Según datos que surgen del Trancik Lab del MIT, un Tesla Modelo SP100D sedán no tiene las características ambientales que dicen que tiene. Produce 226 gramos de dióxido de carbono por kilómetro en su ciclo de vida contra 192 de un Mitsubishi Mirage, naftero.
El estudio del MIT confirma otro de la Universidad Noruega de Ciencia y Tecnología del año pasado, que decía que los autos eléctricos grandes pueden generar emisiones más altas que los convencionales chicos.
Las comparaciones no se proponen defender una tecnología frente a la otra sino descalificar el argumento de la “contaminación cero”. Los gobiernos están orientando sus políticas hacia una nueva era de autos eléctricos pero ni Estados Unidos, ni Europa ni China están diseñando sistemas regulatorios capaces de diferenciar entre vehículos eléctricos y juzgar sus méritos ambientales.
Esta semana Bruselas propuso nuevas reglas para fomentar la fabricación de vehículos eléctricos y amenazó con penar financieramente a las automotrices que no reduzcan 30% las emisiones de los caños de escape entre 2020 y 2030. Pero todavía no hay planes para analizar toda la vida del vehículo para verificar los méritos de los vehículos eléctricos. Tampoco se habla de eso.
Los estudios del ciclo de vida de un vehículo muestran que la idea de “emisiones cero” induce a error, al menos por ahora. El impacto ambiental no es cero porque la fabricación de baterías de litio-ion consume mucha energía, y lo mismo la recarga.
Según la Union of Concerned Scientists, el auto eléctrico promedio en Estados Unidos genera menos de la mitad de las emisiones de carbono que el auto convencional en toda su vida útil.
Pero hace falta regulación que diferencie entre autos eléctricos alienta a los fabricantes a vender autos con baterías grandes que den mayor autonomía de manejo. Eso suena fantástico pero se da de patadas con la imagen verde que se vende, dada la cantidad de litio y cobalto que se usa en esas baterías.