Una etapa se ha cerrado en la vida institucional del país. Y antes de enterrarla,
es preciso realizar su autopsia y registrar las conclusiones. El ganador –aunque
por pocos votos– de la contienda electoral del 27 de abril pasado, renunció
a la opción de presentarse en segunda vuelta. Con lo cual, en forma automática,
quien arribó segundo en esa instancia, quedó consagrado Presidente
electo.
Queda para analistas y politólogos la explicación teórica
de lo acontecido. Pero es obvio que, en primera instancia, el país no ha
vivido ninguna crisis institucional, aunque sí hemos presenciado una crisis
pasional.
Después de la primera vuelta, quedó en claro que Néstor Kirchner
sería el primer mandatario. Si se realizaba el ballottage, porque todas
las encuestas pronosticaban una victoria apabullante del ex gobernador de Santa
Cruz. Si, como ocurrió, no había segunda vuelta como resultado de
la renuncia a competir de Carlos Menem, también ganaba Kirchner. La ley
prevé que la deserción de uno de los contendientes, resulta en la
proclamación automática del otro.
No hay entonces ningún problema de legalidad ni de legitimidad. Resta por
ver si habrá problemas de gobernabilidad.
La esencia del problema –y del marco emocional que definió a esas
jornadas– reside en que la mayoría del país quería ver
derrotado a Carlos Menem. Y Menem se negó a darle el gusto al electorado.
Pero nadie puede objetar, en términos legales, su decisión. Renunciar
también forma parte de las reglas de juego.
Lo que sí resulta increíble es que un país que soporta una
situación económica-social tan difícil se encerrara durante
largos días en esta actitud. Sabiendo que inexorablemente iba a ser gobernada
por Kirchner y no por Menem, la Argentina se pasó tratando de adivinar
qué iba a hacer el riojano y no cómo pensaba gobernar el país
el ex gobernador patagónico.
La conclusión es obvia: Néstor Kirchner es presidente legal y legítimo.
Aunque las estadísticas de docenas de elecciones presidenciales demuestren
lo contrario, tanto en América latina como en el resto del mundo, entre
nosotros se instaló esta idea: para gobernar con legitimidad hay que tener
más de 50% de los sufragios. La noción subyacente en el ballottage
es un concepto surgido en Francia (y seguido en América latina) para reforzar
la legitimidad. Pero no es una condición sine qua non y, de hecho, la mayor
parte de los jefes de gobierno del mundo son elegidos por primeras minorías.
La discusión se centra en torno al sistema de ballottage, porque muchas
veces, en primera vuelta provoca la dispersión por aventurerismo y, en
segunda, suele aparecer más el consenso negativo que el positivo (caso
Le Pen, y el del mismo Menem).
El primer punto en debate es si este sistema –cuya finalidad es asegurar
claras mayorías en la elección presidencial–, es innecesario
o incluso peligroso. La segunda parte de la discusión es cuando se produce
el caso extremo: cuando se revierte el resultado de la primera vuelta y el candidato
inicialmente perdedor obtiene la presidencia.
Como sostiene Aníbal Pérez-Liñán (Departamento de
Ciencias Políticas de la Universidad de Pittsburgh), los defensores del
sistema de doble vuelta destacan dos ventajas fundamentales de este procedimiento.
En primer lugar, se argumenta que éste fortalece la legitimidad del presidente
electo, no solamente porque garantiza la superación del umbral electoral
fijo, sino también porque permite que el electorado mismo dirima la contienda
en forma directa. En segundo lugar, el sistema de ballottage tendería a
fortalecer la gobernabilidad democrática, al garantizar un presidente con
amplio respaldo popular y promover la formación de coaliciones electorales
entre la primera y la segunda vuelta que fácilmente podrían transformarse
luego en coaliciones de gobierno.
Los críticos sostienen que la doble vuelta difícilmente cumple con
estas promesas. La supuesta legitimidad derivada del amplio respaldo electoral
al presidente puede ser artificial e inestable. Se ha argumentado que los votantes
perciben la segunda vuelta como la instancia para elegir el “mal menor”
(es decir que votan contra el perdedor más que en favor del ganador).
El verdadero problema reside en la reversión del resultado inicial: el
candidato impopular que hubiera sido triunfador en un sistema de mayoría
simple emerge derrotado en la segunda vuelta. Con la reversión del resultado,
los beneficios y los problemas del sistema de doble vuelta adquieren su máxima
dimensión. Por una parte, la reversión indica claramente que el
candidato que hubiese sido electo bajo un sistema de mayoría simple cuenta
con la oposición de un sector mayoritario de la población. Por la
otra, sin embargo, los problemas de gobernabilidad para el nuevo presidente parecen
potenciarse. Es decir, la reversión del resultado puede erosionar la gobernabilidad,
pero no es inexorable que así ocurra.
Ni más ni menos, ésta es la tarea que le aguarda al flamante Presidente:
mantener la opinión pública de su lado; reunificar a su partido;
y obtener mayoría parlamentaria en los próximos comicios de renovación
legislativa. Si no logra estos objetivos (todos o alguno), la tan mentada gobernabilidad
podría correr riesgo.
