Rebajas tributarias y perspectivas del segundo mandato

George W.Bush empezó el primer mandato proyectando US$ 5,6 billones de superávit. El segundo arranca con déficit por US$ 2,3 billones, según la oficina fiscal del Congreso (oficialista). Pero el presidente insiste en bajar más impuestos.

9 noviembre, 2004

Su último programa electoral contiene algunas iniciativas y plantea varios interrogantes. La primera propuesta consiste en privatizar el sistema de seguridad social, pues el mandatario desea “dar a los trabajadores oportunidad de asignar parte de sus salarios a cuestas de inversión personales, pues el mercado financiero le pagará mayores retornos que el sistema actual”.

Pero, como esos eventuales fondos debieran cubrir las actuales jubilaciones ¿qué hará el gobierno para cerrar la futura brecha? Además ¿quién determinará dónde podrán los aportantes colocar el dinero? ¿acaso en alguna Enron o en el exterior? ¿y qué sucederá si los mercados se vienen abajo, como en la Argentina de 2001?

Aun sin llegar a ese extremo, en Chile –a menudo presentado como modelo por Bush- algunos jubilados vieron contraerse sus beneficios 7% ese mismo año. ¿Qué podría pasar en Estados Unidos?

Una segunda propuesta reside en simplificar el régimen de impuestos a los réditos, aunque no esté claro qué quiere decir el gobierno con eso. Simplificar, en efecto, implica cosas distintas. Desde cerrar agujeros o revisar tasas (como en 1986) hasta una restructuración completa, capaz de desembocar en una tasa plana. ¿Entonces?

Convertir en permanentes las rebajas temporarias dispuestas en 2001, 2002, 2003 y 2004 es el tercer compromiso. Pero, claro, el costo a mediano plazo sería demoledor. Según los técnicos legislativos, mantener para siempre esos beneficios agregaría a la futura deuda federal un tercio, o sea US$ 2,3 billones, hacia 2014. Sin señales de que la brecha presupuestaria vaya a achicarse o cerrarse, las tasas de interés treparían a medida como los inversores perdiesen confianza en una gestión fiscal cada vez más dependiente del endeudamiento externo.

Las opciones enumeradas y algunas más (por ejemplo, abolir el impuesto a los dividendos bursátiles), salvo los cambios en seguridad social, tal vez sean combinadas en una gigantesca restructuración tributaria. Ello tendría un propósito político: una “superley” dará mayor margen para negociar y conseguir los sesenta votos senatoriales imprescindibles para efectuar reformas permanentes en la legislación impositiva. También será una manera ideal de atarle las manos a cualquier sucesor, sea propio o ajeno.

Las dudas no acaban ahí. Virtualmente todas las propuestas de Bush (en realidad, de Richard Cheney) agravarán inequidades en la redistribución del ingreso nacional. Aunque sin afectar la base electoral del “nuevo” partido Republicano, ese fenómeno podría perjudicar a la economía real, pues la gente de menores ingresos tendrá trabas para educarse. A su vez, eso reducirá la oferta de mano de obra calificada -indispensable en la era tecnológica- para que la industria local pueda competir en el mundo (y defender su mercado interno).

Fiel al fundamentalismo religioso que la informa, donde hasta el sida se considera justo castigo divino, la administración no se detiene en esos temas. “No dejemos que lo mejor obstruya a lo bueno”, decía Peter Fisher –por entonces subsecretario de Finanzas Internas- en enero de 2003. Por entonces, sostenía: “replantear el sistema tributario para reducir inequidades es crear un nivel de complejidad que no deseamos”.

Pero otra cuestión de fondo debiera inquietar más a Washington: algunas de las propuestas presidenciales reducirán la base de contribuyentes. Si los impuestos al rédito de activos financieros y bursátiles bajan o desaparecen, el fisco deberá buscar fondos en alguna otra parte, pues este gobierno no es proclive a disminuir gastos ni ahorrar. En algún momento dentro del nuevo mandato, Washington tendrá que endeudarse a mayor ritmo que ahora o elevar las tasas sobre quienes todavía paguen impuestos.

