Turquía, un gasoducto y dudas sobre su papel en Europa

El gasoducto bajo el mar Negro no sólo une Rusia, Ucrania y Turquía. También en un gesto geopolítico dirigido a la Unión Europea, sus reticencias y los nuevos brotes de nacionalismo en Polonia y otros países.

16 marzo, 2006

La violencia social en Francia, el año pasado, y el repentino endurecimiento polaco ante la UE echaron la carga de la prueba sobre Bruselas. Turquía ya no parece un espantajo islámico.

Por supuesto, existen obstáculos a la integración enraizados en siglos de historia. Lejos del Imperio Otomano, disuelto en 1919, la Turquía actual viene derregulando la economía desde los años 80. Hoy, Angora cuenta con una cantidad de empresas eficientes, capaces de competir en el mundo. En tanto, muchos grupos multinacionales son atraídos por una mano de obra relativamente barata pero educada y adiestrada, la cercanía de mercados importantes y la ausencia de grandes trabas regulatorias.

Después de ese gasoducto estratégico, cabe preguntarse si Turquía aún se muere por ingresar en la UE. Si insistiese y lo lograra, sería –fuera de Alemania- el socio geopolíticamente mayor: más de 70 millones de habitantes. También, el único orgánicamente musulmán. En otras palabras, obraría como contrapeso de la católica Polonia (40 millones) en el flanco occidental de Rusia.

Si Angora adoptase medidas –no necesariamente las que recomiendan los ortodoxos de Bruselas- para desarrollar su potencial, podría generar seis millones de puestos laborales en la década 2006-15 y alcanzar 8% de expansión anual en el producto bruto interno. Ello elevaría el PB por habitante a 70% del promedio en la UE de los 25.

La situación actual no es mala, por tratarse de una economía en desarrollo. Gracias a las reformas iniciadas en los 80 y a los acuerdos con la UE, muchas trabas tipo “tercer mundo” ya no existen en Turquía y hay relativamente pocas regulaciones específicas –inclusive en lo laboral- que perturben la competencia. Pero persisten tres problemas: un vasto sector en negro –rasgo levantino por excelencia-, inestabilidad y activos del estado. Juntos, representan 93% de la brecha entre productividad real y potencial.

La Unión Europea no carece de problemas. Se ha expandido de quince a veinticinco miembros y de 380 a 455 millones de habitantes, pero aún no atina a manejarse en sus nuevas dimensiones. La crisis en torno de fusiones y adquisiciones transfronterizas resistidas por Francia, España y Polonia lo subraya claramente.

En ese contexto, la idea de incorporar tres o cuatro candidatos balcánicos parece prematura. Turquía, el principal, es un país musulmán que limita con Siria, Irak, Irán y la borrascosa marquetería caucásica. No obstante, sus nexos económicos europeos datan de 1963 -cuando adhirió a un primer convenio aduanero- y, desde entonces, fueron aumentando las perspectivas de entrar en la hoy UE. Por otra parte, la candidatura de Rumania y Bulgaría podría ser obstruida por las nuevas pretensiones de Croacia. Serbia-Montenegro y hasta Bosnia-Hertsegóvina.

Washington, obviamente, ve en Angora un puente entre Occidente y el Islam, justamente en el peor momento para las relaciones mutuas. La desastrosa ocupación de Irak por los norteamericanos, la de Palestina por los israelíes y el problema iraní sugieren no dejar que Turquía siga esperando décadas para entrar en la UE.

Pero dentro de la entidad subsisten considerables resistencias. El hugonote Valéry Giscard d’Estaing, ex presidente y ex supervisor de una constitución frustrada, dijo ya en 2004 que “la entrada turca sería el fin de Europa”. ¿Hablaba así sólo por el tradicional chauvinismo galo? Con hordas de jóvenes cetrinos y moros arrasando ciudades francesas, no hace tanto, muchos europeos temen a la invasión de inmigrantes musulmanes, sus hijos y nietos.

