Aunque existen testimonios de que ya se reconocía cierta forma de derechos de patente en la antigua Grecia del 500 aC, la historia de las patentes y de la ley que las regimenta por lo general tiene dos puntos de arranque conocidos en la civilización occidental: el Estatuto Veneciano de 1474 y el Estatuto Inglés de Monopolios de 1624.
La República de Venecia estableció el 19 de marzo de 1474 el primer sistema de patentes de Europa, que disponía que se concediera patentes a “cualquier dispositivo nuevo e ingenioso que no se hubiera hecho antes y siempre que tuviera una utilidad”. En términos generales esos principios siguen vigentes al día de hoy.
El Estatuto de Monopolios fue una ley del Parlamento inglés, que regimentó la práctica de las “cartas patentes”, que eran órdenes escritas por el monarca para otorgar un cargo, un derecho, un monopolio, un título o algún otro privilegio. Con esas cartas patentes el monarca otorgaba el monopolio de una determinada industria a individuos hábiles que aportaban técnicas nuevas. Originalmente tenían la intención de fortalecer la economía de Inglaterra haciéndola autosuficiente y promocionando nuevas industrias. Luego el sistema demostró que también era útil para recaudar dinero (cobrándole a quienes obtenían patentes) sin tener que recurrir al impopular impuesto.
Elizabeth I fue una gran abusadora del sistema. Emitía patentes para commodities como el almidón y la sal. Las protestas que generó significaron que tuviera que delegar la administración de las patentes en las cortes de justicia, pero su sucesor, James I, abusó todavía más de ellas como recurso recaudador. Finalmente intervino el Parlamento y el 25 de mayo de 1624, ese órgano legislativo aprobó el Estatuto de Monopolios.
Estados Unidos: el origen
El sistema de patentes está presente en la fundación misma de Estados Unidos, cuya constitución explícitamente dice que, en nombre del “progreso de la ciencia y las artes útiles” da al Congreso el poder de otorgar a los inventores “el derecho exclusivo a sus respectivos escritos y descubrimientos por un tiempo limitado” –generalmente 20 años– durante el cual a los competidores les está prohibido vender productos similares.
Pero con los años las patentes se fueron convirtiendo en algo más que protección. También eran activos. Los inventores que obtenían patentes tenían la libertad de venderlas en el mercado abierto, dando al comprador el derecho a usar sus creaciones. En teoría esto favorecía la innovación; aun cuando los tenedores originales de patentes no podían maximizar el potencial de sus invenciones, siempre podían obtener una buena ganancia permitiendo que alguien más llevara adelante sus ideas. Pero en la práctica significaba que incluso personas que nunca habían inventado nada, como un grupo de abogados, por ejemplo, podían adueñarse de un puñado de patentes y comenzar a denunciar a otros inventores por violar su propiedad intelectual.
Estimular el progreso
En la década de los años 70 del siglo pasado, Estados Unidos advirtió el gran potencial de la ciencia de los cultivos e incluyó a la agricultura en el ámbito de lo patentable. Según la premisa básica que afirma que las patentes premian la creatividad, aquella decisión debería haber estimulado el progreso. Sin embargo, la ampliación del régimen no condujo ni a más investigación privada en trigo ni a un aumento en los rendimientos. En general, la productividad de la agricultura norteamericana continuó su suave ascenso como ya lo venía haciendo desde antes.
En otros sectores de la actividad, el fortalecimiento del sistema de patentamiento tampoco parece llevar a más innovación. Esto, por sí solo, ya es bastante desalentador, pero según numerosos observadores y analistas del problema, hay muchas pruebas que sugieren algo bastante peor.
Se supone que las patentes diseminan conocimiento al obligar a quienes las tienen a exponer sus innovaciones a la vista del público. Eso muchas veces no ocurre porque el sistema ha creado una especie de ecología parasitaria de protectores de patentes que terminan bloqueando o al menos obstaculizando el camino a la innovación, a menos que ellos puedan sacar alguna tajada en el proceso. Un estudio reveló que quienes llegaban al negocio de los semiconductores debían comprar licencias a los ya instalados por sumas de hasta US$ 200 millones. En lugar de innovación, entonces, las patentes se usan para asegurar bajo llave ventajas para sus dueños.
Además, el sistema es caro. Se realizó un estudio de los últimos 10 años que afirma que en 2005, sin el monopolio temporario que confieren las patentes, Estados Unidos habría ahorrado tres cuartas parte de los US$ 210.000 millones que gastó en medicamentos recetados.
Un sistema plagado de defectos
Una respuesta drástica sería abolir las patentes. Pero eso no sería justo, porque quien crea una droga o inventa una máquina tiene el mismo derecho a decir que es suyo como si se construyera una casa. Si alguien entrara a esa casa sin ser invitado estaría invadiendo su propiedad.
Pero los derechos de propiedad no deberían ser absolutos. Es necesario –aunque nada fácil– encontrar un equilibrio entre el derecho del individuo y los intereses de la sociedad. En el terreno de las ideas los Gobiernos sí deberían obligar a los dueños de propiedad intelectual a compartirlas. Uno de los motivos es que compartir ideas no provoca tanto daño como compartir una propiedad física. Dos agricultores no pueden cosechar la misma parcela pero un imitador puede reproducir una idea sin privar a su dueño de la original. La otra razón es que compartir una idea trae enormes beneficios a la sociedad porque se amplía el uso de una buena idea.
Además las ideas de superponen. Las invenciones dependen de avances creativos anteriores. No existiría el jazz sin el blues; no habría iPhone sin pantalla táctil. Hoy la innovación no consiste tanto en avances totalmente novedosos sino en la combinación inteligente y la extensión de ideas preexistentes.
