¡Paren el mundo, me quiero bajar!

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Argentina está complicada. La fragilidad económica, la pandemia y el cambio hegemónico mundial representan tres de los condicionantes más importantes que debe y deberá enfrentar y pensar para diseñar una política externa acorde a sus necesidades.

A partir del ascenso de Jair Bolsonaro, pero particularmente con el de Alberto Fernández —donde se registra un giro ideológico opuesto al de Brasil—, la hermandad con el vecino se presenta quebradiza. Y, ¿cómo no? Si de líder solidario y benévolo, Brasil pasó a tener un rol negativo en la región en la medida en que no cumple con su papel de rector, saboteando toda instancia de concertación.

La agenda de seguridad es acelerada por la pandemia, y las escaladas discursivas respecto de los éxodos masivos a países vecinos para escapar de la pandemia —o de un gobierno que no puede lidiar con ella— son una muestra de la xenofobia que se ha originado en la región a partir de las crisis recurrentes, a las cuales la sanitaria le puso el moño.

El aumento del involucramiento de las FF.AA. en tareas de seguridad interior también abre interrogantes sobre la influencia de los militares en los procesos democráticos.

Esto genera un precedente que podría, a su vez, retroalimentar la agenda de seguridad. A ello se suman estudios prospectivos de las FF.AA. brasileñas, en los que se trazan varias hipótesis de conflicto, entre ellas, uno con Argentina.

A pesar de todo esto, no creo que nadie dude de la importancia estratégica de mantener, construir o reconstruir una relación con Brasil. Pero ¿desde dónde?

Dada la relativa indiferencia política, en principio, desde lo comercial. Hay una especie de consenso regional en torno a la geometría variable de los vínculos comerciales multilaterales.

En este sentido, hasta el gastado Mercosur puede ser útil. Ante la ausencia de una visión común en cuanto a la integración, tal vez el acuerdo Mercosur-Unión Europea funcione, aunque no funcione. Que el acuerdo sea aprobado por todos los Estados participantes no parece tan importante como tenerlo en la agenda hasta que haya un mejor clima político regional.

Equidistancia diplomática

A la diplomacia presidencial previa al arreglo con los acreedores se agrega la adhesión de Argentina al Grupo Internacional Contacto sobre Venezuela junto a la Unión Europea, una acción diplomática en la procura de una salida democrática. Este último paso, aleja a Argentina del Grupo de Lima, de Brasil y de Estados Unidos.

Con este último país —en términos de Russell— existen coincidencias programáticas y disensos metodológicos. Las coincidencias programáticas tienen que ver con el revisionismo que no pone en cuestión el sistema capitalista, el valor de la democracia y la separación de poderes.

Los disensos metodológicos son, en general, Venezuela, Bolivia y, en estos últimos tiempos, el BID, para cuya elección del presidente cada vez más países piden un aplazo, con la clara intencionalidad de dilatar el asunto y change the mind of Trump, o esperar que se vaya.

Argentina, Canadá, Chile, México y Costa Rica son los que se han pronunciado al respecto.

Además, parece haber una percepción compartida en que la crisis argentina tiene potencial disruptivo en el sistema. Trump apoyó calladamente las negociaciones de nuestra deuda y no puso reparos a ninguna declaración del FMI a nuestro favor. No somos aliados, pero tampoco estamos en la otra vereda. Ese es uno de los equilibrios que Fernández mantuvo.

Por último, China ya desplazó a Brasil y a Estados Unidos como principal socio comercial de Argentina; también está presente a través de la “Diplomacia de las Mascarillas”, como llamó el Financial Times al intento de ganar soft power en la región por parte del país asiático que se afirma, mientras nos alejamos de Trump y sus amigos. Ese soft power aún no es demasiado importante, aunque el silencioso ascenso se hace cada día más fuerte.

Alberto Fernández ya expresó su intención de unir a la Argentina a la Belt & Road Iniciative que, a pesar de tener beneficios, como la diversificación de exportaciones y potenciales préstamos para infraestructura, también ahonda las “grietas” estructurales entre países desarrollados y subdesarrollados, reproduciendo esquemas de “dominación”.

Además, como plantea Eduardo Oviedo, su adhesión no sería neutra, pues una Argentina dependiente de las finanzas del FMI y de swap chinos estaría expresando una posición de equilibrio en la puja hegemónica entre Estados Unidos y China.

Podría “tocarnos” pendular entre Estados Unidos y China. Lo peor que nos puede pasar es que nos obliguen a elegir. Y, en este juego de delicados equilibrios, la tradición de neutralidad argentina sería algo a rescatar en esta nueva bipolaridad.

(*) Investigadora CONICET, Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de Rosario, profesora Adjunta de Problemática de las Relaciones Internacionales

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