lunes, 25 de noviembre de 2024

La simplificación de la mujer en el escenario de la guerra

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Ni negociadoras, ni mediadoras, ni firmantes de nada.

Hay ocasiones en las que, contra toda lógica, cuanta más información se produce y se emite sobre un determinado acontecimiento, menos luce la gama de grises que lo envuelve y más se oscurecen las zonas de penumbra con las que inicialmente se presentó.

Por Ana María Jara Gómez (*)

No es casual. En tiempos de pensamiento débil, dogmatismo y dominio de la postverdad, las cosas son exclusivamente lo que parecen, las emociones sustituyen la racionalidad y los únicos colores perceptibles con nitidez son los de las banderas.

El relato de una guerra, por ejemplo, se construye antes de que suene el primer disparo y el desarrollo de las operaciones bélicas debe ajustarse a las exigencias de un guión preestablecido y de los actores elegidos para interpretarlo.

Aceptando la distinta densidad moral de víctimas y verdugos, no siempre es fácil asignar con acierto el rol convencional de vencedores, ni parece aceptable admitir que todas las víctimas lo son en igual medida.

Cosificación de la mujer en la guerra

Un superficial vistazo a la extensa literatura sobre las últimas guerras avala la tesis de la específica posición de la mujer en los escenarios bélicos, su cosificación, su salvaje instrumentalización y su sistemática desconsideración omisiva en los tribunales y en los análisis postconflicto.

Las mujeres que hoy están envueltas en la invasión rusa de Ucrania eran, hace apenas unos días, periodistasprofesorascantantesfuncionariasministrasbailarinas, amas de casa, youtubers, más o menos creyentes. Eran lectoras, feministas, cinéfilas, veganas; cosmopolitas unas, hippies otras, ruralesurbanitas o punkis, pobres o adineradas, con orientaciones sexuales diferentes.

Muchas eran estudiantes de las que hacen preguntas o atienden en silencio, más o menos ingenuas, políticamente conservadoras o progresistas.

Eran mujeres con una identidad determinada y plena, compuesta de muchos elementos vitales, proyectos y sueños cumplidos o en ejecución que han quedado temporalmente suspendidos y quién sabe si total e irremediablemente perdidos.

Cada identidad individual nos aleja del relato colectivo, pero la guerra concede el alarde de simplificación que permite distinguir entre las mujeres que se marchan de Ucrania y las mujeres que se quedan.

Mientras lo logrado se tiene que abandonar, lo nuevo se abre paso: el miedo, el trauma, la pérdida, en algunos casos será el horror en forma de violaciones continuadas, prostitución forzada o abusos de toda clase. El tiempo que va pasando aleja la posibilidad de que vuelvan a ser lo que fueron.

Las mujeres que se marchan para salvar a sus hijos pronto se darán cuenta de qué supone ser una refugiada en Europa. En muchos casos, la guerra matará a otros: sus hijos, sus maridos, sus padres y madres. Las que se quedan, ya privadas de sus trabajos, sus casas, sus amigos y familias, ven acercarse la tortura y la muerte.

Ni negociadoras, ni mediadoras, ni firmantes de nada

Ante nuestros ojos aparecen víctimas, algunas de las cuales serán sometidas a sufrimientos específicos de su género, como ya ocurrió en tantos conflictos en el pasado. Otros relatos y documentos deberían tener cabida donde las voces femeninas no se diluyan en el ámbito pretendidamente masculino de lo político-jurídico.

¿A nadie ha llamado la atención la práctica ausencia de mujeres en las mesas de negociación previas al conflicto, en toda aquella profusa “vía diplomática”, en los actuales intentos de negociar las treguas, por ninguna de las partes? Ni negociadoras, ni mediadoras, ni firmantes.

La posguerra, y las penurias que conlleva, permitirá tal vez ver a las supervivientes sin reducirlas a víctimas, construyendo en el centro de la destrucción. En Kosovo, donde se ignoraron también las resoluciones de la ONU sobre mujer, paz y seguridad, existen grupos de mujeres que luchan contra la supresión de las voces femeninas. Un referente de enorme relevancia es la Women’s Peace Coalition, que atraviesa todas las barreras y divisiones estatales, nacionales y étnicas.

Las mujeres que forman parte de ella, albanokosovares y serbias, hacen algo que nadie más en sus países ha sido capaz de hacer hasta el momento: trabajan juntas. Incluso en la aldea kosovar que sufrió una de las masacres más horrendas en 1999, en la que murieron casi todos los hombres, y en un país en el que menos del 10 % de las mujeres son la principal fuente de ingresos de sus familias, una mujer pasó de vender adobos por las ferias a convertirse en la cabeza de una próspera cooperativa agrícola, gestionada completamente por mujeres.

No deja de ser desalentador que las mujeres ucranianas puedan repetir hoy lo que Hannah Arendt escribió en 1943:

“Perdimos nuestro hogar, es decir, la cotidianeidad de nuestra vida familiar. Perdimos nuestra ocupación, es decir, la confianza de ser útiles en este mundo. Perdimos nuestra lengua, es decir, la naturalidad de las reacciones, la simplicidad de los gestos, la sencilla expresión de los sentimientos… Nos hemos convertido en testigos y víctimas de terrores peores que la muerte”.

Todo ello, en medio del silencio jurídico y la desconsideración política reinantes ante la situación –una verdad de hecho– de las mujeres en guerra. Lamentablemente, cada día estamos más cerca de confirmar la sospecha de la propia Arendt de que “el compromiso con la verdad de hecho es una actitud antipolítica”.

Quizá por eso resulte inaplazable encaminar nuestras fuerzas a evitar el juego de las emociones, encarando una reflexión rigurosa y exigente sobre la situación de la mujer en el escenario de la guerra. Quizá por eso hayamos de intensificar la lucha contra el engaño y la mentira en política. Quizá por eso es urgente de combatir la simplicidad de la propaganda en la guerra, apostando eficazmente por una prensa libre y no corrompida. Quizá por eso, y sobre todo por eso, resulte obligado un firme compromiso ético frente a la expansión del autoengaño.

(*) Profesora de Filosofía del Derecho, Universidad de Jaén.

 

 

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