Dejaron cicatrices en la memoria de los grandes países consumidores. Hubo dos crisis petroleras globales. La primera, en 1973, fue consecuencia del embargo árabe a Estados Unidos en represalia por el apoyo prestado a las acciones militares israelíes. La segunda, en 1979, se gestó a partir de la revolución iraní. En ambos casos el desenlace fue recesión a escala planetaria.
Con la actual escalada bélica en el Medio Oriente, el precio del barril de crudo ascendió en pocos meses en US$ 10 (cotiza alrededor de US$ 27 el barril).
Cuando Irak anunció que suspendía sus ventas durante todo un mes (dos millones de barriles diarios que desaparecen del mercado), muchos analistas comenzaron a sembrar alarma sobre la inminencia de una nueva crisis. Es cierto que hay siete millones de barriles diarios de capacidad ociosa que se pueden activar rápidamente. También es cierto que ese volumen es igual a la producción combinada de Irán y de Libia, que han lanzado sonoras pero vagas amenazas de cortar el suministro. Una verdadera tentación para el resto de los productores: menor suministro, alzas de precios, mayor rentabilidad.
Situaciones similares ocurrieron antes, pero no hubo una crisis total desde la de 1979. Tanto Estados Unidos como Europa se volvieron entonces mucho más eficientes en el consumo energético, reduciendo el consumo de petróleo. Esa prudencia y las prácticas conservacionistas se han relajado y el riesgo es ahora mayor.
Como la reactivación estadounidense es tímida y no del todo confirmada, un aumento de US$ 10 el barril tiene el mismo efecto contractivo que un aumento de impuestos del orden de US$ 70.000 millones sobre los consumidores de la primera economía mundial. De modo que una tercera crisis petrolera mundial no parece probable, pero nadie se anima a descartar tal posibilidad.
