sábado, 21 de diciembre de 2024

Transgénicos: Washington y Bruselas se van a los extremos

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Por un lado, los transgénicos siguen en fase experimental y no involucran negocios masivos en escala global. Por el otro, no han probado ser riesgosos para los consumidores; aunque sí para el suelo, cuando se los cultiva por siembra directa.

En la actual etapa, las mayores divergencias sobre organismos genéticamente modificados (OGM) se dan entre Estados Unidos y la Unión Europea. Quienes reivindican los cultivos a partir de OGM observan que son seguros, eventualmente abaratarán los precios de alimentos derivados y –salvo cuando se abusa de la “siembra directa”- no perjudican los ecosistemas. Por el contrario, los opositores más principistas insisten en que son peligrosos e innecesarios.

Por supuesto, ambos extremos responden a intereses no científicos y, en general, reflejan dos guerras comerciales de larga data. Una, entre EE.UU. (hoy junto a Canadá y Méjico, vía Tratado Norteamericano de Libre Comercio, TNLC) y la UE. Otra, entre las economías centrales (UE, EE.UU., Japón) y el resto del mundo, en torno de subsidios agrícolas.

Técnicamente, la postura norteamericana es correcta, dictaminó hace pocos días un panel británico: no existen evidencias de que los cultivos comerciales basados en OGM sean más riesgosos para la salud que los orgánicos. En cuanto a la siembra directa (método que acaba con la vida vegetal y animal antes de cultivar, aplicado a la soya en países periféricos; por ejemplo, Argentina), puede arrasar suelos, pero no torna peligroso el producto en sí.

Ese mismo grupo estima, empero, que los OGM pueden tener efectos diferentes –buenos o malos-, si bien fuera de áreas donde los transgénicos ya se han afincado (EE.UU., China, Latinoamérica). Dicho de otro modo, la UE tiene derecho a ensayar durante un lapso razonable, antes de aprobar sus propios transgénicos. Pero hay un problema regional: “la campaña verde y el negocio de los productos llamados orgánicos han generado miedo y fobias entre los consumidores europeos”. En este plano, el panel apoya el cese de la moratoria sobre transgénicos aprobados en sus países de origen –siempre y cuando se trate de gobiernos serios- y el etiquetamiento de productos con más de 0,9% de OGM. “A la larga, el público advertirá que esos alimentos no son peligrosos y muchos son más baratos”. De hecho, el alza general de precios en Francia e Italia comienza a tener ese efecto en la gente.

Si bien el etiquetamiento es un paso adelante respecto de la veda, EE.UU. opondrá esta semana un recurso ante la Organización Mundial de Comercio. No contra la norma en sí, sino contra sus alcances: éstos abarcan “ingredientes cuyas bases que contengan OGM; pero tan refinados como aceites y azúcares, donde ya no pueden detectarse rastros de modificación genética”. Sin embargo, Washington mismo está definiendo pautas para identificar el origen de componentes. ¿Por qué? Simple, para reducir el mínimo posible riesgos de atentados y sabotajes químicos, por parte de terroristas, a la producción y las reservas alimentarias.

En síntesis, el panel londinense cree que “estamos ante una batalla por algo de alcances todavía modestos. Parece ingenuo sostener que los OGM puedan erradicar el hambre, porque la miseria rural en el mundo subdesarrollado es un problema más antiguo y complejo. Ante todo, es preciso que los países centrales dejen de subsidiar a sus propios agricultores”. Aun así, “las polémicas en torno de OGM son muy útiles. Sin ellas, los métodos para regular la producción y el comercio de alimentos no habrían ingresado al siglo XXI”.

En la actual etapa, las mayores divergencias sobre organismos genéticamente modificados (OGM) se dan entre Estados Unidos y la Unión Europea. Quienes reivindican los cultivos a partir de OGM observan que son seguros, eventualmente abaratarán los precios de alimentos derivados y –salvo cuando se abusa de la “siembra directa”- no perjudican los ecosistemas. Por el contrario, los opositores más principistas insisten en que son peligrosos e innecesarios.

Por supuesto, ambos extremos responden a intereses no científicos y, en general, reflejan dos guerras comerciales de larga data. Una, entre EE.UU. (hoy junto a Canadá y Méjico, vía Tratado Norteamericano de Libre Comercio, TNLC) y la UE. Otra, entre las economías centrales (UE, EE.UU., Japón) y el resto del mundo, en torno de subsidios agrícolas.

Técnicamente, la postura norteamericana es correcta, dictaminó hace pocos días un panel británico: no existen evidencias de que los cultivos comerciales basados en OGM sean más riesgosos para la salud que los orgánicos. En cuanto a la siembra directa (método que acaba con la vida vegetal y animal antes de cultivar, aplicado a la soya en países periféricos; por ejemplo, Argentina), puede arrasar suelos, pero no torna peligroso el producto en sí.

Ese mismo grupo estima, empero, que los OGM pueden tener efectos diferentes –buenos o malos-, si bien fuera de áreas donde los transgénicos ya se han afincado (EE.UU., China, Latinoamérica). Dicho de otro modo, la UE tiene derecho a ensayar durante un lapso razonable, antes de aprobar sus propios transgénicos. Pero hay un problema regional: “la campaña verde y el negocio de los productos llamados orgánicos han generado miedo y fobias entre los consumidores europeos”. En este plano, el panel apoya el cese de la moratoria sobre transgénicos aprobados en sus países de origen –siempre y cuando se trate de gobiernos serios- y el etiquetamiento de productos con más de 0,9% de OGM. “A la larga, el público advertirá que esos alimentos no son peligrosos y muchos son más baratos”. De hecho, el alza general de precios en Francia e Italia comienza a tener ese efecto en la gente.

Si bien el etiquetamiento es un paso adelante respecto de la veda, EE.UU. opondrá esta semana un recurso ante la Organización Mundial de Comercio. No contra la norma en sí, sino contra sus alcances: éstos abarcan “ingredientes cuyas bases que contengan OGM; pero tan refinados como aceites y azúcares, donde ya no pueden detectarse rastros de modificación genética”. Sin embargo, Washington mismo está definiendo pautas para identificar el origen de componentes. ¿Por qué? Simple, para reducir el mínimo posible riesgos de atentados y sabotajes químicos, por parte de terroristas, a la producción y las reservas alimentarias.

En síntesis, el panel londinense cree que “estamos ante una batalla por algo de alcances todavía modestos. Parece ingenuo sostener que los OGM puedan erradicar el hambre, porque la miseria rural en el mundo subdesarrollado es un problema más antiguo y complejo. Ante todo, es preciso que los países centrales dejen de subsidiar a sus propios agricultores”. Aun así, “las polémicas en torno de OGM son muy útiles. Sin ellas, los métodos para regular la producción y el comercio de alimentos no habrían ingresado al siglo XXI”.

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