplo concreto son los indicadores que miden la competitividad, ya que reflejan la capacidad de la población para producir bienes y servicios de alta calidad al más bajo costo, destaca el análisis orientado por el economista Jorge Colina.
Tiene suma importancia social ya que a mayor competitividad aumenta la capacidad para crear empleos de calidad con altos salarios reales y el financiamiento para sustentar un Estado de bienestar moderno, universal y equitativo, señala el informe número 585 del Instituto de Desarrollo Económico y Social Argentino (Idesa).
Por eso, la competitividad es un tema recurrente en las agendas políticas de los países interesados en mejorar la calidad de vida de su población.
Medir la competitividad es tarea compleja. Uno de los indicadores más utilizados es el “Indice de Competitividad Global” que elabora el Foro Económico Mundial, una fundación con sede en Ginebra conocida por sus asambleas anuales llamadas “Foro de Davos”.
El índice mide la competitividad en base a 12 pilares: instituciones, infraestructura, entorno macroeconómico, salud y educación primaria, educación superior, eficiencia del mercado de bienes, eficiencia del mercado de trabajo, desarrollo del mercado financiero, disponibilidad tecnológica, tamaño de mercado, sofisticación de los negocios e innovación.
El índice se aplica sobre 144 países y cuantifica la competitividad en una escala de 1 a 7. Suiza está a la cabeza con 5,7 puntos y Guinea en el último puesto con 2,8 puntos. Sudamérica tiene un puntaje promedio de 4,0 y al interior de la región se observa que:
El liderazgo en competitividad lo detenta Chile (4,6).
En un nivel intermedio aparecen Brasil (4,3), Perú (4,2), Colombia (4,2) y Uruguay (4,0).
Bajo el promedio aparecen Argentina (3,8), Bolivia (3,8), Paraguay (3,6) y Venezuela (3,3).
Estos datos muestran que en la región de Sudamérica prevalece una gran dispersión de niveles de competitividad.
Lo más llamativo es que la Argentina aparece muy por debajo de países que en el pasado la supieron mirar como ejemplo a imitar, como son los casos de Chile, Perú o Colombia. Actualmente, la Argentina se ubica entre los países menos competitivos de la región.
Obviamente que este índice no es una medición precisa y se encuentra cargada con el sesgo de estar elaborado en base a encuestas a gente de negocios de cada país.
Aunque se trata de un sector minoritario de la población, sus apreciaciones son relevantes porque tienden a reflejar la opinión de quienes toman las decisiones de inversión. Por eso, no es casualidad que se observe una alta correlación entre la posición en el índice y el nivel de desarrollo. Así como el promedio para Sudamérica es de 4,0, la media para Europa es de 4,8 y para África de 3,6.
El informe también sugiere que la baja competitividad de la Argentina está fuertemente asociada a baja calidad de las intervenciones del Estado.
Entre los 144 países evaluados, la Argentina aparece en los últimos lugares en temas como desviación de fondos públicos, favoritismo en las decisiones de los funcionarios estatales, derroche de gasto público, obstáculos de las regulaciones, falta de transparencia en los actos de gobierno, barreras al comercio, obstáculos a la inversión extranjera y trabas al comercio exterior.
No menos importantes como factor de reducción de la competitividad son las regulaciones sobre el mercado de trabajo destacándose la baja cooperación entre sindicatos y empleadores, altos impuestos al trabajo y pagos divorciados de la productividad.
En sentido contrario, donde mejor califica es en matrícula de la educación superior, calidad de sus escuelas de negocios e instituciones científicas, y sofisticación de los procesos de producción.
Estos datos, como muchos otros que surgen de la comparación internacional, alertan sobre la importancia de no subestimar el nivel de degradación institucional en el que ha caído la Argentina.
Un cambio de gobierno por sí sólo no alcanzará para recomponer el deterioro acumulado. Se necesitará mucho profesionalismo para la formulación de las políticas y mucha capacidad y audacia política a fin de lograr los consensos necesarios para derrotar a los intereses espurios enquistados en el Estado.