El 11 de septiembre, el portaaviones nuclear USS Enterprise hacía su patrullaje de rutina en el Océano Índico cuando comenzaron a llegarle las noticias de los ataques terroristas en Nueva York y Washington DC.
El Enterprise es una embarcación que desafía la imaginación de quien desconoce las actividades en el mar. Tiene más de 330 metros de largo y su plataforma de lanzamiento tiene un ancho de 75 metros. Es tan alto como un edificio de 20 pisos. Una villa entera un pequeño pueblo, más exactamente vive dentro de su poderosa estructura de acero, pero se trata de un pueblo fortificado, que se mueve por los océanos a más de 30 millas por hora.
Tiene una tripulación de 3.200 personas nada más que para lo que se refiere al manejo de la embarcación; además hay otras 2.400 personas entre pilotos, tripulación aérea y el personal necesario para mantener en condiciones los 70 aviones de última generación que despegan y aterrizan día y noche desde su pista.
Pero este superacorazado nunca viaja solo. Va siempre acompañado, por lo menos de un crucero tipo Aegis, gran barco de superficie diseñado para disparar contra misiles enemigos. También lo rodea un enorme conjunto de fragatas y destructores para protegerlo de submarinos enemigos; uno o dos submarinos de caza y ataque le van a la zaga; y, además, junto a él navegan barcos de refuerzo y otras naves especializadas. La fuerza de tareas también está integrada por tropas de marines y sus helicópteros. En términos de defensa y ataque estamos hablando de un coloso.
Es difícil calcular los costos exactos de un conjunto transportador de fuerzas militares de ese porte, pero con toda seguridad se puede hablar de muchos miles de millones de dólares. Barcos, aviones, submarinos, helicópteros, logística y personal, todo eso junto puede sumar cerca de la cuarta parte del presupuesto de Defensa de un país mediano, o tal vez más.
No existe en el mundo una concentración de poder que iguale a la fuerza de tareas de un portaaviones estadounidense; los pocos que tienen los británicos, franceses e indios son comparativamente minúsculos. Los rusos ya se están oxidando.
Si olvidamos el armamento nuclear, que siempre es problemático y tal vez esté condenado a ser inaplicable, este grupo de barcos de guerra constituye el corazón el más poderoso y flexible de la fuerza militar actual. La combinación de un portaaviones con todo su escuadrón de refuerzo constituye una fuerza virtualmente indestructible y, en cambio, tiene la capacidad de sembrar muerte y destrucción en casi cualquier rincón del mundo.
Estados Unidos tiene 12 portaaviones de ese tipo (otro, el USS Ronald Reagan, pronto va a sumarse a la flota), cada uno con una flotilla de acorazados a su servicio. También hay portaaviones más pequeños, diseñados no para combate en mar abierto sino para acercar hasta la costa a los batallones de marines.
Este despliegue de fuerza es apabullante. Si alguna vez se ordenara a todos los efectivos reunirse en un mismo lugar, el resultado sería la mayor concentración de fuerza aérea y naval que el mundo haya visto jamás. Pero eso nunca ocurrirá porque cada grupo tiene una misión mundial que cumplir: preservar y custodiar los intereses de Estados Unidos en un mundo volátil, impredecible y apoyar las numerosas obligaciones de Estados Unidos en el extranjero.
A comienzos de septiembre del año pasado, por ejemplo, tres conjuntos navales patrullaban el Atlántico Norte y el Caribe, uno el Atlántico Sur, otro frente a las costas del Golfo Pérsico y dos las aguas del Pacífico occidental y del sudeste asiático. Otros cinco estaban en sus bases por mantenimiento y rotación de tripulación; y uno más estaba siendo preparado para comenzar a operar.
Ante esta realidad, los apostadores más audaces supondrían que sólo un loco atacaría a un país con tanta protección. El 11 de septiembre, sin embargo, lo hicieron fundamentalistas mesiánicos que odian a Estados Unidos, y realmente lograron dejar shockeada y herida a la nación número uno del mundo.
Ataques asimétricos
En las semanas siguientes, analistas de todas partes (incluido el que suscribe) comentaban sobre la vulnerabilidad ante lo que llamaban “ataques asimétricos”; es decir, ataques por parte de enemigos que no pueden igualar las fuerzas convencionales estadounidenses pero que sí pueden hacerle daño de formas heterodoxas. Y así es, en efecto.
