Una mente brillante como la del historiador Paul Kennedy, que sorprendió hace unos años con su obra The Rise and Fall of the Great Powers, aborda este tema en su nuevo libro, Preparing for the Twenty-First Century (que aparecerá en breve, editado por Random House). El autor suministró un jugoso adelanto al publicar recientemente un extenso ensayo titulado The American Prospect en The New York Review of Books. En una versión obligadamente abreviada -debido a la extensión del trabajo- se reproducen aquí los conceptos sobresalientes de un escrito que actualiza e ilumina una cuestión central.
Ni siquiera los Estados que históricamente lograron preservarse de las turbulencias externas estarán a salvo esta vez. Ante esta certeza, el debate interno en Estados Unidos es acerca de cómo este proceso afectará a la sociedad norteamericana en las próximas décadas, cuáles serán sus fortalezas y debilidades y cómo se enfrentarán los nuevos desafíos globales.
En el plano militar, nadie puede desafiar el poderío estadounidense. Es cierto que Rusia y China tienen vastos contingentes armados, pero lo que importa es la calidad del armamento y la capacidad de desplazar fuerzas, velozmente, a remotas regiones del planeta. Desde la perspectiva estratégica, Estados Unidos tiene el poder de disuadir cualquier ataque misilístico contra su territorio, y su arsenal bélico exhibe un nivel tecnológico inédito, hoy inalcanzable para cualquier eventual adversario.
Es cierto que tras el final de la guerra fría hay una menor presencia militar de Estados Unidos en todos los escenarios, pero no al punto de recluirse otra vez -como en la década del ´30- en su propio territorio. La estrategia, aun cuando avanza el proceso de reducción, es mantener fuerzas importantes y de gran flexibilidad estratégica en puntos clave, en especial en Europa y en el área del Pacífico. Cualquiera sea la importancia de la reducción militar de Estados Unidos en el futuro, siempre tendrá más poderío que potencias medianas como Francia o Gran Bretaña, y superioridad tecnológica sobre Rusia y China.
Pero ha sido precisamente el gran esfuerzo realizado en el campo militar el que ha debilitado la economía interna de Estados Unidos, y el que ha facilitado la adquisición de ventajas comerciales y financieras por parte de Japón y de Alemania. Al desvanecerse el peligro de la guerra fría, la discusión es si hay que retirar las tropas estadounidenses estacionadas en Europa. En presencia de graves dificultades económicas internas, será difícil para el liderazgo estadounidense mantener efectivos diseminados por distintos lugares del globo. Además de los reduccionistas están los que cuestionan
la utilidad de la fuerza militar en tiempos en que -dicen- las amenazas provienen de riesgos ambientales, drogas y pérdida de competitividad.
También están los que creen que la presencia militar norteamericana en lugares estratégicos del planeta es la única garantía para evitar la anarquía que caracterizó a la década de los años ´30, mientras que otros rechazan la noción del liderazgo implícito de Estados Unidos, que obliga a derivar recursos que hacen falta para atender necesidades internas. El riesgo de actuar como líder mundial conlleva la posibilidad de convertirse en policía planetaria.
En todo caso, el debate sobre la política exterior de Estados Unidos no estará desconectado de las inquietudes internas. Gastar US$ 300 mil millones anuales en defensa asegura al país una posición de preeminencia, pero también distrae recursos de la producción no militar. Según cifras de 1988, alrededor de 65% de lo invertido en investigación y desarrollo fue gastado en defensa, mientras que apenas 0,5% se adjudicó a protección del ambiente y 0,2% a desarrollo industrial.
INVERSION PRODUCTIVA.
Mientras se competía con los soviéticos, se dejó campo de acción a la penetración comercial de japoneses y alemanes, que gastaron mucho menos en defensa. El cuestionamiento, entonces, es explicable: o bien los aliados contribuyen al gasto militar, o bien Estados Unidos debe reducirlo en favor de necesidades internas. La discusión es compleja; a veces el presupuesto de defensa contribuye a la expansión económica. En cambio, si se lo reduce y los fondos disponibles se usan para importar bienes fabricados en el exterior, no se genera un beneficio. El punto central es lograr que todo ahorro en el terreno militar se canalice hacia inversión productiva.
