domingo, 22 de diciembre de 2024

¿Y si la batalla contra la obesidad estuviera mal enfocada?

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Partamos de los HECHOS comprobables. Desde hace muchos años abundan las teorías, los diagnósticos y los tratamientos. Todo trata de reducir obesidad y – se dice – su consecuencia: la diabetes. ¿Cuál es el hecho comprobable? Cada vez más obesidad y cada vez más diabetes. Alguna de las premisas de la ciencia está fallando.

Margaret Chan, directora general de la Organización Mundial de la Salud (WHO, según las siglas inglesas) dice esto: lean detenidamente por favor: “el cálculo de probabilidad de que las autoridades de salud pública logren reducir la epidemia mundial de obesidad y diabetes, es prácticamente cero”.  Esto lo dijo en el mes de octubre en la reunión anual de la Academia Nacional de Medicina. Subrayó que ninguno de sus colegas va a poder impedir que la situación se transforme de mala en peor y que esas epidemias son un desastre en cámara lenta”.

 

Ante semejante crisis de salud pública, dice Taubes en su libro “The Case against Sugar”, es lícito preguntarse por qué. Se pueden encontrar un montón de razones para explicar este fracaso de salud pública pero no existen antecedentes de un fracaso de esta magnitud. Y la explicación más simple  es que no se está atacando el agente correcto de la enfermedad; que nuestra comprensión de la etiología (el estudio de las causas de una enfermedad) tanto de la obesidad como de la diabetes está equivocada, probablemente dramáticamente equivocada.

En 1621, Robert Burton, académico de la Universidad de Oxford, decía en  The Anatomy of Melancholy: cuando las curas son imperfectas, pobres o no brindan solución, es muy posible que no se estén entendiendo las causas.

Y la historia de la investigación en obesidad y nutrición parece demostrar que esto es lo que ha ocurrido. No se han entendido las causas. En los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial muchos investigadores clínicos alemanes y austríacos llegaron a la conclusión de que la obesidad era claramente causada por una alteración hormonal; a partir de la década de 1960 otras investigaciones hablaron de alteraciones en el azúcar de la dieta y las teorías de los alemanes y austríacos cayeron en el olvido. La idea de que el azúcar tuviera la culpa nunca prendió profundamente  en la comunidad de nutricionistas que, ya llegada la década de los 70, orientaron los cañones hacia la grasa como la desencadenante de estas enfermedades crónicas.

Ahora, con la explosión de la epidemia de obesidad y diabetes hay que pensar seriamente en reconsiderar el rol que cumple el azúcar en todo esto.

 

Hay dos supuestos que podrían no ser necesariamente correctos. El primero es el que relaciona obesidad con diabetes tipo 2. El segundo trata de explicar la causa fundamental de la obesidad misma con un  desequilibrio energético que surge de la relación entre las calorías ingeridas y las calorías gastadas.

 

Este pensamiento, respaldado por la WHO y prácticamente todas las autoridades médicas del mundo, describe la obesidad como un “desequilibrio energético” y ha moldeado la forma en que miramos al sospechoso número uno: el azúcar, específicamente la sucrosa.

 

Y se desencadenó durante décadas la guerra al azúcar. Se condenaron los productos azucarados, no porque se creyera que provocan la enfermedad sino más bien desde la perspectiva que el azúcar implica “calorías vacías” que ingerimos en exceso. Con esta teoría,  igual seguimos engordando porque comemos mucho o porque hacemos poco ejercicio. La solución es comer con moderación y consumir azúcar con moderación o equilibrarlo con más actividad física.

 

El otro paradigma, el del desequilibrio energético implica que la única forma en que los alimentos influyen en nuestra grasa corporal  es a través de su contenido energético, calorías,  o sea que la energía que absorbemos sin eliminar se acumula y forma grasa. En la década del 60, el mantra de la nutrición y de la investigación era contar calorías. El dogma era que sólo contando calorías se entiende y se trata la obesidad humana.

 

Y así el azúcar era el malo de la película: poseía la propiedad de que nos hacía acumular grasa o convertirnos en diabéticos. Los organismos oficiales debían regularla.

La industria se defendió diciendo que el azúcar ni reduce ni engorda. Todos los alimentos aportan calorías y no hay diferencia entre calorías que vienen del azúcar o de un bife o de un pomelo o de un helado.

Pero la maldición sigue sobre el azúcar aún hoy y también sigue vigente la teoría del desequilibrio energético.

 

¿Por qué entonces no funcionan los tratamientos? ¿Por la conducta de los gordos? ¿Porque son desobedientes o haraganes o inconstantes? ¿No estará equivocado el paradigma que se usa para entender el desorden?

Es preciso entonces, dice Taubes, volver a considerar aquella teoría de los alemanes según la cual el exceso de acumulación de grasa es un desorden metabólico y hormonal. O el resultado de una alteración endócrina, como lo llamó en los años 30 el norteamericano  Eugene Du Bois, una autoridad en metabolismo. Según esta lógica, los alimentos que comemos influyen en la acumulación de grasa no por su contenido calórico sino por su contenido macronutriente, las proteínas, grasas y carbohidratos que contienen. Este paradigma se ocupa de entender cómo los seres humanos distribuyen la división de los combustibles macronutrientes que consumen, lo que determina si van a ser quemados para convertirse en energía o almacenados para reconstruir tejidos y órganos. Propone que el desequilibrio de este exquisito sistema es el componente necesario para explicar  tanto el almacenamiento excesivo de calorías de grasa (obesidad) como la diabetes que la acompaña.

Recapitulando. Esta hipótesis alternativa implica que el azúcar tiene efectos únicos en el cuerpo humano que conducen directamente a la diabetes y la obesidad independientemente de las calorías que se consuman. Sí, el azúcar hace daño, y mucho, pero según el sistema metabólico de la persona. Con este razonamiento, los azúcares refinados son tóxicos, aunque al cabo de muchos años. Engordamos no solamente porque comemos muchos azúcares sino porque tenemos un metabolismo fisiológico y hormonal que desencadena directamente esos desórdenes. Si todo esto es correcto, entonces definir obesidad como un problema causado por las conductas de consumo excesivo o inactividad física es un error. Y es un error que se desarrolló  y creció durante décadas hasta convertirse en una idea demasiado pesada como para ser falsa.

Pero parece que es falsa.

 

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