Pero el otro lado de la moneda es que, herido por el indiscriminado ataque terrorista, Estados Unidos salió con toda su alma a desplegar las inmensas fuerzas de que dispone: fuerzas que, paradójicamente, habían sido diseñadas principalmente para el conflicto de la Guerra Fría contra la Unión Soviética pero que resultan igualmente útiles para la batalla que se avecina.
El paradero de los barcos de la Marina de Estados Unidos, grandes y pequeños, estaba a disposición de cualquiera en el propio sitio central de la Marina antes del 11 de septiembre, en parte por cuestiones de relaciones públicas y, en parte también, para que las familias supieran dónde estaban sus seres queridos. Curiosamente, aunque no sorprenda, como resultado de los ataques terroristas tal información ahora está cancelada.
Sin embargo, en la era de la revolución de las comunicaciones, a mediados de enero era perfectamente posible informarse sobre los avances tecnológicos que integraban la unidad central del grupo de batalla, justamente en el propio sitio Web del Enterprise. Acompañando al enorme buque insignia en aquel momento había dos cruceros, seis destructores y fragatas, dos submarinos de ataque, dos naves anfibias con sus tropas y dos barcos con plataformas de recambio (en total, 15 naves y 14.300 hombres; incluyendo 3.250 tropas).
Para entonces, se habían unido a esa fuerza otros portaaviones, desde cuyas plataformas despegaban unidades para atacar día y noche objetivos afganos, y un helicóptero que trasladaba marines.
El alcance global de esos instrumentos de guerra es verdaderamente impresionante. El segundo portaaviones en sumarse al Enterprise fue el USS Kitty Hawk, que en septiembre estaba siendo reacondicionado en Yokosuka, Japón. Recorrió 6.000 millas en sólo 12 días y al llegar tomó posición como la “base de lanzamiento” de los cientos de vuelos que apoyaban las acciones de los marines y de las Fuerzas Especiales de Estados Unidos en Afganistán.
Por aire, los bombarderos B-1 hicieron el recorrido desde Estados Unidos hasta el lugar donde estaba el Enterprise y, una vez allí, descargaron todo tipo de munición sobre Al Qaeda y los talibanes; por su parte, los B-52 despegaron de la isla Diego García, en el Océano Índico, para reducir a escombros las colinas.
También desde Asia central se enviaron aviones de la Fuerzas Especiales estadounidenses hacia el área, y luego contaron con el respaldo de un extraordinario apoyo logístico y tecnológico mientras, a su vez, funcionaban como “señaladores” para ataques aéreos mediante la utilización de armas inteligentes. La campaña militar está prácticamente terminada, aparte de algunas cacerías de talibanes en las colinas distantes. Las primeras fuerzas de tierra en llegar, los escuadrones aéreos y los barcos de guerra como el Kitty Hawk retornaron a sus bases, todos prácticamente sin haber sufrido ninguna baja.
Es más, esas bases no están restringidas a las fuerzas estadounidenses que llegan sólo desde el continente americano hacia la zona de combate; los refuerzos llegaron desde Japón, Gran Bretaña, el Pacífico central, Alemania, Italia o Medio Oriente; esto es, la mayor variedad de bases que haya visto el mundo desde el mejor momento del Imperio Británico, un siglo atrás.
Un solo jugador
Pero esa conclusión está casi fuera de lugar. La lección que deja estupefactos a los militares rusos y chinos, y preocupa a los indios y a los que proponen una política de defensa común para Europa es que, en términos militares, sólo hay un jugador importante en la cancha.
Por razones políticas y diplomáticas, Estados Unidos invitó al mundo a que combine la lucha contra Bin Laden, así como tantas otras naciones habían sido invitadas por Washington una década atrás a oponerse a la agresión de Saddam Hussein.
Pero, ¿quién más en la coalición realmente contaba en esta contienda afgana, sorprendentemente unilateral? Los británicos (los “brits”, una de las palabras preferidas de George W. Bush) cumplen los requisitos para ciertas cosas: inteligencia compartida, velocidad (la SAS llegó primero tal vez a las montañas), poderío naval y aéreo (una docena de bombarderos Tornado), apoyo indiscutido del primer ministro Tony Blair, y la disposición a constituirse en puesto militar permanente con posterioridad a la victoria. Todo eso ayudó. Por cierto, para el pueblo americano los británicos son el único otro aliado importante, aunque lo sea en una forma algo pequeña.
