Por Ricardo-María Jiménez-Yáñez y Joan Fontrodona Felip (*)
• “Llevamos la sostenibilidad en nuestro ADN”.
• “La sostenibilidad ha venido para quedarse”.
• “La gestión de los intangibles es estratégica para nuestra empresa”.
• “La descarbonización es un eje clave de nuestro negocio”.
• “Las alianzas estratégicas con nuestros proveedores nos permitirán reducir el impacto ambiental de nuestras operaciones”.
• “Nuestras actividades están alineadas con la taxonomía verde”.
Es posible que el lector haya escuchado alguna de estas expresiones relacionadas con la sostenibilidad. Y es posible –casi seguro– que la repetición y abuso de estas expresiones haya suscitado un cierto escepticismo entre la opinión pública, como se ha puesto de manifiesto en más de un comentario.
Es lo que se conoce por greenwashing, que podríamos traducir como “blanqueo ecológico”.
Discurso y realidad
Con motivo de una investigación sobre cómo los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) están influyendo en la configuración del discurso de los informes no financieros, nos preguntábamos por la aparición y recurrencia de los términos asociados con la sostenibilidad.
Aceptemos que en la mayoría de los casos estos discursos responden a una realidad y a un compromiso de las empresas por tomarse en serio estas cuestiones y responder así a una sensibilidad social creciente. Pero ¿cómo separar el grano de la paja? ¿Cómo no poner en un mismo saco a los que se lo creen con los que no se lo acaban de creer?
Una reciente propuesta de directiva europea quiere combatir el blanqueo ecológico al exigir que el uso de expresiones genéricas del tipo “respetuoso con el medio ambiente”, “eco”, “verde”, “climáticamente neutro”, “biodegradable”, “responsable” se limite a los casos en los que los datos medibles, fiables y comparables las avalen.
La ética de la retórica
Pero no conviene dejar toda la responsabilidad e iniciativa a las instituciones oficiales. También desde la empresa debe tomarse la iniciativa para combatir el greenwashing, y la mejor forma de hacerlo es asumir que no basta con emplear en el discurso términos del campo semántico de la sostenibilidad, sino que el lenguaje empleado debe corresponderse con la realidad para que resulte creíble.
En su libro sobre la Retórica (Libro I, capítulo II), Aristóteles menciona tres categorías que debe reunir un buen discurso: logos, pathos y ethos. Logos se centra en la argumentación empleada en el propio discurso para persuadir al oyente. Pathos remite a crear en el oyente un estado de ánimo, una disposición que le lleve a aceptar el contenido del discurso. Por último, ethos se refiere a la capacidad que tiene la persona que da el argumento para ser digna de crédito.
Si alguien no consigue generar confianza, difícilmente conseguirá emocionar a la audiencia o que se acepte su argumentación. La confianza se construye actuando con integridad a lo largo del tiempo, y se pierde cuando se percibe una falta de coherencia en la actuación.
Coherencia entre decir y hacer
La integridad es una categoría ética que implica una coherencia entre lo que se piensa, lo que se dice y lo que se hace, y entre estas tres acciones y la realidad. La verdad se manifiesta no sólo de palabra, sino también en las acciones. Se trata de decir las cosas como son (en palabras de Eugenio Coseriu), pero además de actuar en coherencia con ellas.
Es labor de cada empresa encontrar los términos y expresiones auténticos que reflejen su realidad. No se trata de injertar con poco criterio los ODS en la propia página web y en la publicidad institucional, sino de descubrir cómo se alinean con los propósitos y realidades de la empresa y de manifestarlos con claridad, sencillez y precisión.
El poeta Juan Ramón Jiménez nos señala el camino en su Poemario Eternidades: ¡Intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas!
Y si no seguimos ese itinerario, siempre nos quedará el último consejo de Wittgenstein en su Tractatus: “De lo que no se puede hablar, es mejor callarse”.
(*) Por Ricardo-María Jiménez-Yáñez es Profesor de la facultad de Humanidades, Universitat Internacional de Catalunya; y Joan Fontrodona Felip es Profesor de Etica Empresarial, IESE Business School (Universidad de Navarra).