Ahora que el neokeynesianismo está de moda es inevitable recordar a John Kenneth Galbraith. Economista, diplomático e iconoclasta. Vivió la mayor parte de sus 97 años reclamando a los gobiernos que protejan a los pobres de los excesos del capitalismo. Su actividad política estuvo ligada a las administraciones demócratas. Fue uno de los primeros y más persistentes opositores a la guerra en Vietnam y mucho antes de que ocurriera el colapso de Enron y los escándalos empresariales que siguieron, denunciaba el descontrolado poder de las empresas. Este canadiense por nacimiento y estadounidense por elección, fue además un personaje de las élites políticas y sociales de Estados Unidos, asesor de gobiernos y persuasivo difusor de las ideas del economista británico John Maynard Keynes.<br />
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Durante la Segunda Guerra Mundial fue subdirector de la Oficina de Administración de Precios, donde defendió e impuso el control permanente de precios en el gobierno de Franklin D. Roosevelt. <br />
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Keynesiano y liberal, advertía incansablemente sobre los peligros de la inequidad económica insistiendo en lo que constituye el núcleo mismo del liberalismo: que al gobierno le corresponde un papel central en la resolución de los problemas sociales. Desde su cátedra en Harvard, dijo una vez a sus estudiantes: “Si no podemos dar comodidad a los afligidos, entonces aflijamos a los cómodos”.<br />
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En su obra La sociedad opulenta, una teoría económica publicada en 1958 que lo proyectó al candelero internacional, explicaba claramente el eje de su pensamiento: “Mientras Estados Unidos genera riqueza privada, no atiende debidamente necesidades públicas, como educación y caminos”. “Se derrochan demasiados recursos de la sociedad en bienes de consumo innecesarios a expensas del mejoramiento de la sociedad”. “El país se ha vuelto rico en bienes de consumo y pobre en servicios sociales”. Fue en ese libro, que vendió más de un millón de ejemplares, donde acuñó la frase “la sabiduría convencional”.<br />
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Las ideas que dominaron su pensamiento a lo largo de su vida fueron rechazo a la sociedad de consumo, defensa de la intervención del Estado en la economía y necesidad de humanizar el medio socioeconómico. También respaldó una jornada de trabajo semanal inferior a 40 horas y apoyó el movimiento feminista y la formación de un consejo internacional para ayudar a las víctimas de los desastres causados por la humanidad.<br />
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Su prosa conquistaba admiradores en los niveles más altos del gobierno estadounidense. Cuando fue embajador en la India, parece que Kennedy disfrutaba tanto de sus escritos que pidió ver todos sus cables, “estuvieran o no dirigidos al Presidente”. <br />
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En su último libro, La economía del fraude inocente (2004), dijo que en la principal institución del capitalismo contemporáneo –la empresa– los que mandan son los directivos. Aunque teóricamente ellos son los depositarios de la confianza de los dueños auténticos –los accionistas– en la realidad han adquirido vida propia: toman decisiones y arriesgan a todo o nada porque en rigor nada de lo que está en juego es suyo. Entonces, concluyó desde su vejez, “ya no es correcto definir al capitalismo en que vivimos como una economía de mercado. Las corporaciones fijan precios, crean demanda, recurren al monopolio, al oligopolio, a las técnicas de diseño y diferenciación del producto, a la publicidad y en especial, al engaño y al fraude para promover la inversión, las ventas y el comercio. En estas circunstancias, el consumidor no es soberano”. <br />
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Fue, hasta el 29 de abril de 2006 en que murió, un ferviente trabajador. Se internaba durante los meses de invierno en su residencia vacacional en las montañas de Vermont para no hacer otra cosa que escribir. En su oficina en Harvard su secretaria advertía a todos los que querían contactarlo que –“so pena de muerte”– lo llamaran solamente entre las doce del mediodía y la una de la tarde, cuando hacía una pausa para almorzar.
El economista que se mofaba de la economía
Fue el pensador más original durante el último medio siglo. Asesoró a presidentes Demócratas desde Franklin D. Roosevelt hasta Lyndon Johnson. Solía decir que la única función de los pronósticos económicos es lograr que la astrología parezca respetable. Y también que la economía es sumamente útil como una forma de dar empleo a los economistas.