¿Hubo alguien más? A medida que se desarrollaba la campaña, el gobierno japonés, un poco desesperadamente, despachó tres destructores al Océano Índico. Ésa fue una audaz hazaña política, dadas las limitaciones militaristas del país, pero eso fue más un gesto que una contribución real. Tuvo tanto efecto en el resultado como que Brasil se uniera a los aliados al final de la Segunda Guerra Mundial.
Para decirlo de otro modo, mientras la batalla entre Estados Unidos y el terrorismo internacional con los estados cómplices puede, ciertamente, ser asimétrica, es posible que esté surgiendo una asimetría mucho mayor: la que existe entre Estados Unidos y el resto de las potencias.
¿Cómo se explica esto? Primero, por dinero. Durante la última década y bastante antes, Estados Unidos ha estado gastando más en sus fuerzas de Defensa, en términos absolutos y relativos, que cualquier otra nación en la historia. Mientras en la década de los ´90 las potencias europeas recortaban su gasto militar posguerra fría, China mantenía el nivel del suyo y el presupuesto de Defensa de Rusia se desplomaba, el Congreso de Estados Unidos exigía al Pentágono presupuestos anuales que oscilaban entre US$ 260.000 millones y US$ 329.000 millones.
Todos sabían que, con las fuerzas de la Unión Soviética en estado de decrepitud, Estados Unidos se ubicaba en una categoría única. Pero es simplemente sobrecogedor enterarse de que este solo país una república democrática que dice despreciar el gobierno grande gasta, por año, en los militares más que la suma de todos los presupuestos nacionales de Defensa del mundo que le siguen en orden de prioridad.
Sólo unos pocos estadounidenses advierten esto, y muchos acusaron al ex presidente Bill Clinton de haber invertido poco en los militares del país. De haber sido así y se hicieron muchas comparaciones con Baldwin y Chamberlain en los años ´30 entonces se hace difícil entender cómo las Fuerzas Armadas de Estados Unidos pudieron haber producido un despliegue tan impresionante y sobrecogedor de poder en los últimos meses.
Sin embargo, apenas unas semanas atrás, gente cercana a Washington informó que Donald Rumsfeld, secretario de Defensa, proyecta pedir al Congreso un aumento de US$ 48.000 millones el año próximo, más del doble del total del presupuesto de Defensa anual de Italia.
Para decirlo de otro modo, hace un par de años Estados Unidos era responsable de 36% del gasto total de defensa mundial; su cuota ahora probablemente se acerque a 40%, si no más. Con un presupuesto anual de US$ 350.000 millones se pueden comprar grupos como el del Enterprise.
Nunca existió nada como esta disparidad de poder; nada. Yo he repasado una y otra vez las estadísticas comparativas sobre gasto de defensa y personal militar de los últimos 500 años, que he compilado en The Rise and Fall of the Great Powers (Ascenso y caída de las grandes potencias), y ninguna otra nación se le acerca. La Pax Británica se logró con poco dinero, el ejército del Reino Unido era mucho menor que los ejércitos europeos, y hasta la Armada Real sólo equivalía a las dos armadas que le seguían en tamaño. Ahora, aun la combinación de todas las armadas en el mundo no podría mellar la supremacía marítima americana.
El imperio de Carlomagno sólo cubrió Europa occidental. El Imperio Romano se extendía más ampliamente, pero había otro gran imperio en Persia, y uno mayor en China. Por lo tanto, no hay comparación posible.
Lo cierto es que este dinero destinado a las Fuerzas Armadas tiene que venir de alguna parte, primeramente de los propios recursos económicos del país, aunque en las largas guerras, las potencias a menudo suelan tomar préstamos en el extranjero. Aquí nuevamente hay una fuente incomparable de fortaleza estadounidense, que viene creciendo en los últimos años.
