La clave del capitalismo en el siglo XXI

    Es la frase consabida que repiten orondos los gerentes de todo el mundo: “Lo más valioso que tenemos son los recursos humanos”. Lo que no obsta para decidir despidos masivos si llega la orden de reducir costos o de contener las pérdidas. Pero este doble discurso llega a su fin.

    En diez años más, 70% del trabajo que habrá que realizar exigirá aptitudes intelectuales y no manuales. Esta afirmación tiene el respaldo de Charles Handy, el prestigioso experto británico en organización empresarial, y forma parte de un medular estudio denominado La empresa del mañana,

    el papel de los negocios en un mundo cambiante, que estará listo en su versión final para 1995.

    En un anticipo del ensayo en preparación, Handy sostiene que, aunque parezca paradójico, el sueño de Carlos Marx está a punto de convertirse en realidad: los trabajadores serán los dueños de los medios de producción. Y ello será así, añade, porque estos medios de producción estarán en la mente y en la punta de los dedos de estos trabajadores.

    La calidad de los recursos humanos que posea una firma será un activo financiero de primera magnitud. La diferencia entre el valor de los activos fijos de una empresa y el precio de esa misma empresa en el mercado suelen diferir. A veces, el último es tres o cuatro veces superior al primero.

    En esos casos se habla del valor llave del negocio o de los intangibles. En verdad, esa brecha se debe, y en forma cada vez más notoria, no sólo a las marcas y patentes, sino también a la habilidad, conocimiento y pericia de la gente que se emplea.

    Los negocios de todo tipo comenzarán a parecerse, en este sentido, a las agencias de publicidad, a las firmas de consultoría, a las organizaciones financieras, donde lo que realmente vale es la imaginación de los que trabajan en ellas. Y donde esa capacidad se puede perder si ese personal emigra. Lo que realmente importa es el valor agregado que genere una empresa, y ese valor agregado lo generará esencialmente la calidad del personal que se tenga.

    Todo esto significa que se avecina una impresionante redefinición de lo que se entiende por propiedad intelectual. A su vez, este proceso obligará a repensar el capitalismo en términos de inversión y de propiedad. Es difícil imaginar a qué accionista puede interesarle ser propietario de largo plazo de una firma cuyo futuro depende de algo que no se puede poseer: la mente de los

    empleados.

    Lo que implica que cada vez será más importante el papel del inversionista institucional y de corto plazo. El que respalda un proyecto o desarrollo por un tiempo suficiente para recuperar su inversión y obtener un margen adecuado de utilidad. Paralelamente, los esquemas de participación

    del personal en la propiedad aumentarán, porque serán un mecanismo válido para retener esa fuente de talento y creatividad.

    Visto desde la perspectiva del empleado, el cambio también será impresionante. Cada uno tiene en su mente el activo más valioso. Y por lo tanto estará dispuesto a trasladarlo donde la rentabilidad sea mayor. La lealtad, entonces, será primero con la propia carrera y posibilidades, luego con la profesión a la que se pertenece, y recién en último término con el empleador.

    La movilidad laboral será intensa. Las empresas estarán permanentemente a la búsqueda de talento, y el papel de los reclutadores profesionales será cada vez más prestigioso y vital. Pero también los empleados buscarán su propio destino, a veces en grandes organizaciones, otras en conjunciones temporales de empresas, y en muchos otros casos en proyectos individuales.

    Una forma de vislumbrar la anatomía de las grandes organizaciones es percibirlas como una conjunción de equipos de proyecto, compartiendo el capital intelectual para una determinada tarea.

    Para el individuo, ya no será seductora la promesa de una larga carrera en una firma. Al contrario, lo estimulante será el desarrollo de proyectos donde se empleen al máximo las capacidades obtenidas, o donde además se pueda potenciar el conocimiento laboral. La organización empresaria girará en

    torno de grandes equipos de proyecto, cambiantes, respaldados por un pequeño equipo de producción, seguramente más estable, pero con menores ingresos.

    Con este panorama, buenas condiciones de trabajo y términos de empleo serán necesarios

    pero de ninguna manera suficientes. Todos los empleadores ofrecerán lo mismo. Para ser más atractivos que la competencia, habrá que ofrecer participación en el negocio, para comprometer al personal con el futuro de la empresa y para perfeccionar y realimentar los recursos intelectuales, a

    pesar del riesgo cierto de que esos activos intelectuales pueden buscar nuevo rumbo.

    Los gerentes no solamente tendrán que mantener al personal valioso, sino también conducirlo eficientemente. La calidad del liderazgo será la clave en los resultados de una corporación.

    Ese liderazgo no tiene mayor vinculación con la noción clásica de la autoridad derivada del ejercicio de un cargo. El liderazgo lo conferirá la gente que trabaja a quien se le reconozcan conocimientos adecuados y calidades humanas de conducción.

    Retomando un concepto que Handy ha elaborado en detalle en anteriores trabajos, la “organización intelectual” será local y global, pequeña y grande, flexible y articulada, pero, sobre todo, federal. Y la noción federal no es recibida con agrado porque implica compartir poder.

    Esa es la dirección correcta, porque está demostrado que las organizaciones centralizadas son demasiado costosas, muchas veces ineficientes, y son restrictivas para la calidad de empleados que serán necesarios en los próximos años.

    Ese compromiso entre la libertad del empleado con el conocimiento requerido y la necesidad de que la empresa sea eficiente y se mantenga en la vanguardia es el mayor desafío que enfrentarán todas las organizaciones empresariales en los próximos años. De la forma en que se resuelvan estas tensiones dependerá la configuración del mapa del poder empresarial en el futuro previsible.

    ADIOS AL BANCO QUE CONOCEMOS.

    En apariencia se trata de una operación más de las que pueblan las páginas de noticias especializadas en el mundo de los negocios. El Mellon Bank de Estados Unidos ofertó US$ 1.850 millones por el control de Dreyfus, el grupo que gerencia fondos mutuales. Si el negocio se concreta hará historia.

    Los bancos en Estados Unidos atravesaron, hasta hace poco, uno de los períodos más difíciles de su historia. Perdieron el liderazgo mundial, sufrieron quebrantos, vieron debilitada su posición de solvencia y demandaron ayuda oficial para salir de la crisis. El tan famoso boom financiero de los ´80 terminó en catástrofe generalizada y obligó a montar una colosal operación de rescate, cuyo eje era la recapitalización de las entidades bancarias. En el transcurso de la operación se desarrolló el más radical replanteo del negocio bancario en siglos.

    En un entorno caracterizado por bajas tasas de interés, las entidades utilizaron el dinero de sus depositantes -de bajo costo- para invertirlo en bonos del gobierno con rendimientos excelentes. Pero los depositantes insatisfechos con la rentabilidad obtenida por sus depósitos desertaron del sistema bancario y se volcaron masivamente a la inversión en títulos y en fondos accionarios.

    Las consecuencias fueron muy pronto evidentes. Lo mismo que permitía la recuperación de los bancos (bajas tasas de interés y mayor rendimiento relativo de los títulos públicos) ocasionaba el hundimiento del tradicional negocio financiero: el de captar depósitos para prestar.

    Del total de los ahorros de la población estadounidense, los bancos controlaban 50% hasta 1975. Hoy, ese porcentaje se ha reducido a 30% y sigue en descenso. Los nuevos protagonistas son los fondos mutuales que hoy representan 80% de los activos bancarios, y que en pocos años más

    pueden superar el poder económico del sistema bancario.