El crecimiento económico ha sido bajo en comparación con los países exitosos de la región. Así, durante 20 años, entre 1980 y 2000, la Argentina promedió un crecimiento de 1.5% al año y Brasil de 2%. Sólo gracias al boom de las commodities ambos países pudieron crecer a tasas más altas entre 2001 y 2010 (3.4% anual en el caso de la Argentina y 3.7% en el de Brasil), -recuerda en el último informe de FIEL, el economista Daniel Artana- pero los excesos durante los años de bonanza se pagaron caro cuando cayeron los precios agrícolas.
Desde 2010 a 2018, ambas economías sólo pudieron crecer a un promedio inferior al 1% anual, menor al crecimiento poblacional. La baja tasa de inversión – que es inferior al 20% del PIB en ambos países- es una explicación del bajo crecimiento. Además se agregan los problemas para aumentar la productividad en un contexto de economías muy cerradas al comercio internacional, de regulaciones excesivas y de un tamaño del Estado exagerado para su nivel de desarrollo, compitiendo ambos países por ver quién tiene la presión tributaria más alta de la región y la mezcla de impuestos más nociva para la producción.
En materia fiscal, los desafíos son parecidos. La Argentina ha avanzado antes, en el marco del acuerdo firmado con el FMI. Proyecta pasar de un déficit primario de 2,6% del PIB este año a un superávit primario de algo más de 1% en 2023; es decir, una mejora del orden de 4% del PIB. De acuerdo a la última revisión del artículo IV del FMI, Brasil necesita una mejora fiscal del mismo orden de magnitud (de un déficit primario de 2% a un superávit primario de 2% en ese mismo lapso) si pretende reducir el peso de la deuda pública en el PIB, que se acerca al 80%.
Es cierto que Brasil tiene mayores chances de reducir el peso de la deuda vendiendo activos mientras que la Argentina depende más de una apreciación real del tipo de cambio.
Con una presión tributaria récord y baja inversión pública en ambos países, el desafío para la consolidación fiscal pasa por reducir el peso del gasto corriente en la economía. De acuerdo al FMI, Brasil gasta 13% del PIB en salarios de empleados públicos, muy por encima del 10% de los países desarrollados o del 7% promedio para Latinoamérica. La sugerencia es que ese gasto debe reducirse en alrededor de 1% del PIB. En la Argentina, los tres niveles de gobierno tienen erogaciones en salarios del orden de 12% del PIB.
Puede concluirse que el exceso de empleo público es un problema común a ambos países. También ambos países tienen serios problemas de solvencia en su sistema previsional (aunque algo más serios en el caso de Brasil). El gasto en pensiones representa en Brasil alrededor de 11% del PIB, a pesar de que su población es relativamente joven. En la Argentina, si se suman los egresos del sistema nacional y de las cajas provinciales no transferidas, el gasto llega a casi 12% del PIB.
La moratoria previsional ha tenido efectos devastadores sobre la solvencia del sistema argentino. El desequilibrio externo de Brasil es moderado y, además la inversión extranjera directa es más importante que en el caso argentino.
A ello se agrega que el mercado local de capitales es mucho más grande que el de nuestro país, lo que reduce su exposición a los sudden stops.
También es clara la ventaja en materia inflacionaria. Brasil también ha avanzado en flexibilizar las anacrónicas regulaciones laborales, mientras que esa es una asignatura pendiente en la Argentina.
El nuevo gobierno de Brasil parece más convencido acerca de las ventajas de abrir la economía al comercio internacional. Pero no es claro si contará con el apoyo político necesario y cuál será la estrategia para acotar los costos que habitualmente se generan durante la transición de una economía muy cerrada a una más abierta.
Tampoco es claro si tratará de abrir su economía por medio de tratados bilaterales (y el pendiente con la Unión Europea es lo más inmediato para ambos países) o con reducciones de aranceles unilaterales.
En resumen, ambos países enfrentan una cargada agenda de reformas estructurales necesarias para asegurar la solvencia del Estado y generar los cambios que permitan un aumento en las inversiones y en la productividad.