Durante las décadas de los ´70 y los ´80, la participación de Estados Unidos en el producto total mundial viene disminuyendo sostenidamente, de modo que para finales de los ´80 puede haber tenido sólo alrededor de 22% del producto bruto global, comparado con una participación mucho más alta en los años de Truman y de Eisenhower. Además, la Unión Soviética todavía parecía poderosa, y algunos pregonaban a Japón como la próxima potencia “Número Uno”.
Luego pasaron tres cosas. Primero, el imperio soviético colapsó, y los estados que lo sucedieron implosionaron económicamente (el PBI de Rusia es menor que el de los Países Bajos). Segundo, el crecimiento japonés se detuvo, sus bancos se toparon con problemas, el poderoso yen decayó y el país entró en una complicada era de malestar económico. Tercero, los empresarios estadounidenses y algunos políticos reaccionaron con fuerza ante el debate sobre la “declinación” y tomaron medidas: recortaron costos, achicaron y aligeraron las empresas, investigaron nuevas tecnologías, promovieron una revolución en las comunicaciones, recortaron los déficit oficiales, todo lo cual ayudó a producir importantes avances año tras año en la productividad.
Entonces, a medida que se contraían las participaciones de Rusia y Japón en la torta de la economía mundial, la participación de Estados Unidos se expandía sostenidamente: en este momento tiene alrededor de 30% del producto total mundial, tal vez algo más.
Este sostenido crecimiento económico, junto a la disminución de la inflación en los ´90, produjo un maravilloso resultado: los enormes gastos de Defensa de Estados Unidos podían lograrse a un costo relativo mucho menor para el país que el gasto militar en los años de Ronald Reagan. En 1985, por ejemplo, el presupuesto del Pentágono equivalía a 6,55% del producto bruto interno y era visto por muchos como una de las causas de los problemas presupuestarios y de crecimiento económico de Estados Unidos. Para 1998, la participación del gasto de Defensa en el PBI había bajado a 3,2%, y hoy no es mucho mayor. Ser “Número Uno” a un costo alto es una cosa; ser la única superpotencia del mundo a bajo costo, es sorprendente.
Reforzando esta preponderancia militar y económica desproporcionada hay otros elementos en la gran amalgama del poder de Estados Unidos en el mundo actual. Por cierto, a un estadígrafo le resultaría difícil compilar listas de las áreas donde Estados Unidos es país líder.
De todo el tráfico de Internet, 45% tiene lugar sólo en este país. De los premios Nobel en Ciencias, Economía y Medicina en las últimas décadas, 75% hace sus investigaciones y reside en el país del Norte. Entre 12 y 15 universidades de investigación estadounidenses tienen, mediante un amplio financiamiento, un lugar en una nueva superliga de universidades mundiales que están dejando a todas las demás Sorbona, Tokio, Munich, Oxford, Cambridge en el polvo, especialmente en las ciencias experimentales.
Los primeros puestos de los rankings de los bancos y empresas más grandes del mundo ahora han vuelto, en gran medida, a manos estadounidenses. Y si uno pudiera de manera confiable crear indicadores de poder cultural el idioma inglés, películas, televisión, avisos publicitarios, cultura juvenil, corrientes de estudiantes internacionales aparecería el mismo cuadro asimétrico.
¿Cuáles son las implicancias?
Primero, me parece que no tiene sentido que los europeos o los chinos se coman las uñas cuando el tema es el predominio de Estados Unidos. Con sólo desearlo, tal predominio no va a desaparecer. Es como si, entre los varios habitantes de la jaula de los monos en el zoológico de Londres, una criatura hubiese crecido más y más y más hasta convertirse en un gorila de 250 kilos. No podría evitar ser tan grande, y en cierta manera tampoco hoy puede Estados Unidos evitar ser lo que es.
Es interesante considerar las posibles implicancias para los asuntos mundiales de la existencia de tal gigante en nuestro medio. Por ejemplo, ¿qué significa para otros países, especialmente los que tuvieron gran poder como Rusia y Francia, o para otros con grandes aspiraciones de poder como India e Irán?
El gobierno del presidente ruso Vladimir Putin se encuentra ante la difícil elección de tratar de cerrar la enorme brecha de poder o de admitir que para hacerlo tendría que forzar demasiado los recursos de Rusia y distraer a la nación de la más lógica búsqueda de paz nacional y prosperidad.
