OMC: su mayor riesgo es convertirse en irrelevante

El fracaso final de la ronda Dohá puede transformar a la Organización mundial de comercio en otra Sociedad de naciones. Ésta colapsó con la invasión italiana a Etiopía (1936). Pero, como hoy, las potencias que contaban no estaban ahí.

8 agosto, 2006

Aferrado a su viejo aislacionismo de cuño inglés, Estados Unidos no formaba parte de la SDN. En cuanto a Gran Bretaña, su gobierno proalemán –gabinete y corona- se dedicada a apaciguar a Adolf Hitler. La entrega de Austria y Checoslovaquia (1937/8), o sea la capitulación de Múnich, tiene su replica comercial del momento en el tenaz empecinamiento de la Unión Europea, EE.UU. y Japón en subsidiar actividades agrícolas ineficientes. El papel de Neville Chamberlain lo desempeña el francés Pascal Lamy, viejo campeón del proteccionismo rural.

Pero el problema real es que las economías centrales deben hallar formas de reducir trabas comerciales, no sólo las agrícolas. Amén de formar una constelación 149 estados, muchos de ellos ilusorios, y cumplir funciones de arbitraje, la OMC no parece apta para negociaciones en serio.

En rigor, la entidad corre peligro de ser otro intento, bienintencionado pero irrelevante, similar a aquella triste Sociedad de naciones, que no duró ni quince años. En esta oportunidad, la incapacidad de acotar divergencias en torno del problema agrícola frenó tratativas sobre industria, servicios, patentes y tecnología. Es imposible persuadir a los países en desarrollo –mucho menos, a los pobres- de que abran sus mercados a “los beneficios de la globalización” (como insiste Lamy, con una ingenuidad poco convincente).

En realidad, la suspensión de la ronda Dohá por tiempo indeterminado tal vez represente la tumba de la globalización como “dea ex machina”. Ya no opera como panacea en un mundo donde la creciente yuxtaposición de crisis geopolíticas apunta a nuevas formas de aislacionismo, imperialismo ocasional o bilateralismo económico. En cierto modo, la invasión a Etiopía en 1936 puede parangonarse con la sufrida ahora por Líbano.

El colapso de Dohá “inicia una constante erosión de la OMC como foro comercial”, opina Grant Aldonas, representante viajero de George W.Bush al principio de su mandato. Tras la II guerra mundial y la creación de tres entidades complementarias (Naciones Unidas, Fondo monetario, Banco internacional de reconstrucción y fomento), apareció en 1949 el Acuerdo general de aranceles y comercios (AGAC o GATT). Dominado por EE.UU. y Europa occidental, era menos burocrático y más fácil de manejar que la OMC. No obstante, el fracaso de la ronda Uruguay acabó con él.

Entre 1950, primer año del GATT, y la apertura de Dohá, el intercambio mundial se multiplicó veintidós veces. Naturalmente, lograr consensos entre 149 miembros, gran parte meros colores en el mapa, se ha hecho casi imposible. Además, la densa, costosa burocracia técnica de la OMC es otra traba: demasiada gente vive de salarios y viáticos astronómicos, por lo cual le conviene prolongar todo tipo de negociaciones. Por ejemplo, con lo que percibe el representante de Senegal podrían comer bien un año treinta familias de su propio país.

Otro problema marca un contraste con la ONU, el FMI y el BIRF: las potencias tienen ahí poder de veto o ejercen gran influencia. Al revés, en la OMC el voto de la UE o EE.UU. vale igual que el de Na’uru o Gambia. Si no se corta ese nudo gordiano, quizá mediante alguna forma de voto calificado, la entidad no tendrá futuro. En esta coyuntura, es irónico que las guerras en Palestina-Israel-Líbano, Irak, Afganistán, Ceilán y Somalía hayan abierto un paréntesis en temas comerciales y, con eso, den tiempo para replantear los mecanismos de la OMC.

Aferrado a su viejo aislacionismo de cuño inglés, Estados Unidos no formaba parte de la SDN. En cuanto a Gran Bretaña, su gobierno proalemán –gabinete y corona- se dedicada a apaciguar a Adolf Hitler. La entrega de Austria y Checoslovaquia (1937/8), o sea la capitulación de Múnich, tiene su replica comercial del momento en el tenaz empecinamiento de la Unión Europea, EE.UU. y Japón en subsidiar actividades agrícolas ineficientes. El papel de Neville Chamberlain lo desempeña el francés Pascal Lamy, viejo campeón del proteccionismo rural.

Pero el problema real es que las economías centrales deben hallar formas de reducir trabas comerciales, no sólo las agrícolas. Amén de formar una constelación 149 estados, muchos de ellos ilusorios, y cumplir funciones de arbitraje, la OMC no parece apta para negociaciones en serio.

En rigor, la entidad corre peligro de ser otro intento, bienintencionado pero irrelevante, similar a aquella triste Sociedad de naciones, que no duró ni quince años. En esta oportunidad, la incapacidad de acotar divergencias en torno del problema agrícola frenó tratativas sobre industria, servicios, patentes y tecnología. Es imposible persuadir a los países en desarrollo –mucho menos, a los pobres- de que abran sus mercados a “los beneficios de la globalización” (como insiste Lamy, con una ingenuidad poco convincente).

En realidad, la suspensión de la ronda Dohá por tiempo indeterminado tal vez represente la tumba de la globalización como “dea ex machina”. Ya no opera como panacea en un mundo donde la creciente yuxtaposición de crisis geopolíticas apunta a nuevas formas de aislacionismo, imperialismo ocasional o bilateralismo económico. En cierto modo, la invasión a Etiopía en 1936 puede parangonarse con la sufrida ahora por Líbano.

El colapso de Dohá “inicia una constante erosión de la OMC como foro comercial”, opina Grant Aldonas, representante viajero de George W.Bush al principio de su mandato. Tras la II guerra mundial y la creación de tres entidades complementarias (Naciones Unidas, Fondo monetario, Banco internacional de reconstrucción y fomento), apareció en 1949 el Acuerdo general de aranceles y comercios (AGAC o GATT). Dominado por EE.UU. y Europa occidental, era menos burocrático y más fácil de manejar que la OMC. No obstante, el fracaso de la ronda Uruguay acabó con él.

Entre 1950, primer año del GATT, y la apertura de Dohá, el intercambio mundial se multiplicó veintidós veces. Naturalmente, lograr consensos entre 149 miembros, gran parte meros colores en el mapa, se ha hecho casi imposible. Además, la densa, costosa burocracia técnica de la OMC es otra traba: demasiada gente vive de salarios y viáticos astronómicos, por lo cual le conviene prolongar todo tipo de negociaciones. Por ejemplo, con lo que percibe el representante de Senegal podrían comer bien un año treinta familias de su propio país.

Otro problema marca un contraste con la ONU, el FMI y el BIRF: las potencias tienen ahí poder de veto o ejercen gran influencia. Al revés, en la OMC el voto de la UE o EE.UU. vale igual que el de Na’uru o Gambia. Si no se corta ese nudo gordiano, quizá mediante alguna forma de voto calificado, la entidad no tendrá futuro. En esta coyuntura, es irónico que las guerras en Palestina-Israel-Líbano, Irak, Afganistán, Ceilán y Somalía hayan abierto un paréntesis en temas comerciales y, con eso, den tiempo para replantear los mecanismos de la OMC.

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