Irak: quizá reste muy poco tiempo para la reconstrucción

A poco de conquistar Irak, Estados Unidos afronta un severo dilema, si quiere reconstruir el país. Cuanto más dure la ocupación, mayor fuerza cobrará el extremismo religioso; pero, si las tropas se van, habrá un vacío de poder aún más crítico.

26 abril, 2003

En cualquier de ambas hipótesis, podrían ganar terreno grupos políticos y fuerzas opuestas a Washington; si no a todo Occidente. En ese caso, los planes de reconstrucción y normalización de estructuras –gobierno inclusive- encontrarían obstáculo casi insalvables. “Cuanto más permanezcamos, mayor margen tendrá el nacionalismo iraquí para reorganizarse y armar un partido opositor a la presencia de los aliados”. Así advierte Anne-Marie Slaughter, decana en la Escuela Woodrow Wilson de Asuntos Internacionales, universidad de Princeton. “Lo malo es que, si abandonamos el país en forma prematura, surgirá un régimen shiita, pues 60% de la población lo es”.

En este punto, la derecha republicana –que encarna Slaughter-, los demócratas y aun el eje Francia-Alemania (opuesto a la propia guerra) comparten temores similares. Máxime después de que Saudiarabia, apóstol de la ortodoxia sunní en su forma más dura (wahabita), instrumentara a la OPEP para quedarse temporariamente con la cuota petrolera correspondiente a Irak. No fue casual que otro socio de la entidad, Irán –único régimen shiita-, criticase el viernes 25 la maniobra saudí.

Demostrando nuevamente su escasa familiaridad con la historia y la cultura de Levante (atribuible a la falta de intelectuales en el entorno personal de George W.Bush), el gobierno norteamericano –apunta el “Financial Times”- ha sido “tomado de sorpresa por la fulminante reaparición en escena de la Shiá iraquí, cuyas multitudinarias manifestaciones en Kerbela, ciudad santa, redefinen la ecuación social y política tras la caída del laico Saddam.

“Washington fue sacudido por la irrupción religiosa. Sabe ya que generó un vacío, ha soltado al genio de la lámpara y no sabe qué hacer al respecto”, sostiene Brian Attwood, ex jefe de la Agencia para Desarrollo Internacional -creada en 1945 para manejar los planes Marshall- y equivalente progresista de Slaughter en la universidad de Minnesota (Instituto de Asuntos Internacionales Hubert Humphrey). “Carece totalmente de sentido que un administrador interino, el general (r) Jay Garner, trate de vender la democracia anglosajona, un modelo absolutamente exótico en esa región que Gran Bretaña jamás intentó imponer mientras controló Irak, entre 1919 y la II guerra mundial”.

Sin duda, los antiguos lazos entre la dirigencia shiita árabe, que controla el tercio sur del país, con sus colegas iraníes (datan del siglo XIII) y los nexos desde 1979 con Teherán pueden liquidar rápidamente la “luna de miel” entre el ejército aliado y la población. Según Joseph Braude, autor del reciente “The new Iraq”, la influencia persa “crece y fomenta un régimen islámico similar al propio. Esto sería estratégicamente intolerable para EE.UU. y Gran Bretaña”. Sobre todo porque “el líder político moderado que apoya Washington, Ajmed Chalabí, no entusiasma a la gente, aunque los iraquíes sean mayormente laicos”, apunta Nancy Soderbergh, funcionaria del Consejo Nacional de Seguridad en tiempos de William J.Clinton.

Slaughter, Attwood, Braude y Soderbergh coinciden en una crítica básica: “Constantemente, la Casa Blanca y el Pentágono confunden sus presunciones ideológicas con la realidad”. Pero, de cualquier modo, como reflexiona Braude, “los ocupantes no podrán dejar Irak mientras no existan al menos un gobierno viable y fuerzas armadas propias, capaces de mantener la integridad territorial”.

Este punto plantea graves problemas. Uno es el separatismo kurdo, tras doce años de virtual autonomía –la etnia controla un quinto del país, al noreste- y cooperación activa con los aliados durante la guerra. Las milicias peshmerga no bajan de 80.000. Pero Donald Rumsfeld (Defensa) pretende un ejército iraquí de sólo 150.000. Este número subraya el segundo problema: las fuerzas iraníes ascienden a 500.000, fogueadas por la feroz guerra con Irak (1980/88) y con una saludable economía detrás.

Pero, entretanto, EE.UU. y sus socios iraquíes, más los negocios internacionales involucrados –hidrocarburos, construcción, ingeniería, consultoría-, deberán reorganizar encuadres jurídicos y monetarios que promuevan la actividad económica, comercial y financiera. También urge reconstituir el poder judicial, la policía y los municipios. A criterio de Slaughter y Soderbergh, “todavía nadie sabe a ciencia cierta cómo, quiénes y en que plazos afrontarán tantas tareas forzosamente simultáneas. Además, pesará un factor tradicional en esos países: la corrupción sistémica.

Los cuatro analistas citados están seguros de que Bush hará de tripas corazón e invitará a las Naciones Unidas y otras instancias multilaterales resistidas por la derecha republicana. Desde la oposición norteamericana, el senador Joseph Biden –comisión de Relaciones Exteriores- ha estado recomendando ese curso desde el 11 de marzo. Pero, teme Attwood, “Bush y su círculo quizá no sean capaces de superar sus prejuicios ideológicos al respecto”.

