viernes, 22 de noviembre de 2024

Cambios en las preferencias alimentarias durante la vida

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Jordi Pich Solé, profesor de psicología, analiza acá las motivaciones de nuestras elecciones alimentarias.

Imagínese por un momento sirviéndole por primera vez a su hijo de cinco años una tortilla de berenjenas a la hora de comer. Todos pensaremos en la cara con la que reaccionaría. Ahora imagínese que es su sobrina de 19 años la que viene a casa a comer. ¿Le pondría ese mismo plato? Seguramente sí.

Pero esta vez sin miedo a tener que llevarlo de vuelta a la cocina. Pero, ¿por qué? ¿A qué se debe tanto cambio en los gustos alimentarios con el paso de los años?

Empecemos por aclarar que, según Josep Pla, “no hay dos personas iguales, y menos tratándose de sensaciones. Solo hay que observar lo que la gente come, las cosas que le gustan, para constatar que los hombres y las mujeres son un puro misterio”. Un misterio que estimuló la consolidación de la psicología de la alimentación, que explora las motivaciones de nuestras elecciones alimentarias.

Nuestra biología de criaturas omnívoras condiciona nuestro comportamiento alimentario. Nos obliga a buscar nutrientes en todo tipo de productos comestibles, a la vez que nos expone a que cualquier novedad apetecible pueda intoxicarnos fatalmente.

Se trata de la “paradoja del omnívoro”, por la cual, al igual que la rata, nunca comemos nada que no hayamos visto comer antes a un semejante.

Esta interacción biocultural explica también el frecuente rechazo de los más pequeños hacia un alimento nuevo, como la exquisita tortilla de berenjenas.

Definimos este comportamiento como “neofobia alimentaria”, fácil de diagnosticar.

Pero que no cunda el pánico. Esta etapa declina a partir de los 6 o 7 años en la mayoría de los sujetos.

De dónde provienen los antojos

De vuelta al patrimonio biológico, debemos saber que nuestras preferencias se inician en las lecturas hipotalámicas de nutrientes. Es decir, de un complejo sistema de control homeostático y de memoria de alimentos anteriormente consumidos.

A él debemos, por ejemplo, la súbita apetencia por un alimento rico en un nutriente que llevamos demasiado tiempo sin ingerir. También explica algunos antojos de embarazadas o la urgencia por un refresco azucarado ante un bajón de glucosa que ignoramos tener.

Finalmente, condición omnívora y neofobia se complementan en la aversión condicionada al sabor. Con este mecanismo experimentamos asco hacia un alimento que nos gustaba pero que, en un determinado momento, se asoció a un atragantamiento, por ejemplo.

 Preferencias alimentarias

Si bien nuestra necesidad de nutrientes debe conjugarse con la aceptación infantil de los primeros alimentos sólidos, detrás de nuestro menú adulto diario hay un largo recorrido psicológico.

En efecto, la elección de los alimentos está orientada no solo por motivaciones conscientes (placer, salud, precio…), sino también por factores inconscientes, de raíz biológica, social, cultural y emocional.

Igual que nuestros genes codifican una gramática universal transformándola en nuestra lengua materna, contienen también una apetencia por lo dulce y lo graso (como la leche materna).

Pronto surge un creciente interés por el gusto salado, menor por lo ácido, así como por los alimentos con aromas (sabores) y texturas suaves.

Tras ese primer aprendizaje gustativo, irrumpe el deseo infantil por alimentos ricos en hidratos de carbono y proteínas, tal y como se observó en una investigación realizada por los autores de este artículo.

En otra investigación de la Universidad de Baleares se estudió en la población adolescente la aceptación de los alimentos más habituales en nuestro contexto alimentario.

A nadie sorprenderá que sus alimentos preferidos sean, por este orden, pasta, patatas fritas, pizza, frutas, pollo, lomo y helados. Y los que menos gustan sean vísceras, coliflor, anchoas, judías verdes, espinacas y salmón. Las mayores repugnancias, también por orden, son algunas verduras (especialmente espinacas), lentejas, pescado, purés, col, garbanzos, cebolla e hígado.

Ahora bien, los sujetos del estudio relataron notables cambios en sus apetencias entre los 11 y los 18 años. Así, aumenta la aceptación de sensaciones ácidas, picantes o, incluso, algo amargas. Ello depende de la densidad de corpúsculos gustativos. Es decir, los sujetos con mayor concentración (“supergustadores”) rechazan el menor signo de acidez o amargor.

También hay un incremento general del aprecio por alimentos de sabor intenso, como el ajo y cebolla. Y, afortunadamente, más de la mitad de los sujetos declararon la irrupción de una apetencia por muchas verduras, legumbres y pescado.

 ¿Hay presión social en nuestros platos?

El sistema agroalimentario actual pone a nuestra disposición una ingente variedad de productos alimentarios, novedosos o convencionales, procedentes de cualquier parte del mundo y a precios asequibles para la mayoría.

Pero un sistema que ya produce alimentos que podrían alimentar a toda la población mundial no puede ser la “bestia negra” que dibujan algunos movimientos alternativos. Tampoco es correcto hacer al sujeto único responsable de sus malas elecciones, como asumen algunos responsables de la salud pública.

De esta amplia oferta de la industria, también surge el rechazo a “lo industrial”, “lo procesado” o a la “comida basura”, mientras revalorizamos lo “natural”. Vemos también florecer identidades alimentarias como el vegetarianismo, mientras muchos consumidores están más atentos a la oferta de alimentos ecológicos. E, incluso, una minoría creciente adopta la disciplina vegana, cargada de ideología.

En cualquier caso, haría falta contrarrestar la presión consumista con una activa formación desde la etapa escolar. Debemos aprender a conjugar la racionalidad y el placer, así como a integrar nuestras conveniencias con los mejores modelos alimentarios.

Los niños y adolescentes de nuestros estudios de hace más de una década tenían ya un notable conocimiento sobre qué y cómo debemos elaborar nuestra dieta. Un saber que debe prolongarse en la población adulta con el fomento de una renovada moralidad alimentaria.

Moralidad que, como la sexual, ha estado presente en todas las épocas y culturas, pero que hoy se ve estimulada como reacción coherente al despilfarro y otras aberraciones productivas y consumistas del actual sistema agroalimentario globalizado.

En el fondo, la gastronómica y la erótica son definitorios de nuestra especie, expresiones de un hedonismo siempre atento a incrementar el placer, ya sea en la mesa o en la cama.

(*) Profesor de Psicología, Universitat de les Illes Balears. En la elaboración de este artículo ha colaborado Silvia Domingo, graduada en Psicología y con un postgrado en alimentación infantil.

 

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