Christopher Hitchens es un inglés de 53 años que en 1970 se graduó en Filosofía, Política y Economía en el Balliol College, Oxford, Inglaterra. Con ideas izquierdistas y un ingenio profundamente agudo, echó fama diciendo siempre verdades que incomodan. Es columnista de la revista The Nation.
En su último libro, Letters to a Young Contrarian, y en varias entrevistas recientes, usted ha dicho que sus días de socialista ya son cosa del pasado, que tal vez también lo son del socialismo mismo y los de la “crítica general socialista al capitalismo”. ¿Quiere hablarme de eso y de la evidente tristeza y hasta resignación que trasunta ese comentario?
Creo que hay más de lo segundo, para empezar. Lo que yo sentía es que no había una verdadera posición para ocupar. Todavía siento como que me falta un brazo o una pierna. Por ejemplo, si observamos lo que ha pasado en las últimas semanas en la Argentina; un país que yo conozco algo, y donde en el pasado trabajé con la izquierda, contra la dictadura y demás. Y ahí lo tiene: ha habido una disolución total.
Es evidente que allí se ha producido algún tipo de fracaso de la economía neo-liberal. Pero la situación ha pasado a manos de los peronistas, al menos por el momento, quienes estoy seguro van a hacer lo de siempre: corromper el tesoro tratando de renacionalizar la moneda, tal vez imponer aranceles y demás, pero no va a funcionar. Aparte de lo ideológico, cada vez me interesa menos cómo es la política de otros pueblos y cuáles son sus principios.
También ha escrito que estamos viviendo un período en el cual, en el escenario del mundo, sólo el capitalismo es revolucionario.
Sí.
Parece una declaración destinada a provocar reacciones, pero dice que Marx reconoció lo mismo en sus días. ¿Lo suyo es una simple cita o una comprobación de la realidad?
Escribí eso hace mucho. El origen de toda esta discusión la gente suele olvidarlo es que Marx y Engels reconocían que el sistema capitalista era, hasta entonces, la fuerza más racional, más eficiente y también más heroicamente subversiva y dinámica. Y entonces pensaron que, a su vez, ella daría origen a algo más racional y más revolucionario. Y no era una mala apuesta. Hubo un momento en que el capitalismo pareció atascarse y fueron ellos, los capitalistas, los que no tuvieron otra alternativa que proponer, salvo el fascismo o el imperio. Pero nada de eso es cierto ahora, porque me parece lograron generar otra revolución industrial, una revolución tecnológica que creó un tipo diferente de trabajo. Parece una paradoja pero Marx y Engels siempre pensaron que Estados Unidos era el gran país revolucionario y Rusia el gran país del atraso.
“El capitalismo ha sobrevivido sus crisis pero no sus contradicciones”. Ésta es una frase que también le pertenece. Si no aparece una alternativa, ¿cuáles son las contradicciones más urgentes?
Hay una evidente en mi propio trabajo: el periodismo. La tendencia al monopolio, al conglomerado. Esas amalgamas no se hacen sólo para obtener economías de escala. Se hacen para obtener más rentabilidad. Pero cualquiera sea el objetivo, el efecto es disminuir la diversidad, imponer uniformidad, mientras que toda la ideología del capitalismo se supone que se basa en ofrecer más opciones.
Y luego hay un misterio sobre el capitalismo, y es por qué funciona en algunos países y en otros no. Por qué, por ejemplo, nunca funcionó en la Argentina; y eso desde mucho antes de que se hablara de globalización. La Argentina tiene prosperidad natural, muchos recursos, no tiene demasiados habitantes y fue poblada por europeos. Y, sin embargo, el capitalismo es un fracaso.
Está creciendo una especie de frustración al ver que el manejo que hacen los ejecutivos de empresas no es tan responsable como el de los funcionarios del gobierno; se dice que porque no son elegidos y porque sus mecanismos no son transparentes. No es que sugiera yo que el gobierno es transparente…
Cuando yo estudiaba en Oxford había un libro muy influyente llamado Monopoly Capital , de Paul Baran y Paul Sweezy. Era un libro obligado en la biblioteca de los ´60. Allí decían que muchas empresas eran ya más grandes que muchos gobiernos y que eso tenía consecuencias extraordinarias para lo que se consideraba el modelo Guerra Fría del capitalismo liberal. El libro impresionó a muchos, incluso a mí. Pero desde entonces he estado en países donde no sería mentira decir que mucha gente preferiría trabajar para esa empresa y no para el gobierno. Porque ganarían más, serían mejor tratados, y probablemente tendrían acceso a mejores cosas, como por ejemplo la educación, que si confiaran en el régimen local.
Entonces, si la cultura popular es la cultura del consumidor, ¿qué poder tenemos que hacer valer nosotros como consumidores?
Yo no dudo ni por un instante que eso es lo que somos y que así nos ven; y, lamentablemente, que así nos vemos a nosotros mismos. Me pareció muy interesante, por ejemplo, que cuando los Bautistas del Sur decidieron tratar de boicotear a Disney, el intento fuera un fracaso total. Y uno diría que ése era un grupo coherente, con bastante poder adquisitivo, influencia y reputación. Un grupo que la gente de Disney debería tener en cuenta. Hasta donde yo sé, no tuvo ninguna influencia.
En realidad, lo primero que hay que decidir es si la gente está disconforme con la situación o no. Yo creo que, en su mayoría, no. Al menos en Estados Unidos. Y mucho me temo que no es que haya una tremenda demanda insatisfecha de cambio. Es justamente por la falta de respuesta a eso que he decidido que sería deshonesto de mi parte seguir identificándome como antes.
Dado su amor por el disenso y las manifestaciones de protesta, me sorprendió leer su opinión sobre las protestas antiglobalización llevadas a cabo en Seattle durante 1999. Usted dijo entonces que eran reaccionarias. Las llamó “una protesta contra la modernidad”.
Sí, eso es cierto en las que yo vi. Esas manifestaciones se producen también en Washington y en todas partes. Tienen mucho que ver con la vieja crítica contra lo grande, contra la gran escala. Y el corolario, me pareció a mí, de esos movimientos y de otros que leo o veo es que una sociedad mejor sería básicamente más agraria, más orgánica, más tradicional. Y no sé si es así, pero sí sé que no es factible. La idea de que el tipo de modelo social sería algo así como un indio Cherokee que como usted sabe no es exagerar mucho con respecto a algunos manifestantes me parece, aunque admirable, decididamente conservadora y con pocas posibilidades de ser aplicada. Yo no quiero ser parte de eso. No soy parte de eso. Claro que me enferma, como a cualquiera, si voy a Damasco y encuentro un McDonald´s. Pero eso tiene que ver con mis sentimientos contra la falta de variedad que viene con el monopolio y con la integración de todas esas economías de escala.
Lo cual es una cuestión de preferencia cultural más que de sistemas económicos.
Claro, tiene que ver con la uniformidad, con el terrible sentimiento que adonde quiera que uno va, ahora todo se parece a todo. Me molesta eso. También es cierto que cuando regreso a Londres, si miro las carteleras de los cines, es lo mismo que si estuviera en Estados Unidos. Y aunque nunca miro televisión, me parece que lo mismo ocurre, cada vez más, cuando se enciende un televisor en Gran Bretaña. Entonces, siento cierta simpatía hacia la gente que quiere tratar de proteger sus propias culturas contra eso. Pero, en ese contexto, la palabra “proteger” tiene una resonancia que también me produce desconfianza.