Massa, juzgado por resultados en los temas que son prioritarios

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El poder de veto de la vicepresidenta y la (magra) capacidad de movimiento de Alberto Fernández (el remanente de autoridad presidencial que ha sobrevivido a su vaciamiento) pueden impedir algunas cosas pero no alcanzan para subordinar la realidad.

Por Jorge Raventos

El primer fin de semana de julio, en pleno alboroto suscitado por la inopinada renuncia de Martín Guzmán se abrió la posibilidad de una terapia de emergencia para cerrar la hemorragia financiera y de gobernabilidad causada por el vacío de poder empoderando a Sergio Massa en condición de superjefe de un gabinete reestructurado y con control directo de toda la botonera de mandos, en especial los económicos.
Pero el binomio CFK-Alberto Fernández decidió, en cambio, aplicar el método Bartleby (“Preferiría no hacerlo”), limitarse a reemplazar el fusible caído y convocar para ello a la decidida, competente y valerosa Silvina Batakis.
Pero ése era un procedimiento insuficiente e inadecuado para cerrar las heridas, que no se cerraron con ese procedimiento.
El lunes 4 de julio, fecha en que Batakis tomó la brasa ardiente del ministerio que legó Guzmán, la cotización del dólar blue era de $ 245.  17 días más tarde, en vísperas del viaje de la ministra a Washington, la cifra saltó a 338 pesos, un incremento de 38%.
Ese mercado paralelo (minúsculo por las cifras que opera, pero muy potente por los procesos que desencadena) no era una señal aislada: conjuntamente caía el valor de los bonos emitidos por el país, subía el índice de riesgo y se sumaban malas noticias desde el frente de los precios domésticos.
El problema no residía en Batakis, sino en que la sociedad y los mercados habían perdido la confianza, no en una funcionaria (que al fin de cuentas recién llegaba a su cargo), sino en el gobierno que debía sostenerla y que, en cambio, no dejaba de exhibir su impotencia, su inmovilidad, sus tensiones intestinas, su disgregación y su desconcierto.

El vértigo de esas semanas reflejaba el vacío de poder expresado por una presidencia sin atributos, una vicepresidenta con más influencia que el titular del Ejecutivo (y a menudo en un sentido contrapuesto), pero cuyas prerrogativas institucionales no autorizan que ejerza la autoridad máxima (salvo en caso de licencia, viaje, renuncia o muerte del Presidente) y cuyas
capacidades políticas están  fuertemente limitadas por la resistencia que despierta en la opinión pública en general (sin excluir a buena parte de la opinión pública peronista).
Alberto Fernández, el titular del Poder Ejecutivo,  malgastó durante dos largos años el capital de autoridad asociado histórica e institucionalmente a la figura presidencial, amagó sin convicción un ejercicio autónomo de sus atribuciones, la composición de una fuerza interna que le diera consistencia y estructura territorial (sindicatos, movimientos sociales, gobernadores, intendentes) y el tendido de puentes hacia sectores dialoguistas de otras fuerzas políticas para capitular, una y otra vez, ante el embate de las corrientes más intolerantes de
su coalición, encarnadas fundamentalmente por la vicepresidenta.
Durante cierto tiempo sus reincidentes repliegues quisieron ser leídos como expresiones de tiempismo, como paciencia estratégica, como la espera del momento más oportuno para emanciparse, pero después de agotar ese recurso durante más de la mitad de lo que abarcaría su período, el resultado fue una supeditación creciente y un despiste que suscitaron la decepción de la mayoría de quienes querían tomarlo como punto de referencia para orientar y ordenar al gobierno y al oficialismo.
Muchos culpan a la vicepresidenta por ese deterioro, pero hay que subrayar lo que María Elena Walsh llamó en un poema “complicidad de la víctima” (“…dormí con la conciencia/ engrillada pero limpia/ ¿Qué culpa tiene una sombra?v/ Quise investirme de prestigio ajeno/ y el sometimiento era vínculo/ me contagiaba un solemne resplandor…”).
El relevo de Batakis en medio de sus negociaciones en Washington con el vértice del FMI, con funcionarios de la administración Biden y con líderes de firmas inversoras fue una muestra redundante de aquella disgregación pero también un intento apremiado por rectificar el paso en falso.
Mientras Batakis se encontraba en Washington y los índices y las cotizaciones hacían resonar  sus alarmas, Jorge Pablo Brito, titular del Banco Macro, anotició a Cristina Kirchner de que la situación de las reservas del Banco
Central era crítica y que el tanque estaría irremediablemente vacío hacia el 15 de agosto.
La vice comprendió que el peligro era inminente. Ante el precipicio que abre una gran crisis la lucidez de los involucrados se perfecciona.

