La crítica problemática vinculada con la fabricación y la distribución de las vacunas, que en la Argentina adquirió una singular relevancia política, revela que la pandemia no sólo no atenuó el ritmo de la integración de la economía mundial, sino que por el contrario tiende a acelerarlo.
En realidad, la irrupción de la pandemia fue una expresión cabal del avance de la integración planetaria. En pocas semanas, un fenómeno originado en un mercado chino en Wuham conmovió a los cinco continentes.
El tema del medio ambiente y la cuestión de la salud pública pasaron entonces a comandar la agenda política mundial. La comprobación del hecho de que “el hombre enferma la Tierra, la tierra enferma al hombre” encontró un creciente consenso en la opinión pública. Ese consenso demanda respuestas globales. De la mano de la Cuarta Revolución Industrial, impulsada por la explosión de la inteligencia artificial, ingresamos en la fase de la post-globalización, signada por el nacimiento de una verdadera sociedad mundial, aquello que Perón definía como la era del universalismo.
Este escenario internacional está signado por la consolidación de una nueva bipolaridad, encarnada por Estados Unidos y China, unidos por un entrecruzamiento de intereses de dos economías interdependientes y, a la vez, enfrentados por el liderazgo global en una competencia que tiene un límite estructural infranqueable: la peor catástrofe que le podría ocurrir a China sería un colapso de la economía estadounidense y, a la inversa, lo peor que le podría suceder a Estados Unidos sería una debacle de la economía china. Cabe aquí una cierta analogía con la guerra fría, cuando la amenaza de la bomba atómica impuso el principio de la destrucción nuclear mutuamente asegurada y garantizó durante más de cuarenta años el mantenimiento de la paz mundial.
Hay también una segunda semejanza entre ambas épocas. Así como durante la guerra fría podía definirse el encuadramiento internacional de cada país en función de sus relaciones con Estados Unidos y con la Unión Soviética, en la actualidad puede hacerse el mismo ejercicio a partir del análisis de la naturaleza de sus vínculos con Estados Unidos y con China. Pero cabe aquí subrayar una diferencia fundamental: en el mundo de hoy, prácticamente ningún país de mediana relevancia, y la Argentina está ciertamente en esta categoría, está en condiciones de optar por ningún alineamiento automático ni tampoco de prescindir de la articulación de vínculos de asociación simultáneamente con las dos superpotencias.
En el caso específico de la Argentina, esta precisión está unida a otra premisa ineludible, originada en un fatalismo determinado por la geografía: los países pueden hacer casi cualquier cosa menos mudarse. Entre la Argentina y el mundo está el MERCOSUR, cuyo núcleo básico es la alianza estratégica con Brasil.
Al cumplirse el trigésimo aniversario de su fundación, el bloque regional afronta el desafío de encarar su adaptación a los nuevos tiempos. No hay que detenerse en las minucias de incidentes diplomáticos de menor cuantía, como lo sucedido en la última reunión de presidentes de la región, en la que el gobierno argentino quedó en minoría ante los demás socios. Estamos frente a una reformulación inevitable que exige entonces una negociación entre las partes involucradas.
Para la Argentina, la reformulación del MERCOSUR no puede quedar circunscripta a la discusión sobre el arancel externo común, que seguramente habrá que revisar a la baja, sobre todo en materia de insumos y bienes intermedios y siempre con un período de transición y con ciertas excepciones puntuales. En las negociaciones internacionales de esta naturaleza, rara vez se negocia una sola cosa a la vez. Para avanzar hacia un acuerdo realista, es necesario poner sobre la mesa una propuesta más abarcativa de integración regional.
Esta propuesta renovada tiene tres ejes fundamentales. El primero es eminentemente económico: el MERCOSUR agroalimentario. El bloque regional tiene que incrementar su posicionamiento como el primer productor y exportador mundial de proteínas en un mundo en que la demanda de alimentos tiende a aumentar de una manera constante por el explosivo crecimiento de los países del Asia Pacífico, encabezados por China, cuyas clases medias emergentes salen de la pobreza para integrarse aceleradamente al mercado de consumo global.
El segundo eje de esta reformulación es geopolítico: el MERCOSUR debe adquirir una perspectiva bioceánica. Esto supone, en primer lugar, el fortalecimiento de la asociación estratégica con Chile y la apertura de un proceso de convergencia con los países de la Alianza del Pacífico, que agrupa a las economías internacionalmente más competitivas de América Latina y de la que también forman parte Perú, Colombia y México. Ese es, además, el camino posible de la unidad latinoamericana.
