<p>Al ponerse en juego fuertes incentivos pecuniarios, muchos empleados y no pocos ejecutivos rompen con límites éticos para obtenerlos, convencidos de que el fin justifica los medios. Al sopesar un premio, a menudo se opta por el camino más fácil y rápido de lograrlo y, luego, se decide que no hay nada de malo en la elección. Esta tendencia a racionalizar conductas o actitudes está tan extendida que un psicólogo como Elliot Aronson, en un libro titulado Mistakes were made (but not by me), ha explicado cómo se justifican malas decisiones y acciones antiéticas. <br />
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Amén de alentar conductas incorrectas o censurables, los incentivos financieros generan desigualdades en materia de paga, origen de malos desempeños. Cuando la recompensa pecuniaria se basa en desempeño, ejecutivos y empleados cumpliendo igual tarea perciben distintos niveles remunerativos. Una gran cantidad de estudios ha demostrado que la gente evalúa su paga no en términos absolutos, sino en comparación con lo que ganan sus pares.<br />
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Por consiguiente, esas diferencias llevan a frustraciones, desencantos y resentimientos, pues la remuneración es señal de valor e influencia en cualquier organización. Así pudo verse en el caso de la entonces joven Google. En 2004, Lawrence Page y Siergey Brin crearon los premios fundacionales, que otorgaban millonarias opciones accionarias a empleados que hicieran grandes aportes. La idea era atraer, recompensar y retener elementos claves reduciendo la rotación. Años después, el bloguero Gregory Linden puso en evidencia que el sistema resultó contraproducente: quienes no obtenían premios, se sentían marginados.<br />
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Otras investigaciones, entretanto, demuestran que gerentes y ejecutivos tienden a abandonar empresas donde impere la desigualdad salarial. Aquí la clave reside en que los incentivos pecuniarios, por antonomasia, fomentan el fenómeno y su resultado a menudo atenta contra el desempeño, la colaboración y la retención de personal. <br />
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Los incentivos comportan otro riesgo: reducir la motivación intrínseca. En los años 70, Mark Lepper y colegas de Stanford diseñaron una consulta donde los participantes eran invitados a jugar por entretenimiento. En un momento dado, los investigadores empezaban a recompensar los triunfos. Si ellos eliminaban las recompensas, los jugadores paraban: lo que había comenzado como juego era visto como trabajo. Esto se conoce como efecto sobrejustificatorio: el interés intrínseco puede ser soslayado por algún incentivo fuerte y persuadir al sujeto de que trabaja por su imperio.</p>
<p> En su lugar, los empleadores debieran tener en cuenta estímulos más intrínsecos, desarrollar aptitudes, encarar tareas relevantes y estructurar nexos personales significativos”.</p>
<p>A medida como se dejan atrás escándalos empresarios y fiascos éticos que sacudieron la economía de Estados Unidos, se torna imperativo reflexionar. Por ejemplo ¿qué tienen esos desastres en común? A juicio de ambos académicos, uno es clave: la excesiva confianza en los incentivos pecuniarios como instrumentos seguros.<br />
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Desde mediados de los años 70 y la década siguiente, surgió una filosofía en materia de management, según cuyos impulsores la función esencial de gerencia consistía en privilegiar los intereses de los accionistas. Esto fue llamado financialización y su lema era maximizar el valor o la renta de esos accionistas. Con el tiempo, esta creencia devino en un axioma cuya puesta en tela de juicio se tomó como herejía en varias escuelas de negocios.<br />
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Ese pensamiento, en los niveles inferiores de las organizaciones, generó un obsesivo énfasis en premiar al personal con estímulos pecuniarios sujetos al desempeño. La idea era simple: ofrecer los incentivos adecuados para motivar a que la gente funcione mejor y ello se traduzca en mejores resultados para la firma.<br />
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Al respecto, Brian Hall (Harvard) y Kevin Murphy (California sur) descubrieron que menos de 10% de las remuneraciones ejecutivas totales en compañías cotizantes en bolsa era proporcional a los precios accionarios, al empezar los años 90. Pero, hacia 2003, esa parte se había inflado a casi 70%. Tiempo después, pese a la pésima prensa, los juicios y las protestas por la excesiva paga a los jerárquicos –protagonistas de gestiones escandalosas desde 2001 en adelante-, el sistema sigue en marcha y abarca todo tipo de empresa, inclusive bancos. De acuerdo con un informe del Wall Street Journal, compilado en marzo último, las bonificaciones en cincuenta grandes sociedades norteamericanas subieron más de 30% en 2010. Esto no sucedía desde la recesión de 2007/09. <br />
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<p>Dejando en claro las cosas, el dúo de Knowledge@Wharton no sugiere que las compañías abandonen los incentivos financieros. De hecho, existen abundantes evidencias en cuanto a que algunos estímulos pueden motivar mejoras niveles de desempeño y productividad. <br /><br />Para evaluar resultados en una muestra múltiple de estudios, Grant y Bahadur apelaron a una técnica llamada metaanálisis. En suma, los incentivos pecuniarios individuales elevan productividad y desempeño entre 42 y 49%. Pero estos beneficios implican un costo, vía consecuencias no buscadas. <br /><br />Hace varios años, Green Giant (General Mills), tenía problemas en una planta: las arvejas congeladas se envasaban con fragmentos de insectos. Esperando mejorar la calidad del producto y su higiene, los gerentes concibieron un esquema de incentivos, a fin de que el personal recibiera bonificaciones por cantidad de insectos detectados. La gente se pasó de lista, llevando a fábrica fragmentos de insectos recogidos en sus vecindarios, metiéndolos en los envases y luego “descubriéndolos”. <br /><br />Se trata de un ejemplo si se quiere venial, pero apunta a algo más serio. Los estímulos pueden mejorar desempeños, pero no garantizan que los empleados los obtengan sin transgredir normas éticas. Investigaciones de Maurice Schweizer, otro experto de Wharton, demuestran que, si las personas son recompensadas por sus logros, tienden a incurrir en comportamientos incorrectos. Por ejemplo, dando datos falsos o exagerando sus méritos. <br /><br />Esto sucede especialmente si el empleado no alcanza sus metas por escaso margen. En este plano, Michael Jensen (Harvard) ha llegado a afirmar que hacer trampa en pos de premios o bonificaciones se ha convertido en norma para el personal de muchas empresas. Eso abarca, por ejemplo, enviar productos sin terminar o adulterar informes financieros para exceder las expectativas de los analistas. <br /><p> </p></p>