La noción de la UE como un club de cristianos persiste, especialmente con la papista Polonia adentro o el Vaticano denunciado que la ampliación de la UE “pasa por alto a dios”. Tampoco a los actuales y futuros socios balcánicos Turquía les trae buenos recuerdos.

La violencia social en Francia, el año pasado, y el repentino endurecimiento polaco ante la UE echaron la carga de la prueba sobre Bruselas. Turquía ya no parece un espantajo islámico.

Por supuesto, existen obstáculos a la integración enraizados en siglos de historia. Lejos del Imperio Otomano, disuelto en 1919, la Turquía actual viene derregulando la economía desde los años 80. Hoy, Angora cuenta con una cantidad de empresas eficientes, capaces de competir en el mundo. En tanto, muchos grupos multinacionales son atraídos por una mano de obra relativamente barata pero educada y adiestrada, la cercanía de mercados importantes y la ausencia de grandes trabas regulatorias.

Después de ese gasoducto estratégico, cabe preguntarse si Turquía aún se muere por ingresar en la UE. Si insistiese y lo lograra, sería –fuera de Alemania- el socio geopolíticamente mayor: más de 70 millones de habitantes. También, el único orgánicamente musulmán. En otras palabras, obraría como contrapeso de la católica Polonia (40 millones) en el flanco occidental de Rusia.

Si Angora adoptase medidas –no necesariamente las que recomiendan los ortodoxos de Bruselas- para desarrollar su potencial, podría generar seis millones de puestos laborales en la década 2006-15 y alcanzar 8% de expansión anual en el producto bruto interno. Ello elevaría el PB por habitante a 70% del promedio en la UE de los 25.

La situación actual no es mala, por tratarse de una economía en desarrollo. Gracias a las reformas iniciadas en los 80 y a los acuerdos con la UE, muchas trabas tipo “tercer mundo” ya no existen en Turquía y hay relativamente pocas regulaciones específicas –inclusive en lo laboral- que perturben la competencia. Pero persisten tres problemas: un vasto sector en negro –rasgo levantino por excelencia-, inestabilidad y activos del estado. Juntos, representan 93% de la brecha entre productividad real y potencial.

La Unión Europea no carece de problemas. Se ha expandido de quince a veinticinco miembros y de 380 a 455 millones de habitantes, pero aún no atina a manejarse en sus nuevas dimensiones. La crisis en torno de fusiones y adquisiciones transfronterizas resistidas por Francia, España y Polonia lo subraya claramente.

En ese contexto, la idea de incorporar tres o cuatro candidatos balcánicos parece prematura. Turquía, el principal, es un país musulmán que limita con Siria, Irak, Irán y la borrascosa marquetería caucásica. No obstante, sus nexos económicos europeos datan de 1963 -cuando adhirió a un primer convenio aduanero- y, desde entonces, fueron aumentando las perspectivas de entrar en la hoy UE. Por otra parte, la candidatura de Rumania y Bulgaría podría ser obstruida por las nuevas pretensiones de Croacia. Serbia-Montenegro y hasta Bosnia-Hertsegóvina.

Washington, obviamente, ve en Angora un puente entre Occidente y el Islam, justamente en el peor momento para las relaciones mutuas. La desastrosa ocupación de Irak por los norteamericanos, la de Palestina por los israelíes y el problema iraní sugieren no dejar que Turquía siga esperando décadas para entrar en la UE.

Pero dentro de la entidad subsisten considerables resistencias. El hugonote Valéry Giscard d’Estaing, ex presidente y ex supervisor de una constitución frustrada, dijo ya en 2004 que “la entrada turca sería el fin de Europa”. ¿Hablaba así sólo por el tradicional chauvinismo galo? Con hordas de jóvenes cetrinos y moros arrasando ciudades francesas, no hace tanto, muchos europeos temen a la invasión de inmigrantes musulmanes, sus hijos y nietos.

La noción de la UE como un club de cristianos persiste, especialmente con la papista Polonia adentro o el Vaticano denunciado que la ampliación de la UE “pasa por alto a dios”. Tampoco a los actuales y futuros socios balcánicos Turquía les trae buenos recuerdos.

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