Lo importante es analizar la estructura de una economía que tiene un fuerte gasto en defensa. Si hay crecimiento, buena base industrial, una posición de vanguardia en nuevas tecnologías, fuertes inversiones en investigación y desarrollo, equilibrio (o superávit) en la balanza de pagos y un bajo nivel de deuda externa, entonces es posible asignar 3, 6 o incluso 9 puntos del PBI a gastos de defensa.
Lo específico de Estados Unidos es que no se puede caracterizar a su economía como inmensamente fuerte o decididamente débil. Es una combinación de fortalezas y debilidades. El dato revelador es que las tasas de crecimiento del último tercio del siglo son menores cuando se las compara con las del segundo tercio.
Este hecho tiene serias consecuencias para Estados Unidos, habida cuenta de sus obligaciones internas y externas. Un país pequeño -como Suiza, por ejemplo- donde hay un nivel de calidad de vida bien distribuido, un balance de cuenta corriente favorable, y sin obligaciones externas, puede soportar un largo período de lento crecimiento económico sin consecuencias graves.
No es el caso de Estados Unidos, obligado a grandes gastos militares, con una considerable riqueza existente pero distribuida inarmónicamente y con un déficit comercial y fiscal que lo obliga a endeudarse con créditos externos.
En este contexto, un largo período de lento crecimiento torna imposible que Estados Unidos dedique cuantiosas sumas a defensa sin pagar sus deudas o sin atender sus serios problemas sociales. La tendencia es más a reducir costos que a invertir con criterio de largo plazo. El problema se agudiza porque otras naciones crecen a ritmo más veloz. Es imposible que una superpotencia mantenga indefinidamente su status si la economía está en declinación. En algún momento pasará a ser una potencia de segunda clase.
Todo indica que el objetivo estratégico central de Estados Unidos en el próximo siglo debe ser mejorar su productividad per capita en beneficio del crecimiento de largo plazo. Y es precisamente el nivel de productividad lo que más inquieta en Estados Unidos durante los últimos años. Todavía es mayor que el de Japón o el de Alemania, pero esos países han mejorado la suya a un ritmo acelerado en las últimas tres décadas.
Más productividad es la receta para frenar el creciente endeudamiento del país, remediar la fragilidad de su sistema financiero y reducir o eliminar el déficit comercial y fiscal. En 1960 el déficit federal era de US$ 59 mil millones y la deuda nacional de US$ 914 mil millones. En 1991, el déficit superó los US$ 300 mil millones y la deuda estaba cerca de US$ 4 billones. El servicio de la deuda era de US$ 300 mil millones (intereses que en su mayoría se pagan a inversores extranjeros) y representaba 15% del gasto del gobierno federal. Esa suma excede el gasto combinado en salud, ciencia, investigación espacial, agricultura, vivienda, protección del ambiente y administración de justicia.
TODAS LAS DEUDAS.
La llamada deuda nacional no es la única. Está, además, la que contrajeron los estados y los municipios. También la de los consumidores, que alcanzó el récord de US$ 4 billones, y -lo que es más grave- la deuda del sector privado: 90% de todas las ganancias después de impuestos de las empresas se asignan a pagar intereses de sus deudas. En suma, deuda pública y privada sumadas representan 180% del PBI.
El déficit comercial (importaciones menos exportaciones), que en 1987 llegó a US$ 171 mil millones, se mantiene en los últimos años en el nivel de US$ 100 mil millones. El ingreso de invisibles originados en los servicios, en utilidades de inversiones en el exterior o en el turismo, no alcanza a cerrar la brecha, lo que obliga a seguir contrayendo deudas con inversores externos. En apenas una década, Estados Unidos dejó de ser el principal acreedor del mundo para convertirse en el principal deudor.
A pesar de que el sector servicios representa tres cuartas partes de la economía estadounidense, se estima que el nudo del problema del déficit comercial está en la declinación de largo plazo que experimenta la industria. Y el sector fabril es importante porque todavía representa 90% de las exportaciones del país, porque concentra buena parte de la inversión en investigación y desarrollo, y porque una base industrial es central para la seguridad nacional.
Sobre el futuro industrial estadounidense hay puras incógnitas generadas en la diversidad del panorama. Las más grandes corporaciones del mundo, pequeñas empresas que hacen algo que nadie más sabe hacer, medianas empresas con enorme potencial exportador y compañías de todo tamaño que se quejan de la competencia desleal de los extranjeros -especialmente japoneses- y reclaman políticas de apoyo de parte del Estado.
