Nadie escapa a las fuerzas de la globalización, ni siquiera los que están cómodamente instalados en sus mercados dando buena ganancia. Siempre habrá algún competidor internacional listo para saltar al ruedo, con mucho dinero en el bolsillo y alto nivel de calidad. Especialmente si lo que uno ofrece no es de clase mundial.
Este es el vaticinio de Rosabeth Moss Kanter, renombrada catedrática de la Harvard Business School, en su libro World Class (Simon & Schuster), escrito para explicar a los empresarios del mundo que la globalidad multiplica las oportunidades; que no deben temer ante lo que suelen calificar de “invasión” de empresas cosmopolitas; que en lugar de gastar energía combatiendo la globalización deben utilizarla para fortalecer su posición y multiplicar sus posibilidades.
La globalización es una de las influencias más poderosa que aparece al final del siglo XX. Está afectando a las naciones, a las empresas, a las comunidades y también a los individuos.
Las fuerzas económicas globales son capaces de voltear regímenes políticos, de hacer que las grandes empresas reestructuren y renueven estrategias, que los gobiernos reduzcan su participación en la economía y que las comunidades compitan a nivel de empresas y empleos. Con la globalidad todo se mueve: el capital, la gente y las ideas.
Aparece la simultaneidad: todo tipo de productos, desde alimentos hasta productos industriales se puede comprar en todo el mundo casi al mismo tiempo. También la competencia internacional y alternativas a los actores establecidos.
Actividades que una vez estuvieron concentradas en un solo lugar se dispersan hacia otros centros de influencia. Todo esto junto pone más opciones en manos del consumidor.
Por eso, en una economía global, en la que las opciones y las alternativas están en poder de los consumidores, el productor debe dejar de pensar con lógica de productor.
Porque mientras los productores piensan que hacen productos, los clientes piensan que compran servicios. Porque mientras los productores se preocupan por errores visibles, los clientes se pierden con errores que no se ven.
Porque mientras los productores creen que la tecnología crea productos, los clientes creen que sus necesidades crean productos.
Pensar como un cliente será más fácil para aquellas compañías que tengan los tres grandes activos para el éxito global:
1) conceptos: las ideas que crean valor para el cliente;
2) aptitud: la capacidad para ejecutar al más alto nivel, y
3) conexiones: aquellas relaciones que puedan aumentar recursos y crear todavía más valor para los clientes.
Estos tres factores son la base para la excelencia empresarial con la que una compañía adquiere clase mundial.
La globalización exige además, que las empresas se vuelvan cada vez más cosmopolitas. Los cosmopolitas son, por definición, miembros de la clase mundial.
Los gerentes cosmopolitas llevan sus conceptos de un lado a otro e integran sus actividades empresariales a las comunidades de todo el mundo.
Las empresas globales que triunfan están llenas de cosmopolitas, quienes tienen la visión, la habilidad y los recursos para tender redes que lleguen lejos.
Cualquier negocio, hasta el que crea que es esencialmente nacional, se ve afectado por las tendencias globales. El poder del cliente es la fuerza que hace comprender lo que significa un mercado global.
Para sobrevivir en el barrio, habrá que compararse con los mejores del mundo. El cosmopolitismo se convierte así en el camino que deben tomar los pequeños negocios regionales para unirse a los de clase mundial.
Nadie escapa a las fuerzas de la globalización, ni siquiera los que están cómodamente instalados en sus mercados dando buena ganancia. Siempre habrá algún competidor internacional listo para saltar al ruedo, con mucho dinero en el bolsillo y alto nivel de calidad. Especialmente si lo que uno ofrece no es de clase mundial.
Este es el vaticinio de Rosabeth Moss Kanter, renombrada catedrática de la Harvard Business School, en su libro World Class (Simon & Schuster), escrito para explicar a los empresarios del mundo que la globalidad multiplica las oportunidades; que no deben temer ante lo que suelen calificar de “invasión” de empresas cosmopolitas; que en lugar de gastar energía combatiendo la globalización deben utilizarla para fortalecer su posición y multiplicar sus posibilidades.
La globalización es una de las influencias más poderosa que aparece al final del siglo XX. Está afectando a las naciones, a las empresas, a las comunidades y también a los individuos.
Las fuerzas económicas globales son capaces de voltear regímenes políticos, de hacer que las grandes empresas reestructuren y renueven estrategias, que los gobiernos reduzcan su participación en la economía y que las comunidades compitan a nivel de empresas y empleos. Con la globalidad todo se mueve: el capital, la gente y las ideas.
Aparece la simultaneidad: todo tipo de productos, desde alimentos hasta productos industriales se puede comprar en todo el mundo casi al mismo tiempo. También la competencia internacional y alternativas a los actores establecidos.
Actividades que una vez estuvieron concentradas en un solo lugar se dispersan hacia otros centros de influencia. Todo esto junto pone más opciones en manos del consumidor.
Por eso, en una economía global, en la que las opciones y las alternativas están en poder de los consumidores, el productor debe dejar de pensar con lógica de productor.
Porque mientras los productores piensan que hacen productos, los clientes piensan que compran servicios. Porque mientras los productores se preocupan por errores visibles, los clientes se pierden con errores que no se ven.
Porque mientras los productores creen que la tecnología crea productos, los clientes creen que sus necesidades crean productos.
Pensar como un cliente será más fácil para aquellas compañías que tengan los tres grandes activos para el éxito global:
1) conceptos: las ideas que crean valor para el cliente;
2) aptitud: la capacidad para ejecutar al más alto nivel, y
3) conexiones: aquellas relaciones que puedan aumentar recursos y crear todavía más valor para los clientes.
Estos tres factores son la base para la excelencia empresarial con la que una compañía adquiere clase mundial.
La globalización exige además, que las empresas se vuelvan cada vez más cosmopolitas. Los cosmopolitas son, por definición, miembros de la clase mundial.
Los gerentes cosmopolitas llevan sus conceptos de un lado a otro e integran sus actividades empresariales a las comunidades de todo el mundo.
Las empresas globales que triunfan están llenas de cosmopolitas, quienes tienen la visión, la habilidad y los recursos para tender redes que lleguen lejos.
Cualquier negocio, hasta el que crea que es esencialmente nacional, se ve afectado por las tendencias globales. El poder del cliente es la fuerza que hace comprender lo que significa un mercado global.
Para sobrevivir en el barrio, habrá que compararse con los mejores del mundo. El cosmopolitismo se convierte así en el camino que deben tomar los pequeños negocios regionales para unirse a los de clase mundial.