Los europeístas franceses tienen que, o bien reconocer que las posibilidades de crear un predominio militar, diplomático y político equivalente al estadounidense en los asuntos del mundo son una ilusión, o bien que tienen que aprovechar el reciente despliegue del papel europeo de observador para hacer nuevos esfuerzos por unificar el fragmentado continente.
Pensemos, también, en las implicancias para China, tal vez el único país que si continuara con las tasas actuales de crecimiento durante los próximos 30 años y evitara los conflictos internos podría ser un serio contendiente del predominio estadounidense.
Mientras los tripulantes del Kitty Hawk y otras naves de la Marina estadounidense bajan a puerto por algunos días de licencia, se escuchan en todos los rincones del mundo cómo se rompen planes militares y estudios de factibilidad se tiran al papelero de la Historia.
Reflexionemos sobre las consecuencias para las organizaciones internacionales, especialmente las que están involucradas en la defensa occidental y/o la paz y la seguridad mundial. Es cierto, algunas fuerzas armadas de la Otan han jugado un papel secundario, y los estados europeos prestaron sus bases aéreas a Estados Unidos, aportaron inteligencia y cercaron a terroristas sospechados; pero los otros miembros de la organización van a tener que enfrentar la perspectiva de, o bien ser una cáscara hueca cuando los estadounidenses no actúan, o bien convertirse en un apéndice de Washington cuando lo hacen.
¿Es posible tener un Consejo de Seguridad razonablemente equilibrado en las Naciones Unidas cuando existe, además de la brecha entre sus cinco miembros permanentes con poder de veto y los miembros no permanentes, un tremendo y real golfo entre el poder e influencia de uno de los cinco y los otros cuatro?
Incluso antes de las actuales victorias, Estados Unidos jugó a usar organizaciones internacionales cuando le convenía a sus propios intereses, y paralizarlas cuando las desaprobaba. Y, sin embargo, probablemente nada podría ser peor, para la estabilidad global, que Estados Unidos trazara un curso zigzagueante.
Piensen, entonces, en cuáles podrían ser las consecuencias para la democracia estadounidense misma. Es, tal vez, simplemente una ironía histórica que la república cuyo primer líder advirtió contra el enredo de alianzas y distracciones en el extranjero, se haya convertido ahora, ya entrando en el tercer milenio, en la policía del mundo.
Después de todo, una cultura política que no guste de la interferencia de gobiernos y, en cambio, guste de sus raíces anticolonialistas puede no tomar bien eso de que se le requiera poner sus fuerzas en África, Asia central y oriental si ocurrieran crisis peligrosas. Pero nadie más puede hacer esa tarea, o bien perseguir terroristas hasta los más remotos confines del globo, por siempre.
¿Continuará este “momento unipolar”, como ya se lo ha llamado, durante siglos? Seguramente no. “Si Esparta y Roma murieron”, dijo Rousseau, “¿qué Estado puede tener la aspiración de durar para siempre?”.
Tiene bastante sentido. La posición actual de Estados Unidos se asienta en gran medida sobre una década de impresionante crecimiento económico. Pero si ese crecimiento disminuyera, y si los problemas presupuestarios y fiscales se multiplicaran en el próximo cuarto de siglo, entonces la amenaza de extenderse demasiado volvería. En ese caso, el principal desafío que enfrenta la comunidad mundial podría ser el posible colapso de las capacidades y responsabilidades de Estados Unidos, y el caos que podría seguir a partir de tal escenario. Pero desde la plataforma de despegue del USS Enterprise, ese escenario parece todavía muy lejano.
¿Cómo ve el resto del mundo a Estados Unidos?
“¿Con qué derecho” exigía un indignado ambientalista en una reciente conferencia a la que yo asistí “los estadounidenses ponen una huella tan fuerte sobre la faz de la tierra?”. ¡Ay!, eso fue duro porque, por desgracia, es bastante cierto.
Nosotros comprendemos algo menos que 5% de la población del mundo; pero consumimos 27% de la producción anual de petróleo; creamos y consumimos casi 30% del Producto Bruto Mundial; y gastamos 40% de todos los gastos de Defensa del mundo. Como ya he dicho, el presupuesto del Pentágono es actualmente casi equivalente a los gastos de Defensa de las siguientes nueve o diez naciones con mayor gasto en Defensa, lo cual no ha ocurrido nunca en la historia. Eso es ciertamente una huella fuerte. ¿Cómo explicarlo a otros? ¿Y a nosotros mismos? ¿Y qué debería hacerse al respecto, si es que hay algo que hacer?
