En apariencia, Latinoamérica había avanzado considerablemente -durante los ´90- en materia macroeconómica. Según el recetario convencional para países emergentes y periféricos, los tres principales países redujeron la inflación y el déficit fiscal. Pero el crecimiento fue lento (México), escaso (Brasil) o casi nulo (la Argentina), a precios constantes. Sin la menor duda, el colapso argentino y sus efectos caóticos fueron causados por el pésimo manejo financiero del gobierno, pero ciertos obstáculos en nivel “micro” impidieron mejorar la productividad y, a la postre, mantener el dólar fijo en un peso.
Por supuesto, una buena gestión macroeconómica es clave para un crecimiento sostenido. La estabilidad monetaria y fiscal descomprime tasas, inspira confianza en los inversores y contribuye a que las empresas eleven productividad. Pero la estabilidad sola no basta: el análisis micro de varias economías latinoamericanas demuestra que los sectores y las compañías se desempeñan de modos diferentes según el país, aun en similares condiciones macro.
En Brasil, por ejemplo, la productividad de la industria láctea es apenas 10% de su contraparte en Estados Unidos pero el sector avícola llega a 80%. Entretanto, los bancos comerciales -tomados individualmente- pueden representar de 20 a 120% del nivel estadounidense. En la Argentina, la construcción residencial alcanza apenas 26% de la productividad estadounidense, aunque algunas firmas muestren hasta 52%. En la industria frigorífica, el promedio es 39%, con casos de hasta 69%.
Un ejemplo contundente
De hecho, la Argentina ejemplifica muy bien lo inadecuada que puede ser la macroeconomía pura. Además de fijar el peso al dólar en un rígido uno por uno (1991), se levantaron controles de precios y regulaciones sobre movimientos de capital, en el contexto de una privatización exhaustiva en áreas como hidrocarburos, minería, telecomunicaciones, transportes y servicios. Al principio, tanta audacia erradicó la inflación y acható los tipos de interés. El déficit fiscal fue controlado y el pago de intereses sobre la deuda externa se tornó manejable. De 1990 a 1995, el PBI crecía a razón de 5,9% anual y la productividad laboral a 4,5%. El Fondo Monetario Internacional exaltaba a la Argentina como modelo de reformas para mercados emergentes.
Pero las cosas empezaron a descarrilarse. En la segunda mitad del decenio, el incremento de productividad laboral cayó a 0,4% anual y contribuyó a la recesión iniciada en 1998. La recaudación tributaria se derrumbaba, el gasto público seguía expandiéndose, el endeudamiento era cada vez más difícil de afrontar y la paridad fija sufría crecientes presiones. En enero de 2002 y en medio de una crisis sociopolítica sin precedentes, la Argentina abandonó la convertibilidad y entró en cese de pagos respecto de la deuda externa federal.
¿Qué pasó con el “milagro” de la productividad argentina, si realmente había existido? Un examen detallado indica que los avances en la materia durante los primeros ´90 se limitaban a sectores recién privatizados o reprivatizados. Pero el proceso entrañaba factores irrepetibles: las multinacionales que adquirieron esos activos redujeron drásticamente las dotaciones laborales y actualizaron tanto prácticas gerenciales como tecnologías.
Los sectores restantes (80% del PBI total) lograron leves aumentos en productividad en 1990-98, pese a condiciones macro muy mejoradas. En 2001, justo antes de la presente crisis, la productividad general representaba 32% de la estadounidense, contra 29% en 1990. ¿Por qué?
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Tres sectores
Los componentes de cualquier mejora productiva son claros: mayor economía de escala, nuevas tecnologías, gestión y estructuras de mayor calidad. En el segundo trimestre de 2001, se examinaron tres de los principales sectores económicos en la Argentina: construcción, alimentos procesados y comercio minorista.
En ese marco, se analizaron detenidamente dos subsectores estancados: construcción residencial (4% del PBI, 5% del empleo) y frigoríficos, una de las mayores áreas alimentarias y clave de las exportaciones cárneas. En ambos segmentos, se encontraron prácticas empresarias anacrónicas y ausencia de economías de escala, como resultados de dos problemas comunes en toda Latinoamérica.
El primero es la evasión tributaria, que castiga a firmas contribuyentes y más productivas e impide que la industria se consolide. El segundo reside en un laberinto de trabas reglamentarias sectorializadas, a menudo yuxtapuestas, en nivel federal, provincial y municipal, que preserva las prácticas anacrónicas del negocio y distorsiona la competencia.
Lo chico resulta caro
Se estima que, en la Argentina, la proporción de impuestos evadidos sobre pagados por hoteles y restaurantes llega a 160%. O sea, por cada $ 100 abonados se evaden 160. Las proporciones están de 115 a 125% en textiles y calzado, 70 a 80% en comercio minorista o frigoríficos y de 50 a 60% en transportes. Aun en sectores más formales, por ejemplo enseñanza privada, salud rentada y servicios sociales, la evasión llega hasta 50%.
Un estudio del McKinsey Global Institute sobre Brasil (1998) reveló que la evasión les daba ventajas a los almaceneros tradicionales y desestimulaba a quienes trabajaban con grandes volúmenes. En tanto, la construcción de un doble sistema ineficiente, donde los pequeños subcontratistas, al servicio de contratistas generales, empleaban la mayor parte del personal… sólo porque eran duchos en evadir impuestos y aportes. Por tanto, reducían costos en la cadena de valor agregado.
