Después de cuatro meses ininterrumpidos en que la política argentina giró casi exclusivamente en torno a la pandemia, un eje sólo opacado por el telón de fondo amenazante de la renegociación de la deuda pública, y cuando las circunstancias parecían indicar el agotamiento colectivo ante la prolongación de la cuarentena sanitaria y las tratativas con los acreedores externos llegaba a su instancia final, el anuncio de Alberto Fernández sobre la intervención estatal y el proyecto de expropiación del grupo Vicentín alteró abruptamente el escenario, modificó la agenda pública y generó un realineamiento de fuerzas.
No es que una de estas cuestiones haya desplazado a la otra. Todas se acumularon para colocar al gobierno en una situación desfavorable. Las encuestas revelaron que la opinión pública percibía esa dificultad y la imagen presidencial, que se había elevado a niveles impensables a fines de marzo, empezaba a experimentar un sostenido deterioro. En ese punto, en un saludable acto de realismo político, el gobierno siguió las indicaciones del GPS y recalculó.
La dinámica de la pandemia en las últimas semanas profundizó una tendencia que ya se había insinuado con anterioridad. La cuestión sanitaria divide nítidamente a la Argentina en dos: la región metropolitana y el resto del país. En la Argentina interior, que involucra al 99% de la superficie y los dos tercios de la población, con la excepción de ciertos focos puntuales como Chaco, la situación evoluciona paulatinamente hacia la normalidad.
Esto implica un alivio significativo en relación a la reanudación de las actividades productivas, tanto en el sector agropecuario (donde nunca se paralizaron) como en el petróleo, la minería y las industrias radicadas fuera del radio metropolitano, que en su conjunto constituyen la mayor fuente de divisas de la economía argentina.
En la Región Metropolitana, la situación sanitaria no está todavía bajo control. Comienzan a escucharse ciertas señales de alarma, en algunos casos alarmantes y en otras simplemente alarmistas, sobre el riesgo de saturación de la capacidad del sistema de salud en un plazo de pocas semanas, en caso de mantenerse la actual curva de contagios.
En este escenario, también cabe una distinción importante: la ciudad de Buenos Aires, por su estructura económica y social, está en mejores condiciones para enfrentar el peligro de colapso que el Gran Buenos Aires, cuya extrema vulnerabilidad social hace que la posible extensión del virus en los asentamientos precarios y las villas de emergencia constituya una amenaza que, con las obvias diferencias del caso, evoca los dramáticos recuerdos de diciembre de 2001.
Estas asimetrías territoriales tienen su correlación en el plano político. En la agenda de las provincias, incluido el interior bonaerense, la preocupación por la cuestión sanitaria comienza a ceder lugar a las necesidades de la reactivación productiva. En el AMBA, la superposición de ambos desafíos sobrepasa la capacidad de respuesta de las autoridades, obligadas a extremar el juego de la “frazada corta” entre las precauciones sanitarias y las exigencias cada vez más apremiantes de una economía que exhibe una caída descomunal, mayor aún que la registrada en la debacle de 2002 y probablemente superior a la que registran actualmente la economía mundial y todas las economías latinoamericanas, salvo Venezuela.
En