Hace rato que los Gobiernos saben que estos argumentos justifican poner límites a las patentes. Sin embargo, a pesar de repetidos intentos por reformarlo, no lo logran (un debate también presente en nuestro país: ver página 26 de esta misma edición).
Reformas
A lo largo del último decenio ha florecido el mercado de patentes. Los intermediarios, corredores y otros agentes han creado un fondo de liquidez y derechos, incluidos derechos de licencia, acuerdos de renuncia a acciones judiciales y otros híbridos. Estos productos se comercializan, se venden, se compran, se intercambian, se cambian, se canjean, se agrupan, se arriendan y se enajenan igual que otros activos, bienes o propiedades.
Quienes pretenden reformar el sistema deben comenzar por reconocer sus propias limitaciones. Como las ideas son intangibles, definir innovación es algo tan complejo que hasta Salomón se vería en aprietos. Los humildes funcionarios de las oficinas de patentes deben vérselas con aguerridos e informados abogados de patentes y con lobistas poderosos. Por eso el sistema de patentes debería ser lo más simple posible y eliminar todo aquello que obstaculiza la acción. Hay estudios que revelan que 40-90% de las patentes nunca se aprovechan ni se licencian. Las patentes deberían otorgarse con una cláusula de “se usa o se pierde” para que expiren si el invento no es llevado al mercado. El proceso sería más rápido y más barato que la actual necesidad de iniciar un juicio para demostrar que un invento no se está usando.
Las patentes deberían premiar a aquellos que trabajan mucho en ideas grandes y nuevas. Según gran cantidad de analistas, Apple no debería tener la patente de una tableta rectangular con esquineros redondeados y Twitter no merece una patente por las características de su feed.
Hoy se otorgan patentes por mejorar un trabajo anterior, especialmente en lo que el Departamento de Comercio de Estados Unidos llama “industrias de patente intensiva” como componentes electrónicos y de computación.
Otro problema es que el sistema permite muchas patentes no esenciales, lo que lleva todavía a generar más litigios legales innecesarios. En 2011 en Estados Unidos se aprobaron 247.713 patentes frente a menos de 70.000 en 1977. Y así tienen origen esos multimillonarios juicios entre los peces más gordos del negocio electrónico actual.
Además, las patentes duran demasiado tiempo. La protección por 20 años tiene sentido en la industria farmacéutica porque testear una droga y llevarla al mercado puede llevar más de una década. Pero en sectores como infotecnología, los tiempos son mucho más cortos. Cuando las patentes van detrás del ritmo de innovación las firmas terminan monopolizando los ladrillos de una industria. En industrias de rápido movimiento, los Gobiernos deberían reducir gradualmente la longitud de las patentes. Hasta las firmas farmacéuticas podrían vivir con patentes más cortas si al régimen regulatorio les permitiera llevar tratamientos al mercado más pronto y por menos costo inicial.
Entonces, la realidad es que si bien el régimen de patentes opera en nombre el progreso, demora la innovación.
Pero si no son tantas las ventajas y en cambio son tantos los problemas, ¿por qué persisten y se siguen multiplicando? Entre otras cosas, porque en algunas industrias y países se han convertido en una forma de medir el progreso. O sea, son una forma de medir innovación, no de fomentarla.
¿Predicen el futuro?
Un grupo de investigadores del MIT encontró un nuevo uso para las montañas de patentes que se otorgan cada año. Las usan para calcular el ritmo en que está avanzando la tecnología, aunque el método no se reduce simplemente a contar el número de patentes. El trabajo fue realizado por el graduado Chris Benson y el profesor Chris Magee, ambos dedicados a analizar el tema patentes desde el año 2012. Magee había analizado el ritmo del avance tecnológico en una serie de campos. Ambos fueron identificando formas de medición para cada campo y evaluando cómo cada uno de ellos afectaba la totalidad, pero la información aportada por las patentes resultó ser más eficaz y más rápida.
Los investigadores analizaron 28 tipos diferentes de tecnología, como baterías, impresión en 3D y energía solar, para ver cómo podían predecir la velocidad del avance. Encontraron que unos cuantos aspectos de las solicitudes de patentes coincidían bastante con la velocidad en que mejoraba la tecnología. El número de veces que es citada una patente por otras patentes mostraba una fuerte correlación con mejoras en la tecnología. La edad también era importante: cuanto más nueva la edad promedio de las patentes, más vibrante e innovadora la tecnología.
Una cosa que no mostró relación con la mejora tecnológica fue la cantidad de patentes en un área. Un campo como la tecnología de baterías tiene una cantidad inmensa de patentes que llegan todo el tiempo, pero al ritmo de avance es inferior al de, por ejemplo, la impresión en 3D, que solo tiene unos pocos cientos de patentes. Una explicación posible para eso es que a medida que una tecnología madura, las empresas comienzan a patentar innovaciones cada vez más pequeñas que aportan poco a la tasa general de mejoras.
Basándose en el análisis de los datos, profesor y alumno llegaron a una ecuación que puede predecir el ritmo en el cual una determinada tecnología mejorará en el futuro cercano. Las más innovadoras de las 28 evaluadas fueron las comunicaciones ópticas e inalámbricas, la impresión en 3D y la tecnología MRI (imagen de resonancia magnética). Las más lentas resultaron las baterías, las turbinas de viento y los motores de combustión.
La idea de que el progreso en tecnología es predecible podría ser muy poderosa. Mirando hacia el futuro, los investigadores usaron su modelo para predecir los ganadores y perdedores en la próxima década. Según los números, el aprendizaje online y la representación digital van a estar muy activos. A la vez, la ingeniería alimentaria y la fusión nuclear se enfriarán. Con este tipo de información, las empresas podrían aprovechar las innovaciones más rápidamente y llevar mejores productos a los consumidores en menos tiempo.