Sobre la variedad de matices de este panorama se ha instalado el gran debate sobre la competitividad de Estados Unidos. Todos coinciden, sin embargo, en que la base industrial estadounidense tiene muchas fortalezas, pero ya no ocupa la posición hegemónica, indiscutida, de las dos décadas siguientes a la Segunda Guerra. Lo preocupante es que, en muchos sectores clave de la economía, la competencia extranjera desplaza al producto local o aumenta el déficit comercial.
De ocho sectores vitales, solamente dos (químico y aviación comercial) tienen saldo comercial favorable. Es decir, exportan más que lo que se importa en el rubro (los otros seis sectores, de saldo negativo, son: automóviles, electrónicos, máquinas-herramienta, semiconductores, acero y textiles).
Para muchos observadores se avecina un resurgimiento industrial de la mano de la tecnología de punta, que puede restaurar la posición de Estados Unidos a la situación que existía hasta los años ´60. Otros estudiosos de este campo creen, en cambio, que será solamente una recuperación parcial, para luego retomar la pendiente general hacia la declinación.
En este debate hay de todo, menos unanimidad. Contra la protección que piden las industrias que más han sufrido, está el temor de los que anticipan represalias para las ventas estadounidenses en el exterior. Contra los que denuncian que japoneses y europeos están comprando todo Estados Unidos, están los que ven el beneficio de aporte de capital, de conocimiento y de creación o mantenimiento de puestos de trabajo locales. Contra los que reclaman una política industrial, están los que se oponen a lo que consideran una intervención del Estado en la vida económica.
MANTENER EL LIDERAZGO.
Detrás de la ansiedad por la situación económica del país, está el temor a perder la hegemonía mundial, o a debilitar la seguridad nacional. En síntesis, miedo a perder poder. Es cierto que las dificultades actuales de Japón y de Alemania dan un respiro, pero esos países pueden recuperarse rápidamente y proseguir la erosión de la base industrial estadounidense.
En definitiva: ¿puede Estados Unidos seguir siendo el número uno? Su producción actual es casi dos veces superior a la de Japón y cuadruplica a la de Alemania. Pero es casi igual a la de la Comunidad Europea, y menor que la producción combinada de la CE y Japón.
Hay dos corrientes de pensamiento. Para los optimistas, lo ocurrido es natural. Al final de la Segunda Guerra la preeminencia de Estados Unidos era exagerada y artificial, puesto que los demás países estaban devastados por el conflicto. Al recuperarse estos competidores, debía reducirse la distancia entre ellos y Estados Unidos. Pero todavía hoy Estados Unidos es la nación más importante del planeta, en poder económico y militar, en influencia diplomática y en cultura política, aunque se imponen importantes reformas internas. La industria no estaba preparada para la competencia y por eso sufrió duramente. Pero en la última década se tornó más eficiente, aumentó su productividad y avanza hacia el manejo de nuevas tecnologías y productos con inocultable fuerza.
Para los pesimistas, esa línea de razonamiento es una prueba de que no se entiende la seriedad de la situación. Lo grave de las últimas décadas, dicen, es que la posición estadounidense se ha seguido deteriorando en nuevas tecnologías y patentes, en industrias clave, en activos financieros y en balance de cuenta corriente.
El intenso debate entre ambas posiciones no se reduce a lo meramente económico. Las dudas se extienden a la calidad del sistema educativo, a la inarmónica distribución del ingreso, al crecimiento de la pobreza e incluso a una creciente desilusión en torno de las instituciones políticas. En el fondo, hay una convicción de que la falta de competitividad se debe a algo más serio que a una inadecuada tasa de ahorro interno.
Un síntoma que se exhibe frecuentemente es el costo de la atención de salud, que demanda 14% del PBI (contra 7% que se gasta en defensa), a pesar de lo cual hay 37 millones de estadounidenses sin cobertura médica y serias deficiencias en la prestación de los servicios, lo que refleja además la falta de equidad en la percepción de ingresos. En promedio, un gerente gana 90 veces más que un obrero industrial (en 1980, la relación era 40 a uno).
Otro indicador preocupante es el consumo de drogas: con 4% de la población mundial, Estados Unidos consume 50% de la cocaína que circula en el mundo. Alto consumo de drogas se traduce en aumento de la delincuencia, mucho mayor que la que se observa en otros países industrializados.
Desde 1960, la tasa de crímenes violentos per capita aumentó en 355%.