Con todo, una vez más, inclusive en aparente retirada, el binomio aplicó el método Bartleby. Massa no será Jefe de Gabinete y tampoco contará en el superministerio de Economía al que aspiraba (reforzado, con la cooptación de las carteras de Desarrollo Productivo y de Agricultura y las relaciones con organismos internacionales de financiamiento que hasta ahora controlaba la secretaría de Asuntos Estratégicos que manejaba el ahora renunciante Gustavo Béliz), con otras palancas que reclamaba (AFIP, Energía y la presidencia del Banco Central). El binomio le retaceó esas atribuciones. La realidad impuso la irrupción de Massa como superministro, pero el desparejo binomio Presidente- Vice procura refrenar el impulso con su kryptonita.
Massa ha dado muestras de tesón y flexibilidad política. Sus rivales de adentro y de afuera de la coalición oficialista coinciden en cuestionarle su pragmatismo y le enrostran sus cambios de posición. Si bien se mira, no es tan cierto que haya cambiado tanto sus posiciones: siempre han transitado por una combinación (en distintos porcentajes) de liberalismo y peronismo, por una
adscripción al realismo en materia geopolítica, por una relación amigable tanto con el sindicalismo como con “los mercados”, por una agenda empresarial e internacional muy nutrida y por una actitud siempre propensa al diálogo con otros sectores políticos, que refirmó el martes al despedirse de la Cámara de Diputados.
En el escenario pueden encontrarse líderes (y lideresas) políticos, exponentes intelectuales y periodísticos con trayectorias mucho más tornadizas (y hasta extremas) que, razonablemente, no son escarnecidos por esas mutaciones.
En sus nuevas funciones Massa se ubica en el centro del escenario y, en verdad, no será juzgado por su trayectoria anterior, ni serán decisivas las bajas marcas de popularidad que en estos días le adjudican las encuestas, sino por los resultados que consiga en los temas prioritarios: fortalecimiento de las reservas, freno a la inflación, impulso a las exportaciones, alivio a la
producción, que hoy ve obturados los mecanismos para importar insumos y bienes de capital, estímulo al país interior como reclaman los gobernadores.
Si bien la primera reacción de los mercados ha sido positiva (señal de que el perfil de Massa genera buenas expectativas) la cautela persiste: se espera a conocer el programa y también que lo ponga en marcha. La elección de colaboradores (Daniel Marx, Leonardo Madcur, Juan José Bahillo, Gabriel Delgado, Jorge Neme)  es un indicie de lo que hará.
Ese programa para satisfacer aquellas prioridades deberá contemplar temas que sin duda desatarán tensiones: Massa avanza hacia un acuerdo con “el campo” para acelerar la liquidación de los miles de millones de dólares que, en forma de granos, se mantienen en los silos bolsa; la palabra ajuste pone nerviosa a mucha gente.

Por cierto, la prueba se extiende: lo que la sociedad y los mercados observarán es si el supèrministro puede avanzar en el sentido esperado o es frenado por la kryptonita.
El ascenso de Massa ha contado con una gran densidad y variedad de apoyos. Si bien para la gran mayoría de ellos el motivo esencial es la necesidad de terminar con el vacío de poder, más allá de esa demanda común, hay divergencia de expectativas en el apoyo de -digamos- el llamado “círculo rojo” y muchos líderes territoriales del oficialismo.
Para algunos la nueva centralidad de Massa es el anuncio de un rumbo de racionalidad económica, para otros es una garantía para coordinar la unidad del oficialismo y mantenerlo competitivo con vistas a la elección de 2023.
El punto de largada de la recomposición es la conciencia del peligro pero también la esperanza (o, si se quiere, la ilusión), de que la coalición oficialista se mantenga unidad con vistas a la elección del año próximo.
Pero la puesta en marcha de un programa como el que insinúa el superministro promete más bien conflictos internos y su realización implica la ampliación y reestructuración de la base de poder (acuerdos de gobernabilidad con sectores de la oposición, por caso). En esa lógica, el superministro no significaría un cambio en el poder, sino un cambio de poder. Y los efectos
previsibles incluyen desagregaciones tanto en el oficialismo como en la
oposición.
El éxito de la apuesta Massa tiene dimensiones cuantitativas (incremento de las reservas, disminución de la brecha cambiaria, ajuste del desbordado balance fiscal, caída a mediano plazo de la inflación) pero se basa en una dimensión cualitativa, relacionada con el poder, porque la causa de la crisis es el vacío generado por una disgregación funcional del sistema de gobierno. Y esto no se soluciona con un mero cambio en el gabinete. Hace falta la reconstrucción de un centro político apoyado en fuerzas más amplias que el
actual oficialismo.
Lo que estará bajo examen a partir de la gestión que se inicia es si, en un experimento con escasos antecedentes, es posible coronar exitosamente esa reconstrucción desde el Ministerio de  Economía. Así se trate de un Superministerio.

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