El tercer eje es de carácter político: el MERCOSUR, pero muy especialmente Brasil y la Argentina, tienen que establecer un sistema conjunto de defensa y seguridad. Así como en la década del 90 la aprobación de la “cláusula democrática” le otorgó al bloque una dimensión política que excedía las especificidades económicas, en las actuales circunstancias un acuerdo estratégico en materia de defensa y seguridad puede permitirle al MERCOSUR adquirir una presencia activa y protagónica en el escenario hemisférico y global.
Conviene precisar que esta alternativa está en la agenda de las Fuerzas Armadas brasileñas, que actualmente constituyen el núcleo del poder político en nuestro principal vecino y socio comercial.
Este MERCOSUR reformulado en función de una triple dimensión política, biocéanica y agroalimentaria es la mejor plataforma de lanzamiento internacional para las economías de todos sus países miembros y particularmente para la Argentina. Para nuestro país, la alianza estratégica con Brasil es más importante aún que la relación con Estados Unidos o China.
La Argentina lleva nueve años consecutivos de estancamiento económico. El último corresponde al actual gobierno y sería lícito atribuirlo a los efectos de la pandemia en un contexto de brutal recesión mundial.
Pero los ocho años anteriores pertenecieron, por partes iguales, a las dos coaliciones que se sucedieron en el poder durante los últimos años y discuten a través de sendos “best sellers” sobre quién tiene la culpa de lo que ocurre actualmente, en una competencia literaria y retórica orientada a demostrar no cuál de ambos fue mejor, sino cuál fue peor que el otro.
Ni “Sinceramente” ni “Primer Tiempo” dan cuenta de la realidad de esos años de estancamiento. ”Volver” es un hermoso tango pero una pésima idea política para la Argentina de hoy. No se trata ni de “Volver mejores” ni tampoco de un “segundo tiempo”. Hay que dejar de lado el espejo retrovisor y mirar hacia adelante para construir el futuro.
Más allá de la voluntad y de las intenciones de los protagonistas de la denominada “grieta”, la realidad, esa “única verdad” a la que se refería Perón, indica que, tarde o temprano, el proceso político argentino ingresará obligadamente en una fase de cooperación impuesta por las circunstancias. Porque ninguna de las fuerzas en pugna, ni en el oficialismo ni tampoco en la oposición, está en condiciones de imponer su vocación hegemónica. Quienes hoy lo intentan están inexorablemente condenados al fracaso.
Los hechos revelan que el sostenido avance de Cristina Kirchner dentro de la coalición gubernamental, con el consiguiente debilitamiento de la autoridad presidencial, lleva al gobierno a un callejón sin salida. Porque la vicepresidenta no es una alternativa de poder para la Argentina de hoy. No sólo porque mantiene aquel índice de rechazo mayoritario en la opinión pública que en 2019 la forzó a resignar su candidatura presidencial y a ungir en su reemplazo a Alberto Fernández, sino también porque la agenda política que impulsa, cuya prioridad es una ofensiva a fondo contra la actual estructura del Poder Judicial, particularmente focalizada en la Corte Suprema de Justicia, carece en los hechos de toda viabilidad.
En otros términos: cada acontecimiento indicativo del aumento de la influencia de Cristina Kirchner en las decisiones políticas se traduce en un mayor debilitamiento del poder presidencial y, por lo tanto, de la gobernabilidad de la Argentina.
La exigencia de cooperación se manifiesta en cada episodio de la cotidianeidad política. La necesidad de establecer nuevas restricciones a la circulación de personas, derivada de la evolución de la curva de la pandemia, es una demostración palpable de la debilidad del poder político. El temor gubernamental a que esas restricciones sean correspondidas por una desobediencia civil generalizada hace que el gobierno nacional tenga que acudir al consenso con las autoridades locales para compartir el costo de de esas decisiones.
El resultado práctico de esta situación fue que Fernández tuvo que descongelar la relación con el Jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, interrumpida meses por atrás por una ofensiva política del “kirchnerismo”, que visualizó en el acercamiento que se había registrado en marzo pasado, en el momento inicial de la pandemia, como el esbozo de un eje de poder alternativo que eventualmente podía modificar la relación de fuerzas instaurada dentro del sistema de poder vigente.
