Estos eventos nos recuerdan, de alguna manera, las dinámicas que se han observado en otros países como Birmania, donde las juntas militares controlan el gobierno.
Hasta la fecha se ha reportado que más de 30 civiles y un oficial de policía han sido asesinados, miles han sido agredidos, y hay cientos de ciudadanos desaparecidos.
Mientras los abusos por parte de la policía han llevado a protestas y disturbios en varias localidades del país, y los enfrentamientos con civiles continúan, estas tensiones y la inhabilidad del gobierno para sentarse a negociar con los protestantes pueden deslegitimar aún más al estado.
¿Fueron los impuestos la razón de las protestas?
Las protestas empezaron el 28 de abril como respuesta a una impopular reforma tributaria. Las movilizaciones fueron organizadas de manera colectiva por sindicatos de trabajadores, movimientos estudiantiles y organizaciones de la sociedad civil ante los incrementos en diferentes impuestos anunciados por el gobierno. Esta reforma hubiese sido la tercera reforma tributaria en los últimos tres años.
Aunque la reforma estaba inicialmente encaminada a incrementar los ingresos del estado para financiar políticas que pudiesen mitigar el impacto de la pandemia Covid-19, incluyendo la implementación de un “ingreso solidario”, incluía una propuesta para introducir un impuesto a la riqueza para contribuyentes con activos mayores de un millón de dólares, también incluía provisiones frente al incremento al número de productos sujetos al impuesto al valor agregado (IVA), así como impuestos a pensiones y una reducción en el mínimo monto desde el que los salarios son gravados.
El presidente Iván Duque eventualmente retiró la propuesta, pero la clara desconexión entre el gobierno y la población ya se había hecho manifiesta, no solo por la propuesta de reforma, sino también por los abusos por parte de policía de Colombia sobre la ciudadanía.
La llamada formulación “técnica” de la reforma tributaria no parecía tener presente la difícil situación de la mayor parte de la sociedad colombiana. Los cambios en el IVA, por ejemplo, afectaban a bienes esenciales de consumo y, por tanto, limitaban cualquier posibilidad de contar con apoyo popular a la propuesta. Pero otros elementos de la reforma beneficiaban al sector privado y a ciertos grupos económicos.
Debe señalarse que la propuesta presentada en el congreso incluía varias excepciones para proteger a las industrias más afectadas por la pandemia. Sin embargo, también incluía elementos que beneficiaban a los sectores más ricos del país. Además, parte de los ingresos tributarios hubiesen sido destinados a la compra de arsenal militar, en un país donde la población venía denunciando el uso excesivo de la fuerza por parte de los militares y los cuerpos policiales.
3,6 millones de pobres más por la pandemia
Por tanto, mientras algunos elementos de la reforma hubiesen tenido efectos positivos para algunos grupos, el incremento del IVA evidenciaba la desconexión del gobierno frente a un importante segmento de la población en situación de pobreza o en riesgo de pobreza como resultado de la pandemia. Se estima que al menos 3,6 millones de personas han caído en pobreza debido a la Covid-19 en el último año.
En un país en el que el empleo en el sector informal alcanza más de la mitad de la fuerza laboral, y la mayoría de trabajadores no cuenta con ingresos estables o acceso asegurado a seguridad social y otros derechos laborales, el anuncio de un incremento en los impuestos que afectaría su consumo fue obviamente recibido con descontento.
Aunque el incremento del IVA podía ser eventualmente recuperado como crédito tributario para los ciudadanos de ingresos más bajos, los altos niveles de informalidad hacen que este mecanismo de compensación sea disfuncional. El efecto inmediato hubiese sido una reducción en el ingreso disponible de trabajadores en la informalidad, quienes contribuyen al sistema tributario de manera significativa a través de impuestos indirectos.
La reacción distante del Gobierno nos recuerda a una versión contemporánea de María Antonieta. Como respuesta a movilizaciones previas también caracterizadas por la muerte de civiles, el Gobierno había optado por responder con políticas clientelistas como, por ejemplo, crear una especie de “amnistía tributaria” por la que la gente podría aprovechar tres días de compras sin pagar IVA. Este tipo de propuestas y el general silencio ante las muertes de civiles en manos de la policía han profundizado el descontento de la población.
El enfoque distante del Gobierno actual no logra reconocer las experiencias vividas por aquellas personas que luchan por sobrevivir en condiciones de vulnerabilidad. Sin embargo, estas respuestas displicentes y la marcada brecha entre las élites del poder y la ciudadanía ilustran y hacen explícito, para bien o mal, lo que el Gobierno actual considera la relación deseada entre el estado y la sociedad.
Las movilizaciones como respuesta a los acuerdos de paz firmados en 2016
Las protestas no son un fenómeno nuevo: habían ganado fuerza tras la firma de los acuerdos de paz en 2016 entre el Estado colombiano y las FARC-EP. Las movilizaciones, por tanto, expresan diversos clamores que permanecen inadvertidos por el estado en los últimos años, incluyendo la violencia perdurable contra activistas y líderes sociales, las demandas por una reforma del Estado, y el silencio del Gobierno frente a la crecida violencia contra grupos ciudadanos no armados perpetuada tanto por actores estatales como no estatales.
