<p>Como dice Joseph Stiglitz en su último libro, Making Globalization Work, de poco servirá solucionar problemas económicos si no se atiende primero el más acuciante de todos: el calentamiento global.</p>
<p>Hace nueve años, en Kyoto, el mundo dio el puntapié inicial para reducir las emanaciones de gas que provocan el efecto invernadero en la tierra. Pero a pesar de los logros de Kyoto, Estados Unidos, el país más contaminante del mundo, se niega a colaborar y contamina cada vez más; por su parte, los países en desarrollo, que en un futuro no muy lejano aportarán más de 50% de las emanaciones globales, no contrajeron compromiso alguno para hacer algo al respecto. Es evidente que el protocolo se quedó corto. <br />
En primer lugar hay que crear un mecanismo con poder para impedir que un país como Estados Unidos, o cualquier país que se niegue a aceptar o implementar la reducción de emanaciones, provoque daños al resto del mundo.<br />
Tal vez no debería sorprender que sea Estados Unidos, el país que más contamina la atmósfera mundial, el que se ha negado a reconocer la existencia del problema. Una cosa sería que pudiera hacer lo que se le antoja, si calentara su propia atmósfera y pagara las consecuencias de sus actos. Pero su derroche de energía causa daño al mundo entero. <br />
Dentro de 50 años las Maldivas serán la Atlántida del siglo 21, tragadas por las aguas del océano; un tercio de Bangladesh quedará sumergido y la población del país, ya peligrosamente pobre, deberá apiñarse todavía más y verá reducirse más sus ingresos de subsistencia.<br />
Al principio, el Presidente Bush negó la existencia del calentamiento global; luego prometió hacer algo e hizo poco. Algunos de sus políticos dicen que la reducción de emanaciones comprometerá el nivel de vida de la gente. Afortunadamente, el mundo cuenta con una estructura de comercio internacional que puede usar para obligar a los Estados que ocasionan daños a otros a comportarse mejor. Excepto en unos pocos casos (como la agricultura), la Organización Mundial del Comercio (OMC) no permite subsidios. Porque cuando un país subsidia a sus firmas, el campo de juego deja de ser parejo. Un subsidio significa que una firma no paga todos sus costos de producción. No pagar el costo del daño al medio ambiente es un subsidio, igual que si no se pagaran todos los costos de los trabajadores. En la mayoría de los países desarrollados del mundo actual, las firmas están pagando el costo de contaminar el ambiente mundial en forma de gravámenes al carbón, petróleo y gas. Pero las firmas estadounidenses están subsidiadas, y mucho.</p>
<p><strong> Restricciones o impuestos</strong></p>
<p>El remedio es sencillo: los demás países deberían prohibir la importación de productos estadounidenses creados usando tecnologías de energía intensiva; en su defecto deberían al menos imponerles un alto impuesto para compensar el subsidio que esos productos reciben. El mismo Gobierno de Estados Unidos ha reconocido este principio. Prohibió la importación de camarón tailandés por haber sido pescado con redes, un método que provoca la muerte innecesaria de las tortugas marinas y de muchas otras especies. <br />
Aunque la OMC criticó la forma en que fue aplicada esa restricción, compartió el principio según el cual la preocupación ambiental global está por encima de los intereses nacionales. Y así debe ser. Pero si se puede justificar que Estados Unidos restrinja la importación de camarones para proteger tortugas, también se podrá justificar que otros países restrinjan la importación de bienes producidos con tecnologías contaminantes para proteger la atmósfera global.<br />
Japón, Europa, y los demás firmantes del Protocolo de Kyoto deberían llevar a consideración de la OMC el caso de los subsidios injustos. Las firmas estadounidenses han tenido durante mucho tiempo una ventaja comercial gracias a su energía barata: mientras ellas cosechan los beneficios, el mundo paga las consecuencias. <br />
Esta situación es inaceptable. El impuesto a la energía no sólo nivelaría los tantos sino que aplicaría incentivos para que Estados Unidos haga lo que debió hacer hace tiempo. <br />
Hay un segundo problema: el protocolo de Kyoto se sustenta en la reducción nacional de emisiones relativa al nivel de contaminación que cada país tenía en 1990. Pero con ese principio los países desarrollados pueden contaminar más que los demás. <br />
Se llega entonces a un punto muerto: Estados Unidos no firma si no lo hacen también los países en desarrollo; y éstos no aceptan que EE.UU. o Europa tengan derecho a contaminar más que ellos.<br />
La salida está en la implantación de un impuesto ambiental común a las emanaciones. Ese impuesto común haría que todos los países paguen el costo social de dichas emanaciones. Esto coincide con los más básicos principios económicos, que dicen que los individuos y las empresas deben pagar todos sus costos. Cada país podría quedarse con sus propios ingresos y usarlos para reemplazar impuestos al capital o al trabajo: es mejor gravar “cosas malas” (como emanaciones que provocan efecto invernadero) que gravar “cosas buenas” como trabajo y ahorro. La gran ventaja del plan impositivo frente al método de Kyoto es que soslaya el debate distributivo, que es éste: Estados Unidos podría argumentar que porque es un país más grande, “necesita” más derechos de contaminación. Noruega podría decir que porque usa energía hidroeléctrica, su margen para reducir emanaciones es menor. Francia podría decir que porque ya ha hecho el esfuerzo de pasar a la energía nuclear, no se la debería obligar a reducir más. Según el método del impuesto común, ese debate se puede evitar. Todo lo que se pide es que cada uno pague el costo social de sus emanaciones.</p>
Una nueva agenda para el calentamiento global
La globalización ha convertido al mundo en un entramado de países interdependientes y acrecentó la necesidad de trabajar en común para resolver problemas, pero de poco servirá solucionar problemas económicos si no se atiende primero el más acuciante de todos: el calentamiento global.