<p>Los síntomas son claros y, en parte, los comparten los principales países emergentes: abierta hostilidad al sistema financiero anglosajón (“capitalismo de langostas”) y severas limitaciones unilaterales a la especulación de corto plazo. Vale decir, ventas al descubierto, transferencias a alta velocidad y abuso de derivativos.<br />
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Pero hay una incoherencia: al mismo tiempo, la canciller germana lanza un programa de austeridad casi monetarista, cuando sus aspiraciones geopolítcas le exigen fomentar el gasto de las personas sin abandonar la clave exportadora de la economía teutona, que proviene de Otto von Bismarck y la unión aduanera de 1864. Por otra parte, es claro que muchas grandes empresas alemanas -no los anquilosados bancos- no acompañan las sanciones a Irán ni otras obsesiones atlantistas subsistentes en el eje Washington-Londres.<br />
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Entretanto, los norteamericanos descubren, desconcertados, que la crisis sistémica de 2006/09 y la oposición salvaje de los legisladores republicanos han debilitado políticamente al gobierno. Poco puede hoy hacer para aliviar otra crisis, la del endeudamiento europeo, capaz de arrinconar al euro como divisa.<br />
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La posición alemana se suma, naturalmente, a las de China, Brasil, Rusia, Turquía y sus estados clientes, desde Sudamérica hasta África o Asia central. El acuerdo nuclear Irán-Turquía-Brasil no es mal visto en Alemania, mas allá del apoyo apenas formal a las interminables sanciones dispuestas por el consejo de seguridad (tan inoperantes como la ONU) o las quejas de la Organización del Tratado Noratlántico.<br />
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En ese contexto, la “rebeldía” del eventual consenso berlinés es un dato clave. Máxime recordando que Alemania no aprobó la invasión anglosajona de Irak en 2003 ni la otra guerra imposible, Afganistán, aún en curso. Si el perimido consenso de Washington (o de Chicago, según ironizan Joseph Stiglitz, Paul Krugman y Jeffrey Sachs) fomentaba la privatización, la desregulación y el achique de estados periféricos, Berlín apunta en otra dirección.<br />
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De hecho, en manos del socialdemócrata Dominique Strauss-Kahn, el FMI va abandonando los restos de aquel consenso, subsistentes en sus tecnócratas latinoamericanos e indios. Por el contrario, bajo Robert Zoellick, el BM sigue aferrado a la antigua ortodoxia fondista. Por supuesto, el proceso que retoma Berlín tiene un punto crítico: el colapso de Bear Stearns y Lehman Brothers (2008), junto con tres billones en rescates de banqueros anglosajones con dinero de EE.UU. y Gran Bretaña.<br />
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Empeñado en reconstruir y corregir su red financiera, Barack Obama observa con escepticismo e irritación las movidas de Merkel y las actitudes del francés Nicolas Sarkozy. Surge a este respecto una contradicción: París teme los programas de ajustes impuestos por el Banco Central Europeo –manejado por la burocracia del Bundesbank- a Grecia, España, Portugal, eventualmente también a Irlanda e Italia. Será muy difícil que congenien con el “consenso de Berlín”.<br />
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Las señales del mundillo intelectual tampoco hacen feliz a Washington, Londres o Tokio. Basta revisar un libro reciente, The end of the free market, escrito por Ian Bremmer, presidente de la consultoría Eurasia y experto en riesgos geopolíticos. “Los países con capitalismo de estado tienden a adoptar políticas monetarias moderadas y estrategias de largo plazo. Entretanto, dominan los mercados de hidrocarburos u otros productos primarios y, en conjunto, asedian al neoconservatismo desenfrenado y rampante que aun sobrevive en EE.UU., Canadá, Gran Bretaña y Australia”.<br />
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Otro autor, John Kampfner, en Freedom for sale, analiza un segundo peligro para la democracia estilo anglosajón. “Se trata de una tendencia muy difundida en países emergentes: renunciar a ciertas libertades civiles en aras de la prosperidad o la seguridad social y económica. Esto es claro en China o el mundo musulmán”. Exactamente, la doctrina enunciada por Bismarck en 1871.</p>
¿Habrá sonado al fin la hora para un consenso de Berlín?
Varios años después de licuarse el ambicioso e imposible consenso de Washington (1989), Angela Merkel tiene un proyecto geopolítico propio. Su meta es desplazar a Estados Unidos, el Fondo Monetario internacional y el Banco Mundial. Nada menos.