Esa necesidad ineludible surgió de otra demostración inequívoca de debilidad: el gobernador bonaerense, Axel Kicilloff, y por ende su jefa política, Cristina Kirchner, consideraron materialmente imposible reforzar los controles sanitarios en la provincia sin una previa y adecuada concertación política y coordinación operativa con la ciudad de Buenos Aires. Dicho de otra manera: la misma fuerza que hace diez meses había promovido la ruptura ahora aceptó y hasta prohijó la reapertura del diálogo.
El balance es altamente significativo: en marzo de 2020, las conferencias de prensa conjuntas y las fotos compartidas entre Fernández, Kiciloff y Rodríguez Larreta mostraban a los tres con elevadísimos índices de imagen positiva, mientras que hoy todas las encuestas marcan una reducción en la imagen del presidente y del gobernador y una cierta estabilidad en la ponderación del alcalde porteño, que encabeza en el ranking de imagen positiva en todos los sondeos a nivel nacional, inclusive en la provincia de Buenos Aires. No parece entonces una mera casualidad que Sergio Massa haya señalado en estos días que “con Horacio somos amigos desde hace más de treinta años. Nos llevamos bien cuando no teníamos cargos y también ahora, y eso no va a cambiar”.
En cambio, esas líneas curvas ascendentes o descendentes que tanto desvelan mensualmente a los asesores comunicacionales de los personajes políticos no afectaron demasiado a Cristina Kirchner, quien durante todo ese período mostró escasas variaciones en sus índices de popularidad, que combinan tradicionalmente un piso alto con un rechazo mayoritario y un techo infranqueable.
En diez meses, Fernández y Rodríguez Larreta vuelven a mostrarse juntos, pero las variaciones y las diferencias de imagen entre ambos están a la vista. Lo que sí se acortó y en perjuicio de Fernández, fue la distancia favorable, que se había ensanchado notoriamente, entre la valorización pública del presidente y la vicepresidenta.
La misma impotencia exhibida para el manejo de la pandemia sin una cooperación política con la oposición se reflejó en la discusión sobre la suspensión o postergación de las elecciones abiertas, simultáneas y obligatorias de este año. Hasta hace dos meses, esa cuestión era un problema interno de la coalición gobernante.
La mayoría de los gobernadores y los intendentes peronistas querían sortearlas. El “kirchnerismo”, y particularmente Máximo Kirchner y La Cámpora en la provincia de Buenos Artes, defendían a ultranza su realización, como parte de su estrategia de copamiento de la estructura partidaria del peronismo bonaerense. Lo cierto es que los hechos revelaron que ninguna decisión sobre el tema podía adoptarse sin un acuerdo político con la oposición, lo que abrió una instancia de negociación política aún en curso.
Esa línea de acción de un oficialismo forzado a la negociación en relación al tema de la pandemia y del calendario electoral de este año pretende trasladarse también a las conversaciones con el Fondo Monetario Internacional.
A tal efecto, Máximo Kirchner busca ahora enhebrar un acuerdo con la oposición para consensuar un planteo conjunto para la refinanciación de la deuda con el organismo. Esta variante implicaría apagar los fuegos de artificios alrededor del pedido de investigación judicial contra Mauricio Macri y los funcionarios del anterior gobierno que tuvieron participación en la materialización del acuerdo suscripto dos años atrás.
La conclusión es más que evidente: mientras la pirotecnia retórica entre el oficialismo y la oposición, amplificada por una aparatosa coreografía periodística de ambos bandos, insiste en presentar un escenario de confrontación permanente, cada vez que es necesario pasar de las palabras a los hechos en la resolución de cuestiones candentes resulta imprescindible acordar. Mientras ese acuerdo expreso o tácito no se materializa, el resultado inevitable es el estancamiento y sus consecuencias.
Este escenario, que trasciende la coyuntura electoral, se proyecta sobre el futuro. Lo que verdaderamente está en juego es una reformulación del sistema de poder, orientada a alejar a las minorías facciones del núcleo de las decisiones para transformar esa cooperación caso por caso, surgida del estado de necesidad frente a las sucesivas emergencias de una situación crítica, en la definición de un rumbo estratégico que nos permita aprovechar intensivamente las condiciones favorables que plantea el nuevo contexto internacional.
Esto exige una encarar construcción política inspirada en el apotegma del Papa Francisco de que “la unidad es superior al conflicto”. La conversión de esa exigencia de cooperación en acción política efectiva es el desafío fundamental que afronta la Argentina de hoy.
(*) Fundación del Segundo Centenario.