Sobre esta premisa se construyó, dice, todo el edificio de los sistemas y procesos de recursos humanos. Se evalúa el potencial de una persona y se coloca esa calificación en una tabla con casilleros. Se supone, en casi todos los casos, que esa calificación es una medida válida del “potencial” de esa persona y con ella se puede decidir si se la promociona o no.
Lamentablemente, dice, estamos equivocados. El historial de investigación revela que todos somos irremediablemente poco confiables cuando evaluamos el desempeño de otra persona. El efecto que estropea nuestra capacidad para calificar a otros se llama “efecto idiosincrático de calificación” (EIC). El EIC dice que la calificación que hacemos del potencial de una persona está movida no por quién es la persona calificada sino por nuestras propias idiosincrasias, por cómo definimos nosotros “potencial”. Este efecto no cambia con muchas horas de capacitación. De manera que en promedio 61% de la calificación que damos a otra persona es reflejo de nosotros mismos.
O sea, que cuando uno califica a alguien o algo, la calificación revela al mundo mucho más sobre el que califica que sobre el calificado.
Sin embargo, seguimos creyendo que las personas son hábiles para calificar desempeño, potencial o competencias, y las usamos para decidir a quién se capacita en qué cosa, quién recibe la promoción para qué cargo o a quién se le paga más bono.
Todas estas decisiones se basan en la creencia que esas calificaciones reflejan fielmente a la gente calificada. Pero si por un momento pensáramos que esas evaluaciones podrían ser inválidas, todo eso – la forma en que capacitamos, pagamos, recompensamos a nuestro personal—se volvería dudoso.