lunes, 23 de diciembre de 2024

La Argentina en la tormenta mundial

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Covid 19: 80% de los casos se registra en la Región Metropolitana y sólo el 20% en el país interior

Mientras el gobierno avanza a tientas en una flexibilización parcial, paulatina y selectiva de la cuarentena sanitaria, en un movimiento cuidadosamente segmentado geográficamente y orientado a inyectar alguna dosis de oxígeno a una economía paralizada, la expansión del Covid 19 adquiere una clara fisonomía territorial.

Esta dicotomía pone de relieve una característica estructural: el epicentro de la pandemia está focalizado en la región que ocupa apenas el 0,4% de la superficie continental de la Argentina pero concentra al 37% de su población y el 50% de su producto bruto interno. A la inversa: con algunas excepciones puntuales, como es el caso de Chaco, la expansión del Covid 19 está bajo control en las regiones que representan más del 99% de la superficie, los dos tercios de la población y la mitad del producto bruto interno.

Semejante contraste torna cada vez más imprescindible una creciente discriminación geográfica en las medidas gubernamentales, lo que supone una mayor descentralización de las decisiones y un aumento de responsabilidades por parte de las provincias y los municipios.

El hecho de que en las últimas dos semanas el presidente Alberto Fernández haya alterado el modo de su cuarentena personal para visitar a algunas provincias del Norte y del Nordeste (Tucumán, Santiago del Estero, Formosa, Misiones y Corrientes) certifica que en esa Argentina interior las exigencias apremiantes derivadas de la dramática situación económica y social, que requieren sin demora la reanudación de las actividades productivas, empiezan a prevalecer por sobre las prevenciones de la políticas sanitaria.

Distinto es el caso de la Región Metropolitana, donde esas crecientes demandas sectoriales de una flexibilización de la cuarentena sanitaria, que se reflejan en las encuestas de opinión pública y se perciben incluso en algunas manifestaciones callejeras, tropiezan con el escollo insalvable del incremento en el ritmo de contagios (sobre todo en los barrios más vulnerables), la cercanía del pico de la pandemia y el temido peligro de la expansión del virus en las aproximadamente 1.800 villas de emergencia y asentamientos precarios del Gran Buenos Aires, con el serio riesgo de un estallido social de inciertas consecuencias. Mientras este peligro exista, el país vivirá en estado de emergencia.

Encrucijada estratégica

Simultáneamente, la Argentina se acerca a una encrucijada estratégica tan previsible como inevitable. En pocos días más, quedará dilucidado el enigma sobre el resultado de las negociaciones entabladas sobre la refinanciación de la deuda, que derivarán en algún tipo de acuerdo con los acreedores externos o en la temible y temida reiteración del default.

Con independencia de las consecuencias económicas y sociales de cada alternativa, que en el corto plazo pueden ser disimuladas transitoriamente por las vicisitudes de la pandemia, cualquiera de ambas opciones tendrá sí un rápido y fuerte impacto en el escenario político.

Más allá de las intenciones reales o supuestas de los actores, el desenlace de esa negociación influirá decisivamente en el cambiante equilibrio de fuerzas de la coalición gubernamental y, por añadidura, en el conjunto del sistema político argentino.

Es evidente que el default, con su secuela inexorable de aislamiento externo de la Argentina, debilitaría el poder del presidente Alberto Fernández y, aunque sea en una primera fase, supondría un avance del “kirchnerismo”, que en esas circunstancias ganaría espacio para intentar convertir la necesidad en virtud y proclamar una retórica de autosuficiencia económica y radicalización política.

Esa retórica podría dar aliento a las iniciativas orientadas a aumentar los recursos fiscales con medidas de excepción como el todavía indefinido proyecto de impuesto a las “grandes fortunas” o el incremento de las retenciones a las exportaciones agropecuarias o a la apropiación por parte del Estado de parte de las acciones de empresas privadas beneficiadas con la ayuda estatal, sugerida por la diputada Fernanda Vallejos y descartada enfáticamente por Fernández.

