Gobierno de la empresa: dudoso resultado de la regulación

Las medidas que se para que no vuelvan a ocurrir los escándalos de los últimos años generan tanta polémica que se está gestando una reacción en contra. La más seria crítica es que las reformas son excesivas y no solucionan lo más importante.

1 junio, 2004

Tal como advertían muchos el año pasado, el péndulo se fue al otro extremo y ahora es difícil lograr que oscile en el medio. El proceso de reforma profunda que comenzó en Estados Unidos luego del colapso de WorldCom en julio de 2002 generó desde sus inicios una acalorada polémica. Sin embargo, en aquel entonces al menos casi todos coincidían en que los propósitos generales eran correctos. La ley Sarbanes-Oxley Act fue vista por toda la comunidad empresarial como una saludable reacción a los pecados del pasado.

Pero aquel entusiasmo fue poco a poco dando paso a la preocupación sobre el rumbo que va tomando el gobierno de la empresa. Por un lado, los inversores cargan contra los directorios (como en Disney, Safeway, Citigroup). Y por el otro, el creciente costo administrativo de las reformas está superando los beneficios.

La sección 404 de la ley Sarbanes Oxley obliga a las empresas a documentar con infinito detalle sus sistemas de acatamiento a la ley. Los directorios se sienten sitiados por códigos voluntarios e iniciativas contadores, abogados y consultores que, entre otras cosas, elevan notablemente los costos de las compañías a su cargo.

Y como si todo eso fuera poco, actualmente los reguladores de la Securities and Exchange Commission (SEC) están trabajando en propuestas para dar a los accionistas más poder para nominar candidatos a miembros de la junta directiva. Esas propuestas ya generaron protestas de grupos empresariales temerosos de que esa práctica signifique tener enemigos sentados en los directorios.

Hasta Harvey Pitt, ex-presidente de la SEC, dijo que algunas partes del plan son “en extremo absurdas y peligrosas” al tiempo que advertía que los accionistas institucionales detentarían demasiado poder por sobre los accionistas más pequeños por cuanto podrían imponer sus candidatos.

Simultáneamente, las consecuencias más dramáticas de los pasados escándalos tardan en hacerse sentir. Los resonados juicios a los directores ejecutivos terminaron en la condena de figuras secundarias, como Martha Stewart, la gurú de la moda hogareña. Pero Kenneth Lay, el presidente de Enron, no ha sido condenado.

Tampoco sirvió la regulación para desalentar escándalos nuevos. Siguen apareciendo. Las empresas líderes, desde Intel hasta Gillette, siguen ignorando los deseos de los accionistas en la votación de temas clave (como el de las opciones accionarias) para el gobierno de sus empresas.

Tampoco se ven muchos cambios en uno de los temas más difíciles de las reformas: la remuneración de los ejecutivos. Los paquetes remuneratorios para los CEO subieron más de 15% el año pasado a causa del aumento de los bonos y de una tendencia hacia otorgar premios en forma de capital.

En definitiva, hay mucha confusión sobre los resultados de las reformas. Por cada estudio que muestra que son dañinas hay otro que muestra lo contrario. Puede que haya algo de razón en ambas posiciones. Eliot Spitzer, el fiscal general de Nueva York que tiene a su cargo la responsabilidad de terminar con los excesos de Wall Street, cree que los reguladores deben cuidarse de no exagerar, pero que los jefes de empresas también deben probar que han aprendido la lección de los escándalos.

Tal como advertían muchos el año pasado, el péndulo se fue al otro extremo y ahora es difícil lograr que oscile en el medio. El proceso de reforma profunda que comenzó en Estados Unidos luego del colapso de WorldCom en julio de 2002 generó desde sus inicios una acalorada polémica. Sin embargo, en aquel entonces al menos casi todos coincidían en que los propósitos generales eran correctos. La ley Sarbanes-Oxley Act fue vista por toda la comunidad empresarial como una saludable reacción a los pecados del pasado.

Pero aquel entusiasmo fue poco a poco dando paso a la preocupación sobre el rumbo que va tomando el gobierno de la empresa. Por un lado, los inversores cargan contra los directorios (como en Disney, Safeway, Citigroup). Y por el otro, el creciente costo administrativo de las reformas está superando los beneficios.

La sección 404 de la ley Sarbanes Oxley obliga a las empresas a documentar con infinito detalle sus sistemas de acatamiento a la ley. Los directorios se sienten sitiados por códigos voluntarios e iniciativas contadores, abogados y consultores que, entre otras cosas, elevan notablemente los costos de las compañías a su cargo.

Y como si todo eso fuera poco, actualmente los reguladores de la Securities and Exchange Commission (SEC) están trabajando en propuestas para dar a los accionistas más poder para nominar candidatos a miembros de la junta directiva. Esas propuestas ya generaron protestas de grupos empresariales temerosos de que esa práctica signifique tener enemigos sentados en los directorios.

Hasta Harvey Pitt, ex-presidente de la SEC, dijo que algunas partes del plan son “en extremo absurdas y peligrosas” al tiempo que advertía que los accionistas institucionales detentarían demasiado poder por sobre los accionistas más pequeños por cuanto podrían imponer sus candidatos.

Simultáneamente, las consecuencias más dramáticas de los pasados escándalos tardan en hacerse sentir. Los resonados juicios a los directores ejecutivos terminaron en la condena de figuras secundarias, como Martha Stewart, la gurú de la moda hogareña. Pero Kenneth Lay, el presidente de Enron, no ha sido condenado.

Tampoco sirvió la regulación para desalentar escándalos nuevos. Siguen apareciendo. Las empresas líderes, desde Intel hasta Gillette, siguen ignorando los deseos de los accionistas en la votación de temas clave (como el de las opciones accionarias) para el gobierno de sus empresas.

Tampoco se ven muchos cambios en uno de los temas más difíciles de las reformas: la remuneración de los ejecutivos. Los paquetes remuneratorios para los CEO subieron más de 15% el año pasado a causa del aumento de los bonos y de una tendencia hacia otorgar premios en forma de capital.

En definitiva, hay mucha confusión sobre los resultados de las reformas. Por cada estudio que muestra que son dañinas hay otro que muestra lo contrario. Puede que haya algo de razón en ambas posiciones. Eliot Spitzer, el fiscal general de Nueva York que tiene a su cargo la responsabilidad de terminar con los excesos de Wall Street, cree que los reguladores deben cuidarse de no exagerar, pero que los jefes de empresas también deben probar que han aprendido la lección de los escándalos.

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