El Instituto de Desarrollo Económico y Social (IDESA) toma los datos de la OECD (que es la misma fuente de donde sale la información de deuda pública) se observa que, entre los años 2000 y 2009:
- En Australia, el gasto en educación aumentó de 4,9% a 5,1% del PBI y el porcentaje de jóvenes de 15 años con capacidades insuficientes de lectura pasó de 12% a 14%.
- En Canadá, el gasto en educación pasó de 5,6% a 5,0% del PBI y el porcentaje de jóvenes de 15 años con capacidades insuficientes de lectura se mantuvo en 10%.
- En Argentina, el gasto en educación aumentó de 4,6% a 6,0% del PBI y el porcentaje de jóvenes de 15 años con capacidades insuficientes de lectura pasó de 44% a 52%.
De todas formas, Canadá sin aumentar el esfuerzo financiero (en rigor, en términos de PBI, lo disminuyó) logró mantener baja la proporción de estudiantes con insuficientes capacidades de lectura. Esto no es fruto de la casualidad sino de sistemáticas mejoras en la gestión educativa. Se trata de un proceso inverso al de Argentina que invirtió mucho en educación pública y empeoró mucho también los resultados.
Varios factores explican el fracaso argentino, aunque la Ley de Financiamiento Educativo sancionada a finales de 2005 tuvo un rol protagónico.
No hacen falta análisis sofisticados para verificar en la experiencia internacional que más inversión no garantiza mejor educación.
Si los legisladores en la instancia de debatir la ley hubiesen apelado a la buena práctica de comparar con otros países, no hubiesen cometido el error de basar la política educativa –de manera exclusiva y excluyente– en aumentar el gasto en educación.
La ley estableció la meta de incrementar el gasto en educación hasta superar el 6% del PBI, sin fijar pautas que induzcan una asignación correcta de esos recursos. La mayor parte del aumento en los presupuestos educativos fue a mejorar los salarios docentes, al punto que en la última década la remuneración real (es decir, descontada la inflación) se duplicó.
Pero como el aumento fue otorgado de manera indiscriminada para todos los docentes, termina resultando escaso para el educador comprometido con el aprendizaje de sus alumnos y un enorme derroche cuando se lo asigna a empleados que evaden sus responsabilidades y que, en muchos casos, ni siquiera concurren a las escuelas.
En igual sentido, resulta muy negativo que no se haya asignado parte del mayor presupuesto a mejorar e intensificar las evaluaciones educativas.
Al igual que los aumentos de salarios indiscriminados, la resistencia a medir la calidad es una fuente promotora de mediocridad.
La dinámica del cambio tecnológico impone un mercado de trabajo cada vez más demandante de mano de obra calificada y excluyente de personas mal preparadas.
No es exagerado afirmar que no hay esperanzas de un futuro mejor para el país si más de la mitad de los adolescentes no desarrollaron capacidades mínimas de lectura.
En este sentido, las comparaciones internacionales ayudan a entender el enorme costo social que impone seguir siendo condescendiente con las actitudes conservadoras y reaccionarias que prevalecen en el sistema educativo argentino.
Las comparaciones con Australia y Canadá que planteó el gobierno generaron intensas polémicas. Uno de los puntos más cuestionados es la afirmación de que la deuda pública argentina es menor que la de Australia y Canadá.
Para llegar a esa conclusión los funcionarios nacionales no computan la deuda que tiene el Tesoro Nacional con otros organismos públicos, básicamente, Anses y Banco Central. Se trata de un visible error metodológico.
La Anses, para prestarle al Tesoro Nacional, toma deuda con los trabajadores activos (que aportan para recibir una jubilación en el futuro) y con los jubilados presentes (que no cobran los juicios por falta de movilidad).
En igual sentido, el Banco Central se endeuda con los ciudadanos cuando emite dinero que, al carecer de respaldo, se licua con inflación.