El Gobierno colombiano ha optado por no denunciar la violencia contra civiles ni responder a las demandas de la ciudadanía. Por el contrario, se ha anclado en versiones de narrativas usadas durante la Guerra Fría, haciendo uso de teorías de conspiración que han sido popularizadas por políticos radicales.
Las protestas en Colombia se deben situar también como una respuesta a los altos niveles de desigualdad. La inequidad que la población experimenta y rechaza es resultado de decisiones de políticas públicas que han incrementado la vulnerabilidad y han llevado a una pérdida de confianza hacia la clase política y las instituciones.
Las protestas, además, tienen lugar durante la segunda fase de la pandemia. En Bogotá, la capital, menos del 6% de unidades de cuidado intensivo están disponibles. La sociedad colombiana está expresando su descontento e indignación ante las injusticias sociales, a pesar de los riesgos en los que incurren al movilizarse en estas circunstancias.
Deslegitimando el Estado desde dentro
Es poco probable que los gobiernos de la región hubiesen estado suficientemente preparados para responder a las necesidades crecientes y los efectos multidimensionales resultantes de la pandemia Covid-19.
Los altos niveles de vulnerabilidad entre grupos de ingresos bajos y medios, con una gran proporción de la población sin la capacidad de solventar la pérdida de ingresos resultado de la cuarentena, pero no lo suficientemente pobre como para recibir asistencia social, ha resaltado la precariedad en la que se encuentra ese grupo social tan difícil de alcanzar con mecanismos de protección social.
Las instituciones públicas que podían haber coordinado acciones colectivas en la región habían sido debilitadas por décadas, resultando en una respuesta altamente privatizada y fragmentada a la pandemia. Muchas personas se deben valer por sí solas. Es, por tanto, poco sorprendente que las poblaciones con menores ingresos sean las más afectadas por la pandemia.
El Estado colombiano no había sido capaz de responder a las demandas por remediar la creciente inequidad, la cual fue exacerbada por la pandemia. La legitimidad de un orden social es relacional y depende de la capacidad del Estado de responder a las demandas de la ciudadanía. El Gobierno permanece distante y desconectado de las necesidades de varios segmentos de la población y se muestra incapaz de entender por qué se movilizan diversos grupos ni cuáles son sus demandas. La actitud displicente se evidencia en la negación de los reclamos populares, el rechazo a sus demandas y la estigmatización de las personas que protestan.
El gobierno actual ha fallado, de manera continua, en su tarea de denunciar los abusos de las fuerzas policiales contra civiles, incluso ante la presión de organizaciones internacionales como Naciones Unidas o Amnistía Internacional. Estas acciones, de hecho, amplifican las protestas y pueden llevar a encuentros cada vez más violentos entre la policía y civiles. Contrario a una lógica de reflexión y reconocimiento de los abusos de poder y excesivo uso de violencia que se esperaría ante tales presiones, el Gobierno ha decidido desplegar un discurso de “fuerza” mas que reconocer los abusos de la policía sobre ciudadanos indefensos.
Esto ilustra la ausencia de canales a través de los cuáles la ciudadanía pueda exigir transparencia y responsabilidad de su Gobierno. Parecería que, en las mentes de las élites gobernantes, el consentimiento silencioso es preferido a la protesta pacífica, y la sumisión es preferida a la participación, incluso si tal obediencia popular es el resultado del uso de la fuerza. Sin embargo, apelar a la legitimidad del Estado a través del monopolio de la fuerza no es suficiente.
Por lo contrario, lo que se observa en Colombia es parte de una tendencia preocupante que se ha notado en otras latitudes y que señala la erosión de la democracia participativa. En contextos cada vez más fragmentados, la legitimidad podría más bien plantearse como el respeto y observancia de los contratos sociales, así como la garantía de participación política.
Colombia es un país donde las élites en el gobierno han temido a las movilizaciones sociales en el curso de su historia, incluso cuando éstas se llevan a cabo de manera pacífica. Tal miedo cierra las avenidas de representación y participación, llevando a un escalamiento de la violencia, incluyendo violencia armada de la cual el país aún carga profundas heridas. El Gobierno actual está repitiendo errores del pasado, no solo al estigmatizar a las personas que protestan, sino también al no implementar los acuerdos de paz firmados en 2016.
Esta pérdida de legitimidad acarrea grandes riesgos para Colombia. Puede ayudar a legitimar la intensificación de la violencia contra las fuerzas policiales, favorece la continuación de la violencia hacia civiles por parte de fuerzas estatales, y potencialmente puede de facilitar la absorción de civiles dentro de los grupos no-estatales armados que aún existen en el país.
Estos riesgos pueden transformarse en una oportunidad para las élites no interesados en ampliar los espacios democráticos que, a la luz de la caída de su apoyo político y el incremento de demandas por mayor representación y participación, puedan revivir la narrativa contra-insurgente usada para justificar el cierre de las rutas democráticas en décadas pasadas. Mientras gobiernen los intereses de élites poco interesadas en la democracia, y no de la población, no existirá quién asuma responsabilidad por las acciones del Gobierno y sus consecuencias.
(*) Fabio Andrés Díaz Pabón, del African Centre of Excellence for Inequality Research (ACEIR), University of Cape Town; y Maria Gabriela Palacio Ludena, Assistant Professor in Modern Latin American History, Leiden University