El complejo mapa político que quedó trazado en la Argentina tras las elecciones del 24 de octubre impuso al gobierno entrante la necesidad de realizar una ardua tarea para generar mayores niveles de confianza.
Cuatro son, en principio, los destinatarios de esos desvelos: el conjunto de la sociedad, los integrantes de la coalición de gobierno, la nueva oposición y (por último, pero no menos importante) los inversores locales y externos.
Se trata, por un lado, de preservar el capital político y el apoyo social que la Alianza conquistó con su contundente triunfo, y de cumplir con el mandato de realizar una gestión de gobierno que se caracterice no sólo por su eficacia para resolver las más apremiantes demandas de la sociedad, sino que sea capaz, también, de llevar adelante una administración austera, transparente y honesta.
Otro desafío, no menor, es el de transformar la estructura política de la coalición: de una herramienta apta para ganar elecciones en un eficaz instrumento de gobierno. Se requiere, además, garantizar que el delicado entramado político que surgió de los resultados electorales no sea un obstáculo que impida la cohabitación y, por lo tanto, la gobernabilidad del país.
Se trata, por último, de asegurar los equilibrios básicos de la economía y la puesta en marcha de un nuevo ciclo de expansión que permita reducir las elevadas tasas de desempleo y pobreza, y los enormes desniveles en la distribución de los ingresos.
El interrogante que se plantea es cómo, alcanzada una razonable cuota de confianza por parte de los actores sociales y políticos, se la obtiene también de los actores económicos. En particular, de quienes financian, con sus préstamos y sus inversiones, las brechas en las finanzas del Estado y en las cuentas externas privadas, y los pagos por amortizaciones de las deudas acumuladas por el sector público y privado. Se trata de magnitudes considerables que, según se estima, podrían superar los US$ 25.000 millones durante el próximo año.
Tablero para dos
La experiencia internacional reciente indica que en este juego participan, básicamente, dos protagonistas: los países emergentes y el mercado; un concepto que alude, en este contexto, a una trama de intereses correspondientes a organismos financieros internacionales, e inversores y especuladores privados.
El juego consiste, básicamente, en tratar de mantener viva la confianza del mercado en el futuro económico del país. Para ello se requiere ejecutar aquellas políticas que respondan, como señaló el economista norteamericano Paul Krugman, a “las percepciones, los prejuicios y los caprichos del mercado. O, mejor aún, se debe atender lo que se espera que sean las percepciones del mercado”.
La razón por la que resulta tan difícil sustraerse a las reglas de este juego es que la pérdida de confianza en un país (debido, por ejemplo, a la existencia de un persistente y abultado déficit en las cuentas del Estado que compromete la solvencia a mediano plazo del sector público) puede provocar una crisis económica que, a su vez, termine por justificar la pérdida de la confianza. Es lo que se conoce como “ataques especulativos que se alimentan a sí mismos” o, también, profecías autocumplidas.
Lo singular, como señala Krugman, es que “una vez que uno toma en serio la posibilidad de las crisis que se retroalimentan, la psicología del mercado se vuelve crucial, tan crucial que, dentro de ciertos límites, las expectativas e incluso los prejuicios de los inversores se convierten en fundamentos económicos, pues la convicción hace que esa situación sea real”.
En estas condiciones, no resulta sorprendente que, al menos en lo inmediato, la necesidad de jugar el partido de la confianza tienda a desplazar del centro de atención de los gobernantes otras preocupaciones sustantivas de la política económica y social, y que las cuestiones fiscales y financieras adquieran, en cambio, la máxima prioridad.
El tamaño de las grietas
El gobierno entrante no ha podido escapar a la impronta del juego de la confianza. Ni los organismos financieros internacionales ni los inversores locales y externos se han ocupado de mantener en un tono reservado sus reclamos de un fuerte ajuste fiscal. Y, a juzgar por los elementos de juicio disponibles, los integrantes de la futura administración aceptan también el carácter inevitable y necesario del ajuste.
Esto es lo que en buena medida explica su insistencia en advertir que heredarán un elevado déficit fiscal potencial. Las estimaciones lo sitúan en torno a los US$ 10.000 millones. Y, si a esta cifra se suma el quebranto en las cuentas públicas provinciales, podría llegar a los 13.000 millones. Una brecha que difícilmente esté dispuesto a financiar el mercado internacional de capitales y, mucho menos aún, el local.