En la práctica, la adopción de este camino significaría dinamitar los puentes trabajosamente construidos entre el oficialismo y la oposición al calor de la emergencia sanitaria, lo que implicaría también una acentuación del peso relativo de Cristina Kirchner en las decisiones gubernamentales.

Por el contrario, algún tipo de acuerdo con los acreedores, aunque adquiriera la forma de una postergación temporaria o un carácter meramente provisorio, le otorgaría a Fernández un mayor espacio de maniobra en una coyuntura particularmente difícil.

Este dilema tiene a su vez una contrapartida de hierro. No existen condiciones estructurales, ni internas ni externas, que viabilicen ni económica ni políticamente la opción internacionalmente confrontativa del “kirchnerismo” como una alternativa de poder. La razón es muy simple: la economía argentina demanda financiamiento externo para enfrentar la brutal recesión preexistente, hondamente agravada por la pandemia. No hay espacio político ni espaldas económicas para el aislamiento. Por lo tanto, y más a la corta que a la larga, el escenario del default supondría para la Argentina una sola, y paradójica, prioridad estratégica: salir del default.

El propio Roberto Lavagna, artífice de la renegociación de la deuda de 2005 durante la presidencia de Néstor Kirchner, concretada más de tres años después del default declarado en diciembre de 2001, aclaró que en las actuales circunstancias, con más de ocho años seguidos de estancamiento y tres años consecutivos de recesión, el escenario para la Argentina es muy distinto al de aquella época, cuando había altas tasas de crecimiento económico, favorecidas por el alza en el precio de los “commodities”. Esta vez el tiempo apremia y la necesidad de un acuerdo es mucho más perentoria que entonces.

Esta constatación permite entender por qué Cristina Kirchner trabajó silenciosamente a favor de un entendimiento con los acreedores. El activo rol que, por expresa indicación suya, desempeñó el ex titular de YPF Miguel Galuccio en las conversaciones reservadas con directivos de los fondos de inversión y el protagonismo asumido por el empresario petrolero en la organización de la reunión sostenida días pasados entre Fernández y un grupo de los más importantes empresarios de la Argentina, entre ellos el titular del Techint, Paolo Roca, certifican esa postura acuerdista, que en el caso particular de la ex mandataria no significa una mutación ideológica sino algo tal vez más importante en términos políticos como es el reconocimiento de la realidad, con esa misma dosis de realismo que el año pasado la llevó a resignar la candidatura presidencial.

Acuerdo con EE.UU

Esta precisión lleva a otra conclusión significativa. El auxilio financiero externo que la Argentina necesita imperiosamente para evitar un colapso económico y una consecuente catástrofe social está condicionado a su modo de inserción en la comunidad internacional.

En las actuales circunstancias, dicha inserción supone necesariamente un acuerdo político con Estados Unidos. Esta exigencia se hará sentir con creciente intensidad en los próximos meses y demanda una definición política en esa dirección.

En ese sentido, cobra especial significación un artículo publicado por el Secretario de Asuntos estratégicos de la Presidencia, Gustavo Beliz en la newsletter “Argentina en foco”, editada por la embajada argentina en Washington con el elocuente título de “Estados Unidos se posiciona un vez más como un socio proactivo para el desarrollo de América Latina”.

Su contenido, ignorado por casi totalidad de los medios periodísticos, adquiere mayor relevancia si se tiene en cuenta que el embajador Jorge Arguello, un antiguo compañero de militancia de Fernández en el peronismo porteño, fue designado en diciembre pasado como coordinador de las relaciones entre el gobierno argentino los organismos internacionales con sede en Estados Unidos, lo que incluye nada menos que a las Naciones Unidas, la Organización de Estados Americanos, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo.

