¿Gobierno de centroizquierda?

    La broma que más se contó en la España reciente es la de los banqueros convertidos al socialismo.

    “Jamás ganaron tanto como con el gobierno de Felipe González”, rezaba la explicación. Por estas latitudes las ganancias todavía no se han concretado, pero los logros obtenidos y el optimismo con que empezó el año tornan probable que muchos empresarios se declaren simpatizantes de un gobierno de “centroizquierda”, como ha definido a su gestión el propio presidente Menem.

    Es cierto que el primer mandatario tiene un particular sentido del humor, una gran audacia -que algunos de sus allegados creen temeridad- e imaginación de sobra. Pero al “enrolarse” en el centroizquierda y por lo tanto pasar a integrar el Olimpo del socialismo democrático junto con Francois Mitterrand, Felipe González o Carlos Andrés Pérez -para desconcierto y estupor de los menemistas, especialmente de los más recientes- Carlos Menem ratificó que la perspicacia es su virtud sobresaliente.

    Su instinto político le hace temer a la apuesta de largo plazo que moviliza Raúl Alfonsín. El mensaje del líder radical tiene poca audiencia hoy, pero está colocando bombas de tiempo que pueden explotar en un futuro no muy lejano. Si en dos años se agrava más la situación social, la estabilidad pasa a ser -como la democracia en su momento- un bien adquirido, y cambian las

    exigencias y demandas de la sociedad, la prédica alfonsinista puede sonar muy bien en los oídos de vastas porciones del electorado.

    Por eso Menem se apresura a clavar una bandera en el campo de lo que vagamente se define como “centroizquierda”. Para rotular a su adversario de manera más contundente, quitándole el concepto “centro”. Lo cierto es que la llamada cuestión social -desempleo, bajo nivel salarial, pésima situación del sector salud y educación, además de las ruinas del sistema previsional- figuran en forma prominente en la retórica del gobierno para 1992. Nadie en el elenco de gobierno ignora que recién en 1993, por exigencia natural del desarrollo del programa económico, se podrá hacer algo concreto en esos campos. Pero para entonces el humor de la opinión pública podría dar un vuelco espectacular. Por eso hay que hablar desde ahora de la inquietud que generan estos temas, para

    ocupar el centro de la escena y demostrar, aunque sea con palabras, que hay sensibilidad social.

    Desde esta perspectiva, 1992 no será un año fácil ni “aburrido”. El ajuste que se avecina en las provincias -imprescindible para la continuidad del plan Cavallo- agudizará tensiones y puede dar lugar a conflictos focalizados, pero intensos y con posible efecto multiplicador.

    En la agenda del gobierno figura una nueva -o remozada- idea: la de regionalización. El concepto, poco discutible en teoría, es que las provincias, como unidades políticas históricas, no se corresponden con las realidades del momento. Aunque con mucho fundamento, la idea de que varias provincias no son viables por sí solas, y que muchas capitales provinciales pueden dejar de tener el peso relativo que ahora ejercen, puede movilizar fuertes corrientes de oposición que podrían dar al traste con los intentos de reforma constitucional.

    CALIDAD ES EL ARMA DECISIVA.

    ¿Cuál es el elemento definitorio para superar a los competidores? Para muchos el precio es lo que importa. Otros creen que la conveniencia y utilidad del producto. Marketing adecuado es otra respuesta usual. Publicidad inteligente, sostienen otros. Pero la mayoría de las respuestas en sucesivas encuestas, realizadas entre industriales de todo tipo, es que la ventaja decisiva la otorga la

    calidad del bien o servicio ofrecido.

    En el principal mercado consumidor del planeta, Estados Unidos, la evolución es nítida. En una investigación efectuada en 1981, se puso de manifiesto que 70% de los automóviles fabricados mostraban fallas de fábrica en seis meses. Actualmente ese porcentaje se ha reducido a 40% y la

    tendencia decreciente continúa. Los vehículos estadounidenses se acercan ahora a los índices de calidad de los que producen Japón o Alemania. El Malcolm Baldrigde National Quality Award es una distinción codiciada. En 1988 se presentaron 12.000 aspirantes a la recompensa. En 1990, sumaron

    180.000.

    También ha cambiado el concepto de lo que se entiende por calidad. Antes bastaba con satisfacer las expectativas de los consumidores. Ahora la noción que prevalece es que debe exceder las exigencias de los compradores. Antaño se fijaba con precisión el nivel en que se podía alcanzar el ansiado nivel de calidad. Hoy es una meta variable, debe superar los logros de ayer.

    Hay otra distinción: el proceso de calidad culminaba con el producto que se entregaba al consumidor. La nueva visión privilegia todo el proceso, desde la relación con los proveedores hasta la satisfacción final del consumidor. Un viejo temor era que el avance en calidad se lograba con sacrificio de la rentabilidad. La nueva perspectiva es que toda inversión en calidad contribuye a un descenso en los costos.

    CRECIMIENTO VS. AUTODESTRUCCION.

    De acuerdo. Nadie toma al pie de la letra el eslogan del “fin de las ideologías”. Ni el mismo Francis Fukuyama. El colapso del comunismo es un hecho notable, pero tan trascendente como su desaparición es la crisis y las contradicciones del capitalismo que ha hecho aflorar. La nueva polémica se plantea entre los que demandan el pleno reinado del libre mercado y los que piensan que crecimiento es sinónimo de destrucción.

    Uno de los más famosos foros mundiales de discusión, Ditchley, en Gran Bretaña, acaba de ser escenario de una intensa y no resuelta polémica (que siguió en Davos, Suiza, con la reunión anual de World Forum). Entre los asistentes había representantes de multinacionales, de los gigantes

    petroleros y gasíferos, y de los gobiernos de las economías más prósperas del planeta. La mayoría de ellos eran economistas, o con sólida formación en el terreno de la economía.

