Hay que admitir que el juego de Roberto Lavagna es más atractivo que el de Remes Lenicov. Tal vez más riesgoso, pero con dirección y convicción. La sabiduría convencional decía que no había manera de esquivar la necesidad de un bono compulsivo para los depósitos reprogramados. En esto coincidían la mayoría de los economistas, los banqueros y hasta el mismísimo FMI.
¿Por qué? Porque si hay depósitos reprogramados, con un cronograma de vencimientos que siempre se acerca velozmente, habrá que hacer pagos muy importantes en los próximos años. Y los bancos tendrán que pagarlos. Los que no puedan, tendrán que cerrar o traer dinero de sus casas matrices en el exterior para hacer frente a estos compromisos. En cuanto a la banca nacional, seguramente concentrará todo el apoyo de que pueda disponer el Banco Central.
Así se entiende que este rumbo plantea inexorablemente una confrontación con los bancos extranjeros. Lavagna ha decidido partir de una posición de fuerza: frente a los bancos extranjeros y frente a las empresas de servicios públicos privatizadas. Nada de enemigos pequeños.
Pero los bonos opcionales, sobre los cuales los ahorristas pueden elegir, tienen la virtud de que la Corte Suprema no pondría obstáculos legales a la salida del “corralito” diseñada por Lavagna. Éste es un factor que no ha sido calibrado hasta ahora por el FMI y que, una vez analizado –ya explicado por Mario Blejer– puede ablandar la oposición inicial del organismo.
Los próximos 60 días serán decisivos para evaluar el resultado de esta riesgosa jugada. Cuando se comience a hablar de que los nuevos bonos para los ahorristas pueden tener la misma quita que los que eventualmente recibirán los tenedores de la deuda externa en default, hay una gran posibilidad de que la preferencia sea por mantener depósitos reprogramados.
La estrategia oficial es riesgosa: se trata de que los titulares de los depósitos reprogramados, que suman $ 38.000 millones, elijan pasar sus ahorros a bonos de largo plazo o esperar los vencimientos, que comienzan a ser significativos en enero de 2003.
Los ahorristas tienen 30 días para optar. Si no lo hacen, quedan como hasta ahora; es decir, con los depósitos reprogramados en pesos e indexados por precios. La estimación de la mayoría de los analistas es que algo así como 70% de los depósitos mantendrá su status actual, más por no decidir que por decidir algo. Si esto es así, la siguiente jugada es de los bancos: ¿aportarán dinero fresco para hacerse cargo de los vencimientos o cerrarán sus puertas?
Un buen número de entidades podría estar dispuesto a capitalizar sus instituciones si obtuviera pistas firmes de cómo habrá de operar el sistema financiero de aquí en adelante. Lo que los bancos extranjeros tienen claro es que no contarán, para salir del paso, con el auxilio de los redescuentos.
La asistencia del BCRA estará reservada para las instituciones oficiales y para algunos bancos privados nacionales. En la visión de Lavagna, los bancos extranjeros tendrán que comportarse como prestamistas de última instancia o irse del país. Sería interesante participar como observadores de las reuniones de directorios que a partir de ahora se celebrarán en ciudades como Nueva York o Madrid. Hasta el momento, esas reuniones terminaron siempre igual: sólo se ingresan nuevos capitales a la Argentina en dosis homeopáticas. Pero esto no sirve para predecir decisiones futuras.
¿Cómo se comportará el FMI frente a la estrategia Lavagna? La cúpula del organismo auditor se ha mostrado mayoritariamente partidaria, al igual que los bancos extranjeros, de que el menú de bonos de largo plazo fuera compulsivo y no voluntario, pero sus argumentos no son los mismos. Para los banqueros privados la prioridad es descargar sobre el sector público las obligaciones para con los ahorristas, reducir pasivos y reducir, a la vez, deuda pública en cesación de pagos del activo.
Para el FMI la cuestión es otra: si la conversión de depósitos reprogramados en bonos de largo plazo es compulsiva, el problema monetario se reduce a las filtraciones de las cuentas a la vista. Esto puede poner en aprietos a los bancos, escasos de liquidez, pero no es un problema inmanejable. En cambio, los depósitos reprogramados constituyen un factor de incertidumbre e impiden el diseño de un programa monetario. De hecho, los futuros vencimientos de esos depósitos y el riesgo de que los amparos judiciales se reaviven colocan otra vez en el centro del escenario los temores a la hiperinflación.
El gobierno tiene otros problemas pendientes: quizás el más importante sea el de abordar la negociación con los acreedores externos, que promete otra confrontación de magnitud. En este caso el FMI también tiene algo que decir: la Argentina debe generar un superávit fiscal primario de unos tres puntos del PBI para que cualquier promesa de pago, aun después de una quita de capital de orden de 70%, sea creíble.
Estamos muy lejos de ese superávit, y es por ello que la apertura de las negociaciones se posterga. De todos los países que en los últimos años han entrado en cesación de pagos, sólo la Argentina ha tardado no menos de cinco meses en reanudar el diálogo.