En la Argentina, como en Brasil, McKinsey detectó una maraña de trabas reglamentarias a la competencia, que favorecen a compañías chicas, relativamente improductivas. En la venta de medicamentos al público, por ejemplo, la proliferación de farmacias chicas es estimulada por barreras zonales, limitaciones a la venta en mostrador y exigencias que impiden el surgimiento o la consolidación de cadenas o bocas de expendio múltiples.
¿Viviendas a medida o de confección?
Como es obvio, resulta más eficiente en costos construir viviendas en grupo que individualmente, porque los proyectos colectivos logran economías de escala. Así, en un mercado normal, sólo familias ricas pueden permitirse comprar terrenos y mandarse hacer casas “a medida”. Resulta entonces sorprendente que casi 85% de las viviendas familiares en la Argentina estén “hechas a medida”. A la inversa, en Estados Unidos, 75% de las viviendas familiares se edifica en conjuntos urbanos de 20 o más unidades.
Obviamente, es un mercado distorsionado, pues una casa individual no cuesta más cara que una en grupo, aunque la productividad laboral en los conjuntos doble la de viviendas aisladas. ¿Por qué las leyes del mercado parecen dadas vuelta? Porque, al evadir el IVA (21% sobre materiales, 10,5% sobre mano de obra) y aportes laborales (casi 20% sobre salarios), los contratistas chicos que edifican casas individuales compiten con ventaja sobre los que desarrollan conjuntos habitacionales.
El costo teórico de construir una casa promedio en la Argentina abarca terreno (14%), ganancias y gastos del contratista general (17%), proyecto (3%), materiales (29%), impuestos y aportes (22%), más otros gravámenes (15%). En realidad, no obstante, las pequeñas empresas -a veces familiares-, difíciles de rastrear e inspeccionar, recortan de 18 a 22% en costos, evadiendo impuestos, aportes y gravámenes. Además, pagan parte del trabajo en negro.
Ventajas anómalas
Los contratistas grandes, por supuesto, pueden recortar hasta 19% de costos distribuyendo gastos de proyecto entre muchas unidades, comprando materiales al mayoreo y empleando equipos en forma más eficiente. Pero, así y todo, sus costos finales igualan casi a los del pequeño constructor, pues éste evade o elude impuestos.
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Sin embargo, hay algo que iguala a chicos y grandes: la burocracia. No la propia, sino la pública en los tres niveles (ocurre igual con el costo de comprar, transferir y mantener un automotor). De hecho, la brecha de productividad entre la construcción argentina y la norteamericana se expande de 10 a 20% a causa de trámites y reglamentos.
Mientras las economías centrales tratan de reducir estructuras y vericuetos burocráticos, en la Argentina, los procedimientos -lentos, tortuosos- para aprobar grandes proyectos de desarrollo urbano resultan frustrantes. En la provincia de Buenos Aires, por ejemplo, toma de uno a tres años recorrer los laberintos oficinescos y, luego, la maraña de trámites municipales. El equipo de McKinsey entrevistó a un constructor en gran escala y éste relató que, cierta vez, había remitido una solicitud para evaluación de riesgos hídricos (inundaciones, contaminación de napas, etc.), recibiéndola de vuelta, ocho meses después y no procesada, porque le faltaba una firma. La estamparon y el trámite tomó otros ocho meses.
Cómo destrabar trabas
El caso de la construcción sobra como ejemplo, sin duda. Respecto de posibles medidas destrabantes, lo primero que debe hacerse es identificar obstáculos a la productividad, sector por sector. Lo segundo, coordinar iniciativas de corto plazo entre instancias federales, provinciales y municipales.
Experiencias en otros países latinoamericanos demuestran que se necesita un programa específico para el sector elegido. Las soluciones genéricas o de confección, tipo “identikit” -históricamente comunes en la región- no han servido casi para nada. Con demasiado frecuencia, las reformas solían centrarse en grandes empresas, que no eran las claves del problema, e ignoraban las trabas existentes en cada área y las soluciones apropiadas.
Naturalmente, la Argentina vive una crisis estructural y no es fácil, en medio de la tormenta, encarar reformas puntuales en sectores concretos. Pero hacen mucha falta y, con diagnósticos y planes adecuados, pueden hacer cosas tan simples como afrontar la evasión fiscal en la construcción.
Bastaría para ello con conectar las nuevas viviendas a los servicios públicos recién después de haberse registrado, con presentación simultánea de certificados de obra, comprobantes de pagos tributarios y aportes previsionales por parte del contratista. En la otra punta, las tres jurisdicciones unificarán y simplificarán procedimientos e impondrán un plazo máximo de seis meses para el trámite y la aprobación de urbanizaciones colectivas.
Sin duda, en un plazo más largo se necesitarán cambios más radicales en lo atinente a hábitos y prácticas arraigadas en materia de evasión fiscal. Lo mismo ocurre con los excesos reglamentarios y burocráticos en el área tomada aquí de ejemplo y en las restantes. Mientras tanto, si se procesan con celeridad, las iniciativas sectoriales específicas aludidas en el análisis de McKinsey podrían tener, por sí, impacto en la productividad general.