Su último programa electoral contiene algunas iniciativas y plantea varios interrogantes. La primera propuesta consiste en privatizar el sistema de seguridad social, pues el mandatario desea “dar a los trabajadores oportunidad de asignar parte de sus salarios a cuestas de inversión personales, pues el mercado financiero le pagará mayores retornos que el sistema actual”.

Pero, como esos eventuales fondos debieran cubrir las actuales jubilaciones ¿qué hará el gobierno para cerrar la futura brecha? Además ¿quién determinará dónde podrán los aportantes colocar el dinero? ¿acaso en alguna Enron o en el exterior? ¿y qué sucederá si los mercados se vienen abajo, como en la Argentina de 2001?

Aun sin llegar a ese extremo, en Chile –a menudo presentado como modelo por Bush- algunos jubilados vieron contraerse sus beneficios 7% ese mismo año. ¿Qué podría pasar en Estados Unidos?

Una segunda propuesta reside en simplificar el régimen de impuestos a los réditos, aunque no esté claro qué quiere decir el gobierno con eso. Simplificar, en efecto, implica cosas distintas. Desde cerrar agujeros o revisar tasas (como en 1986) hasta una restructuración completa, capaz de desembocar en una tasa plana. ¿Entonces?

Convertir en permanentes las rebajas temporarias dispuestas en 2001, 2002, 2003 y 2004 es el tercer compromiso. Pero, claro, el costo a mediano plazo sería demoledor. Según los técnicos legislativos, mantener para siempre esos beneficios agregaría a la futura deuda federal un tercio, o sea US$ 2,3 billones, hacia 2014. Sin señales de que la brecha presupuestaria vaya a achicarse o cerrarse, las tasas de interés treparían a medida como los inversores perdiesen confianza en una gestión fiscal cada vez más dependiente del endeudamiento externo.

Las opciones enumeradas y algunas más (por ejemplo, abolir el impuesto a los dividendos bursátiles), salvo los cambios en seguridad social, tal vez sean combinadas en una gigantesca restructuración tributaria. Ello tendría un propósito político: una “superley” dará mayor margen para negociar y conseguir los sesenta votos senatoriales imprescindibles para efectuar reformas permanentes en la legislación impositiva. También será una manera ideal de atarle las manos a cualquier sucesor, sea propio o ajeno.

Las dudas no acaban ahí. Virtualmente todas las propuestas de Bush (en realidad, de Richard Cheney) agravarán inequidades en la redistribución del ingreso nacional. Aunque sin afectar la base electoral del “nuevo” partido Republicano, ese fenómeno podría perjudicar a la economía real, pues la gente de menores ingresos tendrá trabas para educarse. A su vez, eso reducirá la oferta de mano de obra calificada -indispensable en la era tecnológica- para que la industria local pueda competir en el mundo (y defender su mercado interno).

Fiel al fundamentalismo religioso que la informa, donde hasta el sida se considera justo castigo divino, la administración no se detiene en esos temas. “No dejemos que lo mejor obstruya a lo bueno”, decía Peter Fisher –por entonces subsecretario de Finanzas Internas- en enero de 2003. Por entonces, sostenía: “replantear el sistema tributario para reducir inequidades es crear un nivel de complejidad que no deseamos”.

Pero otra cuestión de fondo debiera inquietar más a Washington: algunas de las propuestas presidenciales reducirán la base de contribuyentes. Si los impuestos al rédito de activos financieros y bursátiles bajan o desaparecen, el fisco deberá buscar fondos en alguna otra parte, pues este gobierno no es proclive a disminuir gastos ni ahorrar. En algún momento dentro del nuevo mandato, Washington tendrá que endeudarse a mayor ritmo que ahora o elevar las tasas sobre quienes todavía paguen impuestos.

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