El palacio del rey

    Una antigua, apacible casona de Floresta alberga el taller del escultor Antonio Pujía. Por allí discurre suavemente este hombre de frescos 63 años. “Yo creo que estoy programado para registrar imágenes; así como no puedo casi recordar un número de teléfono, jamás voy a olvidar su cara.” Aun en los momentos de mayor entusiasmo, habla con extremo recato, casi como pidiendo permiso.

    Nació en Polía, un pequeño pueblo de la calabresa provincia de Catanzaro. Antes de que él cumpliera un año, su padre juntó unos pesos para el pasaje y se largó a América. Recién siete años después pudo reunir lo suficiente para traer a su familia. “Viajamos con mi madre y mi hermana mayor; nos costó bastante el cambio. Apenas llegamos -vivíamos en Caballito- me metieron de cabeza en la escuela. Los primeros tiempos sufrí mucho; no entendía ni me entendían; además era miope: apenas veía el pizarrón. La cuestión del idioma fue algo muy duro también; yo hablaba el dialecto, que tenía cierta música, y el castellano me sonaba como presuntuoso, con arabescos inútiles… Lo vivía como una mariconada.” Años después llegaría a amarlo profundamente, como al país, al punto de adoptar la ciudadanía argentina.

    En aquellos tempranos días de colegio le sucedió lo que él define como “un acto de gracia”. La maestra lo vio un día haciendo garabatos en un papel, y le dio carta blanca para dibujar. Una compañerita le prestó lápices de colores -los primeros que veía en su vida-, y pintó un diariero, que era un personaje llamativo, nuevo para él; el impacto fue tal que lo llevaron a la dirección y luego lo pasearon por todos los grados, mostrando el cuadernito. “Yo viví -inconscientemente-, por primera vez, la comunicación con la gente a través del arte; creo que eso me marcó el destino.”

    Terminada la primaria y vencido el rechazo inicial de sus padres, quienes esperaban algún oficio más seguro, llegó la Escuela de Bellas Artes. “El primer día que entré a esa mansión señorial, fue como pisar il palazzo del rey; los calcos clásicos griegos y renacentistas me conmovían.” A la Escuela le siguieron los otros dos ciclos superiores y el trabajo en los talleres particulares de los grandes maestros como Rogelio Irurtya; el primer salón de estudiantes, donde obtuvo el premio máximo.

    Luego vendrían el Gran Premio Nacional y el Palanza. “Siempre tuve una buena relación con el éxito pero, aun luego de haber obtenido premios importantes, no me atrevía a hacer una muestra individual; yo me escudaba en el purismo, en el rechazo al individualismo, pero era puro miedo. El psicoanálisis me ayudó mucho.”

    Fue escultor escenógrafo del Teatro Colón -“al que sigo amando entrañablemente”-, docente en las escuelas de bellas artes. Diseñó joyas; “al principio hacía piezas únicas, para mi mujer, algunas amigas; hasta que un día el negro -Hugo Guerrero- Marthineitz, que solía venir por el taller, me dijo:

    “Es como un disco de concierto; es arte y es para muchos; el que quiere la pieza única, lo va a escuchar al Colón”. Allí empecé a hacer las series, y la verdad es que no sólo abrí el camino para otros, sino que mejoré notablemente mi economía”.

    Sus obsesiones: el amor en la pareja, el desnudo femenino, la danza clásica. También las cuestiones sociales lo movilizan. “Cuando siento profundamente la injusticia, me pongo a trabajar en el tema”; así surgió una de sus más resonantes muestras, sobre los niños de Vietnam. “El hambre en los chicos, que son los más desvalidos, es algo que no voy a lograr entender nunca.”