En 1992 Francis Fukuyama publicó un controvertido libro titulado “El fin de la historia y el último hombre” donde planteaba que la historia de la humanidad –entendida como lucha entre ideologías– había concluido con la caída de la Unión Soviética. “Tal vez no estemos viendo solo el final de la Guerra Fría o el mero pasaje de un periodo histórico a otro sino el fin de la historia como tal: es decir, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma última del gobierno humano”, decía allí.
El mismo Fukuyama cuenta que esa idea del fin de la historia la tomó del filósofo alemán del siglo 19, Georg W.F. Hegel quien, si bien escribía pensando en otro acontecimiento histórico que consideraba igualmente decisivo, advertía que la competencia y el conflicto no desaparecerían de la faz de la tierra.
Esto último fue lo que ocurrió y sigue ocurriendo. En lo que va de este año 2014, el escenario mundial mostró rivalidades geopolíticas. Rusia invadió la península de Crimea; China volvió a reclamar su soberanía sobre aguas costeras y Japón respondió fortaleciendo su estrategia militar; Irán intentó usar sus alianzas con Siria y Hezbollah para dominar el Medio Oriente.
Todo eso preocupa seriamente a Estados Unidos y Europa, que preferirían dejar atrás cuestiones geopolíticas de territorios y poderío militar para enfocarse en temas como orden y gobernanza global, el imperio de la ley, la liberalización del comercio, el cambio climático, etc. En efecto, desde el final de la Guerra Fría, el objetivo más importante de la política exterior de Estados Unidos y la Unión Europea ha sido alejar las relaciones internacionales del ejercicio que suma cero para acercarlas a los acuerdos donde todos salgan ganadores. Para las potencias occidentales, que otros las arrastren a conflictos de viejo cuño como el de Ucrania no solo distrae tiempo y energía de aquellas cuestiones importantes, sino que cambia el carácter de la política internacional.
Pero –como decía Hegel– los occidentales nunca deberían haber esperado que desapareciera la vieja geopolítica. Y lo hicieron solo porque interpretaron mal lo que significó el colapso de la Unión Soviética: fue el triunfo ideológico de la democracia capitalista liberal sobre el comunismo, pero no la obsolescencia de las potencias duras. China, Irán y Rusia nunca creyeron en el acuerdo geopolítico que siguió a la Guerra Fría y siguen tratando de voltearlo.
¿Se acaba la geopolítica?
Cuando terminó la Guerra Fría, muchos estadounidenses y europeos parecieron creer que se habían resuelto las más preocupantes cuestiones geopolíticas. Salvo un puñado de problemas relativamente menores –como la ex Yugoeslavia y el conflicto entre Israel y Palestina– suponían que los grandes problemas de política mundial ya no serían sobre fronteras, bases militares, autodeterminación o esferas de influencia.
En Europa, los acuerdos posteriores a la Guerra Fría implicaron la unificación de Alemania, el desmantelamiento de la Unión Soviética y la incorporación a la OTAN y la Unión Europea de los ex estados de Europa del Este y las repúblicas bálticas.
En Medio Oriente, implicó el dominio de los sunníes que eran aliados de Estados Unidos (Arabia Saudita, sus aliados del Golfo, Egipto y Turquía) y la doble contención de Irán e Irak.
En Asia, significó el dominio incontestable de Estados Unidos, mediatizado por una serie de relaciones de seguridad con Japón, Corea del Sur, Australia, Indonesia y otros aliados.
Pero la estabilidad de los acuerdos dependía de la estabilidad de las relaciones que los sostenían. Muchos observadores occidentales mezclaron las condiciones geopolíticas del periodo con el resultado final de la lucha ideológica entre democracia liberal y comunismo soviético. El libro de Fukuyama, tal vez, contribuyó a difundir un error: que el colapso de la Unión Soviética no solo significaba la desaparición de la lucha ideológica en el mundo, sino que además la geopolítica misma tocaba a su fin.
Según esta visión, en el futuro, los estados deberían adoptar los principios del capitalismo liberal para estar acorde con la época. Las sociedades comunistas, cerradas, como la soviética, habían demostrado ser nada imaginativas e improductivas para competir económica y militarmente con los estados liberales. Sus regímenes políticos eran inestables, ya que ninguna otra forma social que no fuera la democracia liberal brindaba la suficiente libertad y dignidad para que una sociedad se mantuviera estable.
Para poder pelear con Occidente un estado debería parecerse a Occidente, y si eso ocurría, se convertiría en una sociedad insípida y pusilánime sin voluntad para pelear con nadie por nada. Los únicos peligros que quedaban para la paz mundial provendrían de estados villanos como Corea del Norte. Pero incluso si esos países quisieran desafiar a Occidente, estarían demasiado debilitados por sus obsoletas estructuras políticas y sociales para tener alguna chance (a menos que desarrollaran armas nucleares, claro). Tal era la visión de lo que ocurriría.