Beliz elogia calurosamente el programa “América Crece”, impulsado conjuntamente por diversas agencias de la administración estadounidense con el objetivo de promover la inversión privada en América Latina. El texto ensalza esta iniciativa política del gobierno de Donald Trump, de la que se encuentra expresamente excluidas Venezuela, Cuba y Nicaragua. Señala también que “A partir de la iniciativa “América Crece”, Estados Unidos se posiciona una vez más como un socio proactivo para el desarrollo de América Latina, al tiempo que contribuye a reformar nuestra red productiva a través de inversiones de alta calidad en industrias clave como las nuevas tecnologías y la inteligencia artificial, junto con los muy necesarios proyectos de infraestructura y energía”.

El artículo destaca también el hecho de que el programa esté orientado a “Ayudar a los países en desarrollo en sus esfuerzos por apoyar a los sectores privados nacionales e impulsar la inversión en gran cantidad de proyectos, entre los que se encuentran la energía, tecnología de la información, telecomunicaciones e infraestructura” y afirma que “Argentina reconoce el enorme potencial de “América crece” para diversificar su estructura productiva”. En otros términos: el Secretario de Asuntos Estratégicos de la Presidencia, resalta la importancia de la principal propuesta económica de la administración republicana para América Latina.

En este contexto, conviene poner también bajo la lupa lo que sucede con el Fondo Monetario Internacional. La expansión del Covis-19 hizo que cerca de noventa países hayan acudido al FMI en búsqueda de apoyo para afrontar sus urgencias económicas inmediatas. Pero la Argentina tiene una situación especial porque es, de lejos, el principal deudor del organismo internacional, que otorgó al país el crédito más importante de la historia de una institución, cuyo volumen supuso más del 60% de su capacidad como prestamista. Existe un convenio suscripto, que técnicamente continúa vigente, cuyas disposiciones permitirían un desembolso de varios miles de millones de dólares que podría allanar el camino para un acuerdo con los acreedores.

Al respecto, es evidente que la buena sintonía política entre el gobierno argentino y las autoridades del FMI, reflejada en febrero pasado en Roma en ocasión del seminario sobre el sistema financiero internacional organizado por la Academia de Ciencias Sociales de la Santa Sede, que preside monseñor Marcelo Sánchez Sorondo, donde expusieron entre otros la titular del FMI, Kristalina Georgieva, Guzmán, Beliz y el ex premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz, juega a favor en esta negociación con los acreedores, cuya fase crítica acaba de empezar.

Tampoco es casualidad

Si bien no hay ninguna relación de causalidad, tampoco es exactamente una casualidad que el presidente del Banco Mundial, David Malpass, ex Subsecretario de Asuntos Internacionales de la Secretaría del Tesoro estadounidense, haya designado economista- jefa del organismo a Carmen Reinhart, una de los firmantes de la declaración de respaldo a la propuesta de renegociación de la deuda formulada por el gobierno argentino, que fue suscripta por un centenar de economistas encabezados por Stiglitz, a quien Guzmán considera su mentor intelectual.

Desde hace diez años, Guzmán acompaña a Stiglitz en el Instituto del Nuevo Pensamiento Económico (NPE), un “think tank” académico creado en 2009 a raíz de la crisis financiera internacional de septiembre de 2008 con el objetivo de formular alternativas para una rediseño del sistema de instituciones económicas mundiales. Importa acotar el NPE estableció un acuerdo de cooperación con Scholas Occurrentes, la iniciativa educativa global patrocinada por el Papa Francisco.

En la foto del acto de firma de ese acuerdo aparecen Francisco, Enrique Palmeyro y José María del Corral, responsables de Scholas Ocurrentes, Stiglitz, el economista estadounidense Robert Johnson y un entonces desconocido Guzmán. Esa ceremonia sucedió en mayo de 2019, días antes del anuncio de Cristina Kirchner sobre la candidatura presidencial de Fernández.