En cualquier de ambas hipótesis, podrían ganar terreno grupos políticos y fuerzas opuestas a Washington; si no a todo Occidente. En ese caso, los planes de reconstrucción y normalización de estructuras –gobierno inclusive- encontrarían obstáculo casi insalvables. “Cuanto más permanezcamos, mayor margen tendrá el nacionalismo iraquí para reorganizarse y armar un partido opositor a la presencia de los aliados”. Así advierte Anne-Marie Slaughter, decana en la Escuela Woodrow Wilson de Asuntos Internacionales, universidad de Princeton. “Lo malo es que, si abandonamos el país en forma prematura, surgirá un régimen shiita, pues 60% de la población lo es”.

En este punto, la derecha republicana –que encarna Slaughter-, los demócratas y aun el eje Francia-Alemania (opuesto a la propia guerra) comparten temores similares. Máxime después de que Saudiarabia, apóstol de la ortodoxia sunní en su forma más dura (wahabita), instrumentara a la OPEP para quedarse temporariamente con la cuota petrolera correspondiente a Irak. No fue casual que otro socio de la entidad, Irán –único régimen shiita-, criticase el viernes 25 la maniobra saudí.

Demostrando nuevamente su escasa familiaridad con la historia y la cultura de Levante (atribuible a la falta de intelectuales en el entorno personal de George W.Bush), el gobierno norteamericano –apunta el “Financial Times”- ha sido “tomado de sorpresa por la fulminante reaparición en escena de la Shiá iraquí, cuyas multitudinarias manifestaciones en Kerbela, ciudad santa, redefinen la ecuación social y política tras la caída del laico Saddam.

“Washington fue sacudido por la irrupción religiosa. Sabe ya que generó un vacío, ha soltado al genio de la lámpara y no sabe qué hacer al respecto”, sostiene Brian Attwood, ex jefe de la Agencia para Desarrollo Internacional -creada en 1945 para manejar los planes Marshall- y equivalente progresista de Slaughter en la universidad de Minnesota (Instituto de Asuntos Internacionales Hubert Humphrey). “Carece totalmente de sentido que un administrador interino, el general (r) Jay Garner, trate de vender la democracia anglosajona, un modelo absolutamente exótico en esa región que Gran Bretaña jamás intentó imponer mientras controló Irak, entre 1919 y la II guerra mundial”.

Sin duda, los antiguos lazos entre la dirigencia shiita árabe, que controla el tercio sur del país, con sus colegas iraníes (datan del siglo XIII) y los nexos desde 1979 con Teherán pueden liquidar rápidamente la “luna de miel” entre el ejército aliado y la población. Según Joseph Braude, autor del reciente “The new Iraq”, la influencia persa “crece y fomenta un régimen islámico similar al propio. Esto sería estratégicamente intolerable para EE.UU. y Gran Bretaña”. Sobre todo porque “el líder político moderado que apoya Washington, Ajmed Chalabí, no entusiasma a la gente, aunque los iraquíes sean mayormente laicos”, apunta Nancy Soderbergh, funcionaria del Consejo Nacional de Seguridad en tiempos de William J.Clinton.

Slaughter, Attwood, Braude y Soderbergh coinciden en una crítica básica: “Constantemente, la Casa Blanca y el Pentágono confunden sus presunciones ideológicas con la realidad”. Pero, de cualquier modo, como reflexiona Braude, “los ocupantes no podrán dejar Irak mientras no existan al menos un gobierno viable y fuerzas armadas propias, capaces de mantener la integridad territorial”.

Este punto plantea graves problemas. Uno es el separatismo kurdo, tras doce años de virtual autonomía –la etnia controla un quinto del país, al noreste- y cooperación activa con los aliados durante la guerra. Las milicias peshmerga no bajan de 80.000. Pero Donald Rumsfeld (Defensa) pretende un ejército iraquí de sólo 150.000. Este número subraya el segundo problema: las fuerzas iraníes ascienden a 500.000, fogueadas por la feroz guerra con Irak (1980/88) y con una saludable economía detrás.

Pero, entretanto, EE.UU. y sus socios iraquíes, más los negocios internacionales involucrados –hidrocarburos, construcción, ingeniería, consultoría-, deberán reorganizar encuadres jurídicos y monetarios que promuevan la actividad económica, comercial y financiera. También urge reconstituir el poder judicial, la policía y los municipios. A criterio de Slaughter y Soderbergh, “todavía nadie sabe a ciencia cierta cómo, quiénes y en que plazos afrontarán tantas tareas forzosamente simultáneas. Además, pesará un factor tradicional en esos países: la corrupción sistémica.

Los cuatro analistas citados están seguros de que Bush hará de tripas corazón e invitará a las Naciones Unidas y otras instancias multilaterales resistidas por la derecha republicana. Desde la oposición norteamericana, el senador Joseph Biden –comisión de Relaciones Exteriores- ha estado recomendando ese curso desde el 11 de marzo. Pero, teme Attwood, “Bush y su círculo quizá no sean capaces de superar sus prejuicios ideológicos al respecto”.

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