Al principio todo esto pareció funcionar. Terminada la historia, el foco giró de la geopolítica a la economía del desarrollo y la no proliferación de armas. La política exterior se centró en cuestiones como el cambio climático y el comercio. La combinación del fin de la geopolítica y el fin de la historia permitían pensar en un mundo más próspero y más libre.
Pero a 22 años de la publicación de “El fin de la Historia y el último hombre”, por Fukuyama, la geopolítica ha retornado para refutar definitivamente esta tesis. El fin de la historia, como recuerda Fukuyama a sus lectores, fue una idea de Hegel, quien decía que aunque el estado revolucionario (se refiere a las tropas de Napoleón 1° que derrotan al ejército prusiano en la batalla de Jena en 1806) había triunfado para siempre sobre el viejo estilo de regímenes, los conflictos y las rivalidades no desaparecerían.
Dos siglos más tarde, los disturbios persisten. Si adoptamos hoy una visión hegeliana del proceso histórico deberíamos admitir que poco ha cambiado desde comienzos del siglo 19. Para ser poderosos, los estados deben desarrollar las ideas e instituciones que les permitan aprovechar las fuerzas del capitalismo industrial e informático. No hay alternativa, las sociedades que no pueden o no quieren emprender este camino terminarán siendo sujetos pasivos de la historia.
El último hombre
La segunda parte del libro de Fukuyama recibió mucha menos atención que la primera, tal vez porque es menos complaciente con Occidente. Cuando el autor investigaba cómo sería una sociedad post-histórica hizo un descubrimiento preocupante. En un mundo donde los grandes temas están resueltos y la geopolítica ha sido subordinada a la economía, la humanidad se parecería bastante al “último hombre” nihilista descripto por el filósofo Friedrich Nietzsche: un consumidor narcisista con aspiraciones que no van más allá del próximo paseo por un centro comercial.
Dicho de otro modo, a diferencia de sus rivales menos estables y menos productivos, la gente post-histórica, no está dispuesta a hacer sacrificios, se ocupa solo del corto plazo, se distrae con facilidad y carece de coraje.
Las sociedades pobladas por los últimos hombres y mujeres de Nietzsche malinterpretan y subestiman a sus supuestos oponentes primitivos que habitan sociedades supuestamente atrasadas –un punto débil que podría, al menos por un tiempo, opacar sus otras ventajas–.
Barack Obama
Se acaba “el fin de la historia”
La preocupación por la erosión del poder de Estados Unidos la expuso con claridad el analista estadounidense Walter Russell Mead en 2013 en un trabajo que publicó en The American Interest y que tituló “The End of History Ends” (Se acaba el fin de la historia). Mead advierte que los intentos de Obama por apartarse de los compromisos de la presidencia de George W. Bush han envalentonado a las que llama Potencias Centrales: Rusia, China e Irán. Con Estados Unidos en aparente retirada, esos rivales “creen que han encontrado una forma de desafiar y en última instancia cambiar la forma en que funciona la política global”.
“Hay una coalición cada vez más poderosa de potencias no liberales –China, Irán y Rusia– decidida a deshacer el acuerdo logrado después de la Guerra Fría y el orden global impuesto por Estados Unidos que lo sostiene”, afirma Mead.
Pero el alarmismo de Mead está basado en una colosal malinterpretación de las realidades modernas de poder, según sostiene uno de sus principales contradictores, el profesor G. John Ikenberry de Princeton. En su opinión, es una lectura incorrecta de la lógica y el carácter del actual orden mundial, que es más estable y expansivo de lo que él pinta y lo lleva a sobreestimar la capacidad del eje de potencias centrales para debilitarlo. Y es también una mala interpretación de China y Rusia, que no son totalmente potencias revisionistas sino, como mucho, expoliadoras de medio tiempo, tan desconfiadas una de la otra como del mundo exterior.
Es cierto que buscan oportunidades de resistir el liderazgo mundial de Estados Unidos y ahora, como antes, lo resisten especialmente cuando la confrontación es en sus propias vecindades. Pero incluso esos conflictos son impulsados más por debilidad –de sus líderes y sus regímenes– que por fortaleza. No tienen una marca atractiva. Y cuando se trata de los grandes intereses Rusia, y especialmente China, están profundamente integradas a la economía mundial y las instituciones que la gobiernan.
Mead también malinterpreta –sigue su crítico– la fuerza de la política exterior norteamericana. Desde el fin de la Guerra Fría, dice, Estados Unidos ignoró los problemas geopolíticos sobre territorios y esferas de influencia para adoptar un ingenuo énfasis en construir el orden global. Pero esta es una falsa dicotomía. Si Estados Unidos no se ocupa de temas de orden global, como el control armamentista o el comercio, no es porque suponga que el conflicto geopolítico se terminó para siempre; lo hace precisamente porque quiere controlar la competencia entre las grandes potencias. La construcción del orden mundial no supone el fin de la geopolítica; trata de responder las grandes preguntas de la geopolítica.