De ahí, entonces, que el presidente electo y sus colaboradores inmediatos hayan tratado de instalar en la esfera pública la noción de la necesidad de un ajuste fiscal ya que, de lo contrario, la deuda pública seguiría subiendo a un ritmo creciente, el acceso al crédito externo se haría cada vez más oneroso y difícil, y las tasas de interés locales tenderían a ser aún más elevadas.
El resultado final sería la virtual insolvencia del Estado, un ataque especulativo sobre la moneda, fuga de capitales, agravamiento de la recesión, e incremento del desempleo, de la pobreza y de la desigualdad en la distribución de los ingresos.
En consecuencia, la reducción del déficit fiscal se transforma
en la condición necesaria para que aumente la confianza de los inversores
locales y externos, disminuya la prima de riesgo país, ingresen más
capitales y, de esa forma, se reduzca la tasa interna de interés. De
ese modo la economía volvería a crecer y, por lo tanto, sería
posible pensar en aliviar el desempleo y la pobreza.
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Rechazo a la cirugía
No cabe ninguna duda de que el problema fiscal es sumamente delicado. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurría en 1989 con la hiperinflación y el colapso del Estado, o en 1995 con la fuga de capitales y la crisis del sistema bancario, no parece hoy que la mayor parte de la sociedad crea que la solución requiera de la legendaria “cirugía mayor sin anestesia”. Si esto es así, un fuerte ajuste que haga sentir un peso agobiante e inesperado sobre amplios segmentos de los sectores medios involucrará altos costos políticos para la administración De la Rúa.
Economistas y dirigentes de la Alianza se encargaron de anticipar cuáles serían los principales lineamientos de una reforma tributaria que es presentada, no como un instrumento destinado a incrementar la recaudación, sino como una de las herramientas que permitirán alcanzar una mayor equidad en la distribución de las cargas entre los distintos sectores sociales. La estrategia se concentraría en cuatro ejes:
- reducir las exenciones al impuesto a las ganancias para las personas físicas;
- generalizar el IVA a las actividades que hoy no se encuentran alcanzadas
por el tributo; - hacer más progresivas las tasas de los impuestos; y
- aumentar los gravámenes que recaen sobre el consumo de bienes nocivos
para la salud y de productos suntuarios.
La trampa de la desigualdad
Desde diferentes sectores políticos y sociales se cuestionó duramente la idea de disminuir el mínimo no imponible del impuesto a las ganancias para las personas físicas. Pero otros analistas van más allá: sostienen que para los gobiernos es más difícil recaudar impuestos en sociedades desiguales.
Un reciente artículo del politólogo de la Universidad de Nueva York, Adam Przeworski, señala que los datos relevados en una muestra de más de 50 países (entre los que se cuentan desarrollados, no desarrollados y emergentes) demuestran que cuanto mayor es la brecha entre los ingresos del segmento de 20% de la población más rica frente a la franja de 20% de los más pobres, “menores son la renta, los impuestos y los gastos en consumo gubernamental”.
Y agrega: “Parecería que la capacidad del Estado para reducir la desigualdad social y económica es menor en aquellas sociedades donde la desigualdad es alta. Esta es una trampa de bajo nivel: la desigualdad pronunciada hace que el Estado sea pobre y un Estado pobre no puede reducir la desigualdad”.
Przeworski concluye que “el Estado es simplemente demasiado pobre en las democracias de América latina (…) Y es demasiado pobre porque es incapaz de gravar a los ricos”.
Pocos a la hora de pagar
En el caso argentino, esta tesis parece confirmada por los hechos. Los datos que manejan los equipos económicos de la Alianza revelan que sólo 660.000 personas pagan el impuesto a las ganancias. Si, como también se señala en esos estudios, la franja de 10% de la población más rica está integrada por aproximadamente 1.600.000 perceptores individuales de ingresos, puede concluirse entonces que poco más de 40% de las personas más pudientes del país pagan el impuesto a las ganancias.
De ahí, entonces, que analistas vinculados con la Alianza insistan en la necesidad de poner el énfasis recaudador en ese sector de la sociedad.
La cuestión, claro, es cómo reaccionarían a esa iniciativa los jugadores que mueven las piezas en el tablero donde se apuesta a favor y en contra de la confianza.
