El gran poeta español Miguel Hernández no conoció a nuestro Miguel (José Miguel Larzábal, gerente de publicidad de Mercado). Cuando el vate resistía en las trincheras republicanas de la Guerra civil española, nuestro Miguel todavía no había nacido.
Sin embargo, lo anticipó en uno de esos versos espléndidos de “Vientos del pueblo…”. Reconoció –y bautizó– a los “vascos de piedra blindada”. Exactamente la materia de la que estaba hecho Larzábal y sus ancestros.
Tenía la pinta y los gustos de un señorito. Pero una firmeza en sus convicciones que por momentos se parecía a la obcecación. Era gentil, amable y con enorme sentido del humor, cuando tenía ganas de mostrar esas virtudes. Pero hosco, duro y contundente cuando le placía, cosa que sucedía a menudo.
Tuvo una larga carrera en la actividad publicitaria, que casualmente empezó y terminó en Mercado. Perteneció al equipo fundador en 1969, como un joven vendedor de publicidad, y algunos años después siguió nuevos rumbos, a veces en emprendimientos compartidos, a veces como innovador en el mundo de los medios gráficos, lo que ahora se llamaría un entrepreneur. En los años 90 fundó y dirigió la revista Banqueros, la primera en cubrir esta actividad.
Como suele suceder en otras instancias de la vida humana, el círculo comenzó a cerrarse cuando volvió a Mercado en 2002, para hacerse cargo de la gerencia. Una prueba de templanza y de auto confianza: no era el mejor momento del país.
Las exigencias y los desafíos dan la talla de las personas. Y en ese contexto, Miguel brilló, ayudó a remontar una situación adversa, y pronto se convirtió –en el mundo empresarial– en la cara conocida y confiable de Mercado.
Como dicen los muchachos de hoy, hablando de la gente de la generación de Miguel, era “un aparato”, era “de madera”. No dejaba traslucir sus sentimientos más íntimos, tal vez con un pudor excesivo.
Los que compartimos largas jornadas laborales, ahora, recordando esa discreción y esa cuidada protección de su intimidad, nos preguntamos: ¿cuántos secretos se habrá llevado a la tumba?
Era austero en todas las manifestaciones vitales pero no ocultaba cierta coquetería en el vestir, de un refinado buen gusto. Era parco, casi por costumbre, como si deseara recuperarse de la locuacidad a la que lo obligaba su actividad cotidiana.
Los ojos le brillaban ante un buen vino, que sabía degustar sin aspavientos. Era comprensivo, pero en los últimos años había desarrollado una intolerancia muy fácilmente compartible: no toleraba a los estúpidos, farsantes y engreídos. Y no hacía esfuerzo alguno por disimularlo.
Habrá muchos motivos para recordarlo. Pero ninguno como el tamaño de su dignidad en toda circunstancia. En las difíciles y aún en las casi imposibles. Ni una queja, ni un lamento dejó escapar durante los meses cuando ya era evidente a los ojos de sus compañeros que comenzaba a desaparecer.
Su pasión, el trabajo, seguía intacta. Ahora hay muchos con los que tenía trato frecuente que nos dicen sorprendidos: “Pero, ¿cómo es posible? Si me llamó la semana pasada.” O, “no lo puedo creer, hace unos días me envió un mail con una propuesta para enero”.
Mientras pudo, aun arrastrándose, marchaba de la cama al escritorio, prendía la PC y trabajaba “con toda normalidad”. Después nos llamaba a la oficina y nos urgía a acelerar el ritmo, “porque los días pasan y nada se concreta”.
Ahora descansa a su manera. Exhibió en vida los rasgos definidos de los que hablaba el gran poeta español Antonio Machado: “el macizo de la raza”. Aunque seguramente sigue envuelto en una última negociación, intentando convencer a San Pedro de insertar una página doble en la edición de febrero, con una bonificación especial de media página americana en la de marzo. Al fin y al cabo, hasta el Paraíso necesita promoción.
Miguel Ãngel Diez