Hay que ser prudente y no entusiasmarse demasiado con teorías y tendencias que parecen dominar el escenario en forma hegemónica para, luego de pocos años, ser denostadas y reemplazadas por otras que comienzan su ciclo de auge para, a su turno, enfrentar la inevitable decadencia. Todo a vertiginosa velocidad.
Durante la primera década del siglo, el auge mundial en el precio de los commodities significó un surgimiento de las economías productoras de materias primas, que fueron capaces –por primera vez en muchas décadas– de acumular reservas, reducir endeudamiento y mantener un ritmo sostenido de crecimiento a buenas tasas.
El mundo desarrollado, en cambio, tropezó con dificultades casi desconocidas. La profundidad de la crisis financiera de 2008 provocó el surgimiento de una recesión más importante que la que la historia recuerda como “la gran depresión de 1930”.
Hace poco menos de un lustro se popularizó el concepto de desacople de las economías. Es decir, no importaba que las grandes economías estuvieran estancadas. Los emergentes seguían su marcha triunfal con crecimiento ininterrumpido. Y la tesis demostró ser cierta mientras China logró mantener su nivel de crecimiento en torno a 10% anual. Ya no más.
Entre tanto, Estados Unidos, la gran potencia económica que es emisora de la moneda universal, el dólar, encontró una salida ingeniosa.
La inyección masiva de dólares, en forma mensual en la economía interna, logró diluir los efectos de la recesión, rescatar industrias y empresas a punto de quebrar, y mantener fuentes de trabajo a pesar de un alto nivel de desempleo.
Con una inmensa deuda pública, pero con bastante normalidad económica en el plano doméstico, la estrategia de quantitave easing, como se llama a la inyección mensual de US$ 85.000 millones por parte de la Reserva Federal, mantuvo las tasas de interés prácticamente en 0%.
Por tanto, no era negocio mantener el dinero en los bancos. Así comenzó el éxodo de ese dinero barato fabricado por Estados Unidos. En los últimos años ingresaron a las economías emergentes cifras estimadas en US$ 1 billón (doce ceros) anual, que alentaron el crecimiento desordenado del crédito, burbujas varias y alta exposición al riesgo.
Problemas para el resto del mundo
Pero la Reserva Federal se encontró con un nuevo problema: tuvo cierto éxito al normalizar la economía estadounidense, pero exportó problemas al resto del mundo. Por otra parte, al mantener las tasas de interés tanto tiempo en 0%, se cruzó un umbral desconocido y ahora crecen los temores por las consecuencias del experimento.
Japón, cansado de dos décadas de estancamiento, imita la política de Washington, aunque tal vez con bases más sanas. La “abenomía” (por el primer ministro Shinzo Abe) busca que la tasa de inflación crezca en 2%. Toda Europa está estancada en su crecimiento, con su moneda común bajo presión, y con algunas economías –especialmente las del sur del continente– en el pulmotor de los continuos aportes de fondos del Banco Central Europeo y del mismo FMI.
Uno de los pocos resultados concretos de la reciente reunión del G20 en San Petersburgo fue el reclamo de todos los países representados para que Estados Unidos tenga en cuenta los efectos globales que se disparan cada vez que retoca sus herramientas de política económica interna.
La admonición fue oportuna. Cuando la Reserva Federal insinuó que el experimento había ido muy lejos y que se planeaba reducir drásticamente las quantitative easing y que incluso podrían desaparecer a finales de 2014, se desató una nueva crisis.
Los que invirtieron –y obtuvieron ganancias– durante estos años en rupias indias, reales brasileños o rands sudafricanos comenzaron a liquidar sus posiciones en esas monedas, pasarlas a dólares y emprender el retorno al hogar.
Esos mercados debieron hacer desesperados esfuerzos para evitar la corrida en contra de sus divisas, y para convencer al mundo que siguen siendo economías confiables.
En este contexto, es cuando en los centros del capitalismo tradicional aparece otra idea seductora, con cierto tufillo a venganza. La fiesta de los BRICS se terminó –dicen– ahora que los inversionistas les dan la espalda. Una década de bonanza fue desaprovechada –sigue el argumento– porque tuvieron precios altos inéditos en sus productos básicos de exportación (que supuestamente no se mantendrán), además de disfrutar de crédito abundante y barato.
No supieron aprovechar el viento de cola –dicen con satisfacción– y ahora se encuentran con un problema para el que, el capitalismo de Estado que adoptaron en muchos casos, no tiene solución.