    Hubo coincidencia en que los mercados libres funcionan mejor que la intervención de los gobiernos. También, en que la meta de crecimiento permanente es deseable, y necesaria en el caso de los países que deben elevar imperiosamente la calidad de vida de sus habitantes. Desde esa

    perspectiva, si la teoría se lleva a sus extremos, no importa que haya industrias contaminantes, que siga la emisión de fluorocarbonos o que se agrande el agujero de ozono en los polos. Sin embargo, a pesar del ropaje racional de la propuesta, su contenido autodestructivo plantea serias dudas.

    Muchos de los oradores desestimaron como apocalípticas las predicciones sobre contaminación ambiental y sobre rápido calentamiento del planeta. Incluso llegó a sostenerse que si aumenta la temperatura promedio en la Tierra, no habrá dificultad en que la humanidad se adapte a las nuevas circunstancias. Las teorías, expuestas especialmente por los grandes vendedores -y consumidores- de energía, no se compadecen con los hallazgos de serios meteorologistas y de científicos que estudian la progresiva degradación del ambiente.

    Los gobiernos de los países industrializados, en tanto, se encuentran frente a una trampa. Desechar todos los temores ambientales y dejar que los mercados hagan su tarea; o bien imponer estándares o regulaciones que pueden afectar el costo energético y hacer más lento el proceso de crecimiento económico.

    La cuestión se complica porque los países menos desarrollados y con mayor necesidad de crecimiento no participan de estas deliberaciones y, aunque fueran invitados, se alinearían con los partidarios del crecimiento a ultranza. El dilema de estos pueblos no es analizar la posibilidad de reducir el ritmo de crecimiento. Es salir del estancamiento y la pobreza, y para ello necesitan altas tasas de crecimiento, aunque se consuman toneladas de carbón y petróleo, se quemen bosques o se contribuya a la polución de ríos y mares.

    La cuestión ecológica no es una frivolidad de modernos estadistas, ni una ingenuidad de gente bien intencionada. Es un serio peligro -si no se enfrenta- que tendrá consecuencias irreversibles y constituye un camino seguro hacia el suicidio colectivo.

    JAPON Y ESTADOS UNIDOS EN CUATRO AÑOS.

    En setiembre de 1995 se cumplirá el 501/4 aniversario de la rendición de Japón, después del bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki. El acontecimiento se teñirá con profundos sentimientos, rencores y reflexiones sobre la verdadera naturaleza de las relaciones entre vencedores y vencidos de esa contienda, a ambos lados del Pacífico.

    La profusión de libros, discursos, debates y mutua hostilidad que ha rodeado el reciente cincuentenario de Pearl Harbour ilustra la magnitud de las pasiones que se pueden desatar dentro de casi cuatro años.

    Desde la perspectiva de Estados Unidos, la historia tiende a repetirse. Una potencia fuerte, orgullosa y desprevenida fue sorprendida en 1945 por el más traicionero ataque que se recuerde en este siglo.

    Las pérdidas fueron inmensas, la recuperación frente al desafío, total. La victoria sin concesiones dejó a Estados Unidos como el gran poder militar y económico del mundo du rante cuatro décadas.

    Ahora bien, mientras los estadounidenses velaban por la seguridad de Japón y otros pueblos asiáticos frente al peligro comunista, y su economía se desangraba en excesivo gasto militar, los japoneses se dedicaron a crecer y se han convertido en gran potencia comercial, financiera y tecnológica. Al ritmo actual, en poco más de una década el PBI japonés puede superar al de Estados

    Unidos.

    También en la visión japonesa el ciclo histórico amenaza con repetirse. Desde la perspectiva nipona, el país fue empujado a la guerra por el bloqueo económico estadounidense en 1945, que no permitía su “natural” expansión asiática. Pearl Harbour fue, desde esa óptica, un acto desesperado, la

    reacción de un tigre acosado, puesto contra la pared. El precio pagado fue doloroso en extremo. Si traicionero fue el ataque a Pearl Harbour, la destrucción de Hiroshima y Nagasaki fue inhumana. Hoy, Estados Unidos amenaza con represalias, con duro proteccionismo y pretende imponer condiciones

    al crecimiento económico japonés.

    Ambas visiones compartidas por gruesas capas de la población en los dos países no traen buenos presagios. En teoría, Japón y Estados Unidos son aliados, y sus econo mías tan interdependientes deberían permitir la solución negociada de cualquier conflicto. Pero para Washington, Tokio no es la misma categoría de aliado que Londres u Ottawa. Muchos de los libros que abundan hoy en Estados Unidos preconizan que los derrotados de 1945 fueron quienes en verdad ganaron la guerra, visto el poderío económico que exhiben. En Japón, tienen éxito los autores que reclaman el derecho a negarse a las pretensiones estadounidenses.

    Hay tres escenarios posibles para los próximos cuatro años: a) una guerra comercial entre ambos países, de efectos devastadores para ambas economías y para el resto del comercio mundial; b) una recuperación del liderazgo económico y tecnológico norteamericano; y c) el progresivo

    desplazamiento de Estados Unidos como la primera economía del planeta.

    La primera y la tercera llevan indefectiblemente al enfrentamiento (hay quienes arriesgan que incluso puede ser militar). La segunda mantendría el status quo. La única alternativa que no se considera -y seguramente la más deseable- es una genuina cooperación entre ambos países, respetando las diferencias culturales específicas de cada nación.