viernes, 22 de noviembre de 2024

Vivir un presente permanente

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La destrucción del pasado, o más bien de los mecanismos sociales que ligan la experiencia contemporánea a la de las generaciones anteriores, es uno de los fenómenos más característicos y pavorosos de la última parte del siglo XX.

 Este enfoque es el principal aporte teórico de The Age of Extremes, un libro que escribió el historiador marxista Eric Hobsbawm a fines de siglo XX pero que mantiene vigencia..

La mayoría de los hombres y mujeres jóvenes de fin de siglo crecieron en una suerte de presente permanente que carece de toda relación orgánica con el pasado público de los tiempos en que viven, dice Hobsbawm . Es que el colapso de una parte del mundo reveló la enfermedad del resto. A medida que el mundo pasaba de los años ´80 a los ´90 se hizo evidente que la crisis mundial era no sólo general en un sentido económico, sino también en el plano político.

El colapso de los regímenes comunistas no solamente produjo una enorme zona de incertidumbre política, inestabilidad, caos y guerra civil, sino que además destruyó el sistema internacional que había estabilizado las relaciones internacionales durante 40 años. También reveló la precariedad de los sistemas políticos internos que habían descansado en esa estabilidad.

Las tensiones de las economías con problemas minaron los sistemas políticos de la democracia liberal, parlamentaria o presidencialista, que habían funcionado tan bien en los países desarrollados capitalistas desde la Segunda Guerra Mundial. También socavaron cualquier tipo de sistema político que operara en el Tercer Mundo.

Las mismas unidades básicas de la política, los Estados-naciones independientes, con territorio y soberanía, se encontraron despedazadas por las fuerzas de una economía supranacional o transnacional, por las fuerzas infranacionales de las regiones secesionistas y los grupos étnicos. Algunas de ellas exigieron el anticuado e irreal status de “naciones-Estados” miniaturas y soberanos.

Todavía más evidentes que las incertidumbres de la economía y la política mundial fue la crisis social y moral, que reflejó las revoluciones en la vida humana posteriores a 1950. Fue una crisis de las creencias y los supuestos sobre los cuales se había fundado la sociedad moderna desde que los Modernos ganaron su famosa batalla contra los Antiguos en los principios del siglo XVIII, de los supuestos racionalistas y humanistas, compartidos por el capitalismo liberal y el comunismo, y que hicieron posible su breve pero decisiva alianza contra el fascismo, que los rechazaba.

El mundo está inmerso en los efectos de una tecnología revolucionaria y en constante avance, basada en los triunfos de la ciencia natural. Tal vez la consecuencia práctica más patente sea la revolución en el transporte y comunicaciones que virtualmente aniquiló el tiempo y la distancia.

La transformación más inquietante es la desintegración de los viejos parámetros de las relaciones humanas sociales, y con ellas, incidentalmente, el corte de los lazos entre las generaciones. Es decir, entre el pasado y el presente. Esto es especialmente evidente en los países más desarrollados de la versión occidental del capitalismo, donde dominan los valores de un individualismo absolutamente asocial. Pero las tendencias se encuentran en otra parte, reforzadas por la erosión de las sociedades tradicionales y las religiones, y también por la destrucción, o la autodestrucción, de las sociedades de “socialismo real”.

Una sociedad que podía convertirse en un conjunto de individuos egocéntricos en pos de su propia gratificación (llámeselo ganancia, placer u otra cosa) siempre estuvo implícita en la teoría de la economía capitalista.

En la práctica, la nueva sociedad que resulta de la destrucción al por mayor de toda la herencia de la vieja sociedad adapta selectivamente la herencia del pasado para su propio uso.

El capitalismo era una fuerza revolucionaria permanente y continua. Lógicamente, terminaría desintegrando incluso esas partes del pasado precapitalista que había encontrado conveniente para su propio desarrollo. Terminaría serruchando por lo menos una de las ramas sobre las que se sentaba. Desde la mitad del siglo esto es lo que ha venido ocurriendo. Bajo el impacto de la extraordinaria explosión económica de la Edad de Oro y después, con sus consecuentes cambios sociales y culturales, la rama comenzó a rajarse y a romperse provocando la más profunda revolución en la sociedad desde la edad de piedra.

Al final de este siglo por fin se ha hecho posible vislumbrar cómo es un mundo en el que el pasado -incluido el pasado en el presente- ha perdido su papel; un mundo en el que los viejos mapas y cartas que guiaban a los seres humanos, individual o colectivamente, a través de la vida ya no representan el escenario en que nos movemos. Un mundo en el que no sabemos adónde nos lleva nuestro viaje, ni siquiera a dónde debería llevarnos. 

 

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