<p>Al analizar, de manera casi testimonial, las últimas décadas del sector energético argentino, Montamat plantea los problemas del modelo de gestión pública y su transformación en un modelo de gestión privada, durante los 90, donde también existieron problemas. El modelo actual, híbrido, y, en vías de agotamiento, induce al lector a una conclusión que se desliza a través de las páginas: el gran problema detrás de la falta de una estrategia energética de largo plazo y de la falta de una estrategia de desarrollo es la discapacidad del Estado argentino. Con políticas de corte estatista o neoliberal, el Estado argentino ha fracasado. Sin Estado, no hay mercado ni políticas de largo plazo, ni un proyecto que traduzca consensos básicos.<br /><br />La tesis de La energía argentina, va más allá de lo sectorial y plantea un desafío a toda la sociedad argentina. Si no logramos como sociedad amalgamar esfuerzos en un proyecto para desarrollar la Argentina, la energía seguirá siendo víctima de políticas de corto plazo; pero, peor, se seguirá degradando nuestro estándar social. Menos trabajo productivo, más desigualdad y más marginación. La frase del filósofo Séneca hace las veces de colofón del libro: “Nunca hay vientos favorables para un barco que no tiene rumbo”.</p><p><strong>Indefiniciones estratégicas</strong></p><p>Es cierto que el futuro energético preocupa a todo el mundo. El paradigma fósil, del que depende casi en un 80 por ciento el abastecimiento mundial de energía, tiene problemas con el medio ambiente, que se suman a los condicionantes geopolíticos (concentración de reservas en Medio Oriente) y a las dudas de algunos geólogos sobre la inminencia de alcanzar el pico productivo mundial del petróleo (campana Hubbert-Cambell). Para colmo, el gas natural, que se insinuaba como un sustituto intrafósil menos contaminante, hoy está expuesto a la incertidumbre de suministro generada por algunas decisiones de Rusia y por la amenaza de una colusión de productores que remede los pasos de la OPEP.<br />Por su abundancia y distribución, se ha empezado a revalorizar el carbón mineral (pese a que sus emisiones de gases de efecto invernadero representan 30 por ciento de las emisiones totales) con expectativas de mejorar la eficiencia combustible para la generación eléctrica, y promesas de avances tecnológicos en el “secuestro” y almacenamiento de sus gases contaminantes.<br /><br />También se vuelve a hablar a fin de la pausa nuclear, con una nueva generación de plantas más seguras y un destino más controlado para los desechos radioactivos (aunque ha aumentado la suspicacia sobre la desviación de tecnología para fines bélicos). Los combustibles de la biomasa ganan su espacio pero todavía compiten con la materia prima alimentaria, y las energías renovables más publicitadas (solar y eólica) crecen a tasas exponenciales pese a no representar en el presente, ni en el futuro mediato, una masa crítica entre las fuentes de energía que mueven el planeta. ¿Si el mundo enfrenta el dilema energético, por qué habría de ser la Argentina la excepción? Porque teníamos todas las condiciones para contar con relativa abundancia energética y precios favorables, y con la posibilidad de transformar esa ventaja en un eje de una estrategia de desarrollo económico y social.<br /><br />La curva de oferta y demanda de cualquier bien, también de los energéticos, es una sucesión de puntos que relacionan valores de precio y cantidad. No se pueden afectar los precios sin tener consecuencias sobre las cantidades. A su vez, cuando se trata de producir bienes en industrias capital intensivas, no se puede operar sobre sin tener señales de precio de largo plazo. Las reglas y las señales de precio en la industria energética son parte de las definiciones que impone una estrategia de largo plazo, imprescindible para tener un sector sustentable. Con la energía como rehén del corto plazo político, la transición posdevaluatoria se prolongó sine die, con precios y reglas que exacerbaron la demanda y frenaron la inversión. </p>
<p>Reinventamos lo de la “energía nueva” y lo de “dos mercados, dos precios”; una para divorciar las inversiones nuevas del capital hundido, y otro para divorciar el mercado doméstico del mercado regional e internacional. Como consecuencia, estamos consumiendo los excedentes energéticos y vamos camino a importar cada vez más, a los valores de referencia internacional más el transporte hasta estas latitudes. El autismo energético argentino fue determinante en el atraso y la involución que registra la agenda de integración energética regional. A la declinación y madurez de nuestras cuencas sedimentarias, ya no podemos asegurarles el alivio de un suministro confiable y a precios competitivos que provenga de nuestros vecinos regionales.<br />
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La sociedad, con segmentos vulnerables que deberían haber sido aislados del efecto precio por una tarifa social, ya se ha hecho al hábito de consumir energía barata con subsidios que benefician más a los ricos que a los pobres. Las empresas pagan mucho más la energía nueva, y el Gobierno promete que, con inversión pública, sustituirá el déficit de inversión privada. Pero todos empiezan a presumir que hay un fin de fiesta y que cuando esta acabe, con lógica freudiana, algún otro tendrá la culpa de nuestras desventuras energéticas. Hoy la energía es parte del problema económico argentino, cuando debería ser una ventaja comparativa para atraer inversiones productivas que consoliden el crecimiento y el empleo. También es parte del problema económico regional, cuando debería ser uno de los activos de un Cono Sur integrado frente a los otros bloques económicos del mundo.</p>
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<p>Estas proféticas palabras de Daniel Montamat datan de 2007 (publicadas en la edición de Mercado de junio de ese año). En su libro, La energía argentina, advertía que el país podía “contar con relativa abundancia energética y precios favorables” pero está dejando pasar la oportunidad. El ex secretario de Energía, ex presidente de YPF y ex director de Gas del Estado, analizaba la transformación estructural del sector durante la década pasada. Y señalaba que con uno y otro modelo, la Argentina ha fracasado.</p>
<p>La energía se valora cuando falta. El valor agregado del sector energético en su conjunto es de alrededor de 5%; pero si ese 5% no funciona, el resto del producto económico no se puede generar. Puede que en la organización y funcionamiento de los mercados energéticos tenga mayor o menor participación el sector público, pero cualquiera sea el modelo de gestión predominante, la energía no puede ser rehén del corto plazo político. <br />
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Como industria capital intensiva, la industria energética impone políticas de largo plazo que desbordan los límites de una administración de gobierno. Cuando predomina el corto plazo en la asignación de los recursos energéticos, los precios y las tarifas dejan de recuperar los costos económicos del sistema y se resiente el proceso de inversión. Cuando cae la inversión, tarde o temprano la oferta de energía es insuficiente y la calidad del servicio energético se ve afectado, como viene sucediendo en la Argentina de los últimos años. La oferta de energía, clave de una estrategia de desarrollo social y económico, se convierte en un problema para sostener la expansión económica.<br />
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La energía argentina, según la tesis del libro, ha quedado entrampada en el corto plazo, y es víctima, como tantos otros sectores, y como la sociedad en su conjunto, de la falta de un “proyecto país”. <br />
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