En realidad, el orden global liderado por Estados Unidos no comenzó con la Guerra Fría, ganó la Guerra Fría. En los casi 70 años que han pasado desde la Segunda Guerra Mundial, Washington realizó sostenidos esfuerzos por crear un sistema de instituciones multilaterales, alianzas, acuerdos comerciales y asociaciones políticas. Ese proyecto ayudó a atraer países hacia la órbita de Estados Unidos, fortaleció normas globales que debilitan la legitimidad de esferas de influencia estilo siglo 19, los intentos de dominación regional y los asaltos territoriales. Y ha dado a Estados Unidos las capacidades y asociaciones para hacer frente a los expoliadores y revisionistas de hoy.
Vladimir Putin
Las muchas ventajas de Estados Unidos
Para Mead, China, Irán y Rusia buscan establecer sus esferas de influencia y desafiar los intereses de Estados Unidos, lenta pero sostenidamente intentando dominar Eurasia y así amenazar a Estados Unidos y el resto del mundo.
A esta visión se le escapa una realidad más profunda. En cuestiones de geopolítica (para no mencionar demografía, política e ideas) Estados Unidos tiene una decidida ventaja sobre China, Irán y Rusia. Aunque es indudable que ya no está en el pico de la hegemonía que ocupó durante la era unipolar, su poder todavía no tiene rival. Sus ventajas en riqueza y tecnología siguen fuera del alcance de China y de Rusia, para no mencionar a Irán. Su economía en recuperación, ahora ayudada por los inmensos recursos naturales nuevos, le permite mantener una presencia militar en el mundo y múltiples compromisos de seguridad.
Washington tiene una habilidad única para ganar amigos e influenciar estados. Según un estudio conducido por el politólogo Brett Ashley Leeds, Estados Unidos tiene asociaciones militares con más de 60 países, mientras Rusia solo cuenta con ocho aliados formales y China solo tiene a Corea del norte. Las alianzas de Estados Unidos tienen una doble ventaja: brindan una plataforma global para la proyección del poder estadounidense y distribuyen la carga de brindar seguridad.
Las armas nucleares, que poseen Estados Unidos, China y Rusia, ayudan al país occidental de dos formas. Primero, gracias a la lógica de la segura destrucción mutua, reducen la probabilidad de una guerra entre potencias. Segundo, dan a China y Rusia la seguridad de que Estados Unidos nunca invadirá.
La geografía refuerza las otras ventajas de Estados Unidos. Como el único país no rodeado por otras grandes potencias, luce menos amenazador para otros estados. Esto se ve claramente en Asia, donde muchos países ven a China como un mayor peligro potencial –debido a su proximidad– que Estados Unidos. A excepción de Estados Unidos, todos los demás grandes países viven en apretada vecindad geopolítica donde los cambios en el poder siempre provocan reacciones.
China está descubriendo esa dinámica hoy, cuando los estados que la rodean reaccionan a la modernización de sus ejércitos y refuerzan sus alianzas. Rusia lo vivió durante décadas y recientemente lo vivió en Ucrania, que en los últimos años aumentó su gasto militar y buscó acercarse a la Unión Europea.
La visión que presenta Mead sobre una lucha por Eurasia entre Estados Unidos y China, Irán y Rusia –finaliza Ikenberry– soslaya una transición en proceso: la creciente ascendencia de la democracia capitalista liberal. La difusión de esa democracia en el mundo, que comenzó a finales de los 70 y se aceleró después de la Guerra Fría, fortaleció notablemente la posición de Estados Unidos y apretó el círculo geopolítico alrededor de China y de Rusia.
“China es grande, pero no fuerte”
China está próxima a alcanzar y sobrepasar a Estados Unidos como la economía más grande del mundo. Así informa el Banco Mundial en su programa de comparaciones internacionales (International Comparison Program). El programa, que compara niveles de vida en los distintos países, cita este año cifras sobre la economía china que la sitúan a un paso de convertirse en la más grande del mundo medida por poder adquisitivo.
Pero el gigante asiático sigue fiel al consejo del padre de su reforma, Deng Xiaoping: “esconde tu brillo, aprecia la oscuridad”. En un sentido esa modestia refleja un claro sentido de la realidad. En el mejor de los casos, China es un país de ingresos medios, con un ingreso per cápita algo inferior al de Perú. Sus capacidades tecnológicas están muy por detrás de las de Estados Unidos y otras economías occidentales, incluso de las de su adversario histórico: Japón.
Militarmente no tiene la influencia global de Estados Unidos. Carece de poderes de persuasión. No tiene un sistema político lo suficientemente atractivo como para influir en la opinión global. Sus aliados más cercanos son Corea del Norte y Pakistán.
De cualquier modo, la evolución económica de China ya cambió el mundo. Al convertirse en la fábrica más barata de la tierra, bajó el costo de los productos manufacturados. Eso aumentó el poder adquisitivo de los consumidores. La consecuencia negativa es que la competencia de cientos de millones de obreros chinos bajó los salarios en el mundo occidental. Como inmenso importador de materias primas, China comenzó a alterar el destino de los exportadores de commodities del mundo entero.