En este contexto político, corresponde situar también la iniciativa desplegada en los últimos días por algunos sectores empresarios a fin de acercar posiciones entre el gobierno argentino y los acreedores externos tras la primera propuesta de pago formulada por Guzmán, rechazada por los tenedores de bonos. Esa acción incluyó ciertos contactos reservados entre las partes en Buenos Aires, Washington y Nueva York con la participación de funcionarios gubernamentales como Beliz y Arguello y de dirigentes de la coalición gubernamental, como el presidente de la Cámara de Diputados, Sergio Massa. Entre los gestores de esos conciliábulos, cabe destacar al economista Martín Redrado.

Pero la separación entre lo económico y lo político pertenece más al pizarrón de los académicos que a la realidad de los hechos. Ambos campos tienden a entrecruzarse hasta conformar una totalidad inescindible. Es obvio que en términos individuales Fernández tiene mucho menos poder político que Cristina Kirchner, quien ostenta una notoria hegemonía dentro de la coalición gubernamental.

Su única forma de ganar autonomía es a través de un acuerdo político con la oposición. La emergencia sanitaria le posibilitó, además de un fuerte salto de popularidad, forjar un pacto de gobernabilidad con los líderes territoriales de la oposición, encabezados por el Jefe de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta, que contribuyó a fortalecer la imagen presidencial y a opacar el protagonismo de la ex mandataria, cuyo límite es de carácter objetivo y reside en su imposibilidad de erigirse en una alternativa real de poder.

Está demostrado que cualquier reaparición pública de Cristina Kirchner, así como la mayoría (aunque no todas) de las iniciativas políticas del “kirchnerismo”, despiertan una reacción adversa en la opinión pública de la clase media de los grandes centros urbanos, en particular en las tres ciudades más grandes de la Argentina Buenos Aires, Córdoba y Rosario) y en las tres urbes más importantes de la provincia de Buenos Aires (Mar del Plata, La Plata y Bahía Blanca), en ninguna de las cuales gobierna el Frente de Todos.

Lógicamente, esas reacciones de protesta “anti K” son incentivadas por el ala más confrontativa de Juntos por el Cambio, encabezada por Patricia Bullrich, que alimenta también respuestas al estilo de la reciente y publicitada declaración de intelectuales, periodistas y científicos que denuncia la implantación de una “infectadura”, en contraposición con la tendencia conciliadora liderada por Rodríguez Larreta y acompañada por los intendentes del conurbano bonaerense, en particular Jorge Macri (Vicente López), Diego Valenzuela (3 de Febrero) y Néstor Grandinetti (Lanús) y los tres gobernadores del radicalismo: el jujeño Gerardo Morales, el mendocino Rodolfo Suárez y el correntino Gustavo Valdez.

Pero más allá de las críticas a Rodríguez Larreta provenientes de la “línea dura” de Juntos por el Cambio y de su contrapartida en el “kirchnerismo”, reflejada simétricamente en el recelo ante los acuerdos entre Fernández y el Jefe de Gobierno porteño, en esta nueva etapa signada por las exigencias de una salida progresiva de las restricciones impuestas por la cuarentena sanitaria y por la crucial renegociación de la deuda, ese “acuerdo de gestión”, gestado en los hechos para afrontar la pandemia, resulta necesario pero insuficiente.

Una negociación exitosa con los acreedores externos, que logre impedir el default, marca la diferencia fundamental que existe entre el cementerio y la terapia intensiva, pero obliga a adoptar decisiones difíciles. Esa tarea demanda la consolidación de un poder político cimentado en el fortalecimiento de la autoridad presidencial a través de un consenso estratégico entre los principales actores políticos y sociales, centrado en el relanzamiento de la economía, sumergida en una recesión que por sus dimensiones y su impacto social ya es comparable a la de 2002.

El actual pacto de gobernabilidad no alcanza para enfrentar la crisis. Para capear la tormenta en ciernes, la Argentina necesita ir por más. En situaciones de emergencia como las que se avecinan no hay que descartar la posibilidad de que la voluntad política no surja de las buenas intenciones de los protagonistas sino de la crueldad de las circunstancias.

(*) Integrante del centro de reflexión para la acción política Segundo Centenario

 

 

 

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