París conserva intacto el glamour que atrapó a generación tras generación. Pero el charme creció aún más en los ´80, la década de los grands projets de la era Mitterrand, que restauraron su cara histórica al tiempo que le daban el toque tecno de las metrópolis ultramodernas.
El ensamble por contraste fue espléndido. De ello dan cuenta la gigantesca pirámide de cristal inaugurada en el Louvre para el bicentenario de la Revolución, el impactante Gran Arco en La Defense, la meticulosa restauración del Palais-Royal, un edificio del siglo XVII que hoy alberga al Ministerio de Cultura, y otras tras cuyos ventanales se vislumbra el resplandor magnético de un inmenso video wall. Las estatuas han recobrado su brillo original y los puentes sobre el Sena lucen su piedra caliza libre del hollín que los recubría.
Si de alojamiento se trata, la variedad es amplia, pero la marca está puesta en la excelencia. Ernest Hemingway dijo una vez que esperaba que el cielo fuera “tan bueno como el Ritz”; lo cierto es que el escritor enfilaba derecho hacia el hotel de la Place Vendome cada vez que pisaba la ciudad. Como premio a tanta lealtad, uno de los bares del hospedaje lleva su nombre, cosa que acariciaría el ego del barbado autor de Por quién doblan las campanas y la arrancaría probablemente un comentario irónico, lo mismo que los cristales antibala, los mini-jacuzzi en cada habitación o el helipuerto en la terraza.
Pero todos los grandes hoteles parisinos conjuran fantasmas famosos. El mismo Ritz evoca también la imagen de Coco Chanel entrando a hurtadillas con su amante nazi durante la guerra. El Plaza- Athenée, la de Marlene Dietrich liquidando cocteles explosivos en las mesas de la galería. Al pasar frente al Grand-Hotel casi es posible volver a ver a la emperatriz Eugenia irrumpiendo en una fiesta de gala del brazo del astuto financista Pereire.
Duendes más modernos, Madonna y Michael Jackson prefieren la grandeza clásica del Crillon, mientras el jet-set de los negocios se divide entre el Bristol, el Grand Hotel y el George V, a los que también acuden legiones de turistas japoneses, quienes desayunan parvas de lechuga en sus opulentos comedores.
Y para el paladar, sin duda, París es una fiesta: las estrellas de Michelin no se han asignado porque sí.
Los restaurantes que exhiben las tres que acreditan el máximo nivel combinan en general una comida sensacional con una ambientación que no le va a la zaga. Así, L´Ambroisis, escondido entre sus bóvedas del siglo XVII en el corazón de Le Marais; Lucas-Carton, decididamente belle epoque; Robuchon, en la rue de Longchamp; o Brasserie Lipp, en el boulevard Saint Germain. Pero también hay algunas joyitas en la categoría de dos estrellas, que no cejan en pelear su promoción. Le Grand Véfour, en el Palais Royal, por ejemplo, ostenta los laureles desde el siglo XVIII -se dice que Napoleón cenaba allí con Josefina- y ha mantenido su exquisito interior intacto desde entonces.
Todos ellos se presentan como templos epicúreos y resultan perfectamente aptos para la más formal comida de negocios o una insuperable velada de placer. Eso sí, son decididamente caros; pero, al fin y al cabo, c´ est la vie.