Dónde están los méritos y las responsabilidades
Hay dos observaciones ineludibles para estos críticos. En primer lugar, el ascenso en los precios de los productos básicos se debió esencialmente a la mayor demanda de las economías emergentes, como China, India y todo el sudeste asiático. Círculo virtuoso al que luego se sumaron Latinoamérica y buena parte de África. Es muy osado decir que el ciclo de auge en commodities ha terminado. Puede experimentar un ligero retroceso o estancamiento –en particular en metales y minerales– pero todo apunta a que se mantendrá como tendencia de largo plazo, al menos en producción agrícola y alimenticia.
En segundo lugar, si bien es cierto que en este periodo tanto los BRICS como muchos mercados emergentes introdujeron cambios en la dirección de un capitalismo de Estado con menos capacidad de estimular la productividad y de dar un rol más importante al sector privado, es cierto que ese ha sido un viraje más acentuado en Gobiernos autoritarios. Además de la explicación política –los Gobiernos buscan tener en sus manos las llaves del crecimiento– fue un recurso necesario ante la casi inexistencia de la inversión privada. Situación que se podría revertir a partir de ahora.
En conclusión. Según esta particular visión, los emergentes no tienen ningún mérito en los logros que tuvieron durante una década, y las economías occidentales –en especial EE.UU– no tienen ninguna responsabilidad en la exportación de dólar barato a escala mundial, lo que hicieron por razones de conveniencia doméstica. Ni tampoco ahora que amenazan abandonar esa política tienen algo que ver con los embates que sufren las divisas de los emergentes.
Sería bueno preguntarles: ¿qué pasaría si las inmensas tenencias en dólares en manos de China se usaran para comprar empresas y activos físicos estadounidenses o europeos? ¿O si hicieran lo mismo los fondos de riqueza soberana del Golfo, de Asia y otras partes que compran acciones en los debilitados bancos de inversión de Wall Street? La respuesta es: habrá que inventar una nueva teoría explicativa y provisoria.
Lo que sí es indudable es que en cualquier parte del planeta, los Gobiernos hacen esfuerzos por mantener bajo su control los recursos naturales, en particular las fuentes de energía convencional.
En cuanto a la controversia entre el capitalismo occidental y este presunto modelo de capitalismo estatal, hay que discernir los elementos en la polémica. Una tendencia que irrumpe con la comprobación del daño perdurable que la crisis financiera ha infligido al modelo de libre mercado y la crisis de confianza que se registra en Estados Unidos, Europa y Japón.
El punto de partida, en esta última etapa, fue que para alimentar la creciente prosperidad de la que dependerá su supervivencia a largo plazo, los líderes políticos en China, Rusia, las monarquías árabes y otros estados autoritarios han aceptado que tienen que adoptar un capitalismo basado en el mercado.
Pero hay un obvio problema. Si al proceso lo dejan totalmente librado a las fuerzas del mercado para ver quién gana y quién pierde, se corre el riesgo de enriquecer a aquellos que van a usar su nueva riqueza para desafiar el poder del Estado. Algo inadmisible para un régimen autoritario.
Dentro de esos países, las élites políticas usan empresas estatales –es justo reconocer que incluso también a las privadas leales al poder político– para dominar sectores económicos enteros, como petróleo, gas natural, aviación, navegación marina, generación de energía, producción de armamento, telecomunicaciones, metales, minerales, petroquímicos y otras industrias. Todas estas organizaciones obtienen financiamiento propio gracias a gran cantidad de divisa extranjera excedente, proceso muy conocido en algunos casos, como fondos de riqueza soberana.
No hay indicios que permitan vislumbrar el fin del mercado libre. Más aún, lo probable es que después de un periodo de auge, el capitalismo de Estado declinará. Es que lo evidente parece ser que la situación se va a poner mucho peor para los mercados libres porque el anémico crecimiento y alto desempleo en el mundo desarrollado alimentarán una reacción en contra del sentimiento de libre mercado. Claramente hay más apoyo al proteccionismo y una posición más dura frente a la inmigración tanto en Europa como en Estados Unidos.
Pero, “el capitalismo de Estado no es una ideología”. Como bien dice Ian Bremmer: “Es, más bien, un conjunto de principios de gestión. No podrá nunca igualar el atractivo que tuvo el comunismo para el imaginario colectivo porque no nació como respuesta a la injusticia. Fue creado para maximizar la influencia política y las ganancias del Estado, no para enmendar entuertos históricos”.