Hago estas preguntas porque las recientes experiencias de viajes que he tenido al Golfo Pérsico, Europa, Corea y México, además de carradas de cartas y de e-mails de la más variada procedencia, todas sugieren que esta democracia americana nuestra no es tan admirada y apreciada como solemos suponer. La simpatía del extranjero ante los horrores del 11 de septiembre fue suficientemente genuina, pero era simpatía por las víctimas inocentes y queridas: los trabajadores del World Trade Center, los policías, los bomberos. Hubo también un sentimiento de lástima que surge del temor de que algo similar podría ocurrir en Sidney, en Oslo o en Nueva Delhi. Pero eso no implica amor incondicional y apoyo al Tío Sam.
Por el contrario, aquellos que escuchan pueden detectar un amplio entusiasmo de crítica internacional, referencias sarcásticas a las políticas del gobierno de Estados Unidos y quejas sobre nuestra profunda “huella” sobre la faz de la Tierra. Incluso, mientras escribo este artículo, ha llegado un nuevo e-mail de un ex alumno mío en Cambridge, Inglaterra (y, además, un devoto anglófilo), quien habla de la dificultad de superar el generalizado sentimiento antiamericano. ¡Y eso en la tierra de Tony Blair! Menos mal que no está estudiando en Atenas, Beirut o Calcuta.
Muchos estadounidenses pueden no reparar en las crecientes críticas y preocupaciones expresadas por voces externas. Para ellos, la realidad es que Estados Unidos es el número uno indiscutido y que el resto Europa, Rusia, China, el mundo árabe tiene que aceptar esa simple realidad.
Pero otros estadounidenses sí escuchan ex trabajadores de los cuerpos de paz, padres con hijos estudiando en el extranjero (como lo hicieron ellos en otro tiempo), empresarios con fuertes contactos en el exterior, hombres y mujeres de iglesias, ambientalistas y se preocupan de verdad sobre nuestra “huella” en el mundo y por los murmullos que llegan desde lejos. Se preocupan a raíz de que nos estamos aislando de la mayoría de los serios desafíos a la sociedad global, y a raíz de que cada vez más nuestra política externa consista meramente en desplegar una poderosa fuerza militar para destruir a demonios como los talibanes, sólo para retornar a nuestras bases aéreas y navales. Ellos entienden, mejor que algunos de sus vecinos, que Estados Unidos mismo es el gran responsable de crear un mundo cada vez más integrado a través de inversiones financieras, adquisiciones extranjeras, de nuestra revolución en las comunicaciones, de nuestra cultura de MTV y CNN, de nuestro turismo e intercambios estudiantiles y de nuestra presión sobre las sociedades extranjeras para que conformen acuerdos relativos al comercio, flujos de capitales, propiedad intelectual, medio ambiente y leyes laborales.
Por lo tanto, reconocen que no podemos escapar hacia atrás hacia una era de inocencia y aislamiento, y temen que estemos alejándonos demasiado de un mundo al cual ahora estamos fuertemente e inexorablemente ligados. Después de mis recientes viajes, este punto de vista tiene cada vez más sentido para mí.
¿Entonces qué hay que hacer? Una forma de pensar con claridad podría basarse en dividir las opiniones externas en tres categorías: los que aman a Estados Unidos, los que odian a Estados Unidos y los que se preocupan por Estados Unidos.
El primer grupo es fácilmente reconocible. Incluye a figuras políticas extranjeras como lady Margaret Thatcher y Mikhail Gorbachev; empresarios amantes de la economía del laissez-faire estadounidense; adolescentes extranjeros enamorados de las estrellas de Hollywood, los blue jeans y la música pop; y las sociedades liberadas de la opresión por las políticas estadounidenses contra regímenes desagradables.
El segundo grupo también se destaca. El antiamericanismo no es sólo la marca distintiva de los fundamentalistas musulmanes; la mayoría de los regímenes no democráticos, los activistas radicales en América latina, los nacionalistas japoneses y los críticos del capitalismo en todas partes también suscriben a ese sentimiento. Asimismo, se puede encontrar en los salones intelectuales de Europa, tal vez especialmente en Francia, donde la cultura estadounidense es considerada cursi, simplista, de mal gusto y muy exitista.
Como hay bastante poco que se pueda hacer para alterar las convicciones de cualquiera de esos campos, nuestro foco debería ponerse sobre el tercero y más importante de los grupos, esos que sienten una simpatía natural por Estados Unidos y admiran su papel en lo que hace al avance de las libertades democráticas, pero que ahora se preocupan por la dirección que toma la República. Esto es curioso, pero también reconfortante. Sus críticas están dirigidas no hacia quiénes somos, sino al fracaso de nuestro país en cuanto a vivir de acuerdo con los ideales que nosotros mismos siempre hemos articulado: democracia, imparcialidad, apertura, respeto por los derechos humanos y el compromiso con el mejoramiento de las “cuatro libertades” de Roosevelt.
Es interesante reflexionar sobre el hecho de que tres veces en el último siglo la mayor parte del mundo miró con esperanza y ansiedad hacia un líder estadounidense que abogaba por los valores trascendentales de la persona humana: Woodrow Wilson, Franklin D. Roosevelt y John F. Kennedy hicieron latir corazones en el mundo cuando rechazaban los estrechos sentimientos de “América Primero” y hablaban de las necesidades de toda la humanidad.
Es un retorno a este país tolerante y decidido que tantos preocupados y desilusionados amigos extranjeros quieren ver. Las políticas unilaterales de Estados Unidos sobre las minas terrestres, una corte criminal internacional y los protocolos ambientales de Kyoto quedan muy cortos frente a esas expectativas. Reducir el financiamiento de Estados Unidos parece ser a la vez poco sensato y contrario a las solemnes promesas. En realidad, algunas de esas políticas estadounidenses (por ejemplo, en las primeras propuestas de Kyoto) pueden probablemente ser bien defendidas. Pero la impresión general que Estados Unidos ha dado últimamente es que, sencillamente, no nos interesa lo que piense el resto del mundo.
Cuando necesitamos ayuda para acorralar terroristas, congelar activos financieros y disponer de bases aéreas para las tropas de nuestro país jugamos en equipo; cuando no nos gustan los planes internacionales, nos vamos por otro lado. Mi impresión es que cada embajador de Estados Unidos y que cada enviado al extranjero estos días pasa la mayor parte de su tiempo manejando esas preocupaciones; preocupaciones expresadas, como dije antes, no por los enemigos sino por los amigos de nuestro país.
Finalmente, los cambios de política individual importan mucho menos que el tema más amplio. Hay una profunda necesidad en el extranjero, estos días, de que Estados Unidos muestre un verdadero liderazgo. No lo que una vez mencionó el senador William J. Fulbright como “la arrogancia del poder” pero sí, en cambio, un liderazgo del tipo ejemplificado por Roosevelt. Esto parece ser lo que quiere Chris Patten, comisionado de Relaciones Exteriores de la Unión Europea cuando enuncia sus preocupaciones sobre que Estados Unidos esté exagerando el “impulso unilateral”.
Sería un liderazgo marcado por una amplitud de mira, por una apreciación por nuestra humanidad común y por un conocimiento basado en que tenemos tanto para aprender de los demás como impartir a los demás. Sería un liderazgo que hablara a los débiles de todas partes, y que comprometiera a Estados Unidos a unir a otras naciones fuertes y aventajadas en un esfuerzo común para ayudar a aquellos que apenas pueden ayudarse a sí mismos. Por encima de todo, sería un liderazgo que se dirigiera abiertamente a los estadounidenses y les explicara, una y otra vez, por qué nuestro interés nacional más profundo está en tomar en serio el destino de nuestro planeta y en invertir mucho en su futuro.
Si eso ocurriera, estaríamos cumpliendo con la promesa de Estados Unidos y, probablemente, tendríamos la sorpresa de ver cuán populares somos en realidad.
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Paul Kennedy es profesor de Historia en la Yale University y director del Departamento de Estudios de Seguridad Internacional. Ha escrito 15 libros, incluyendo Ascenso y caída de las grandes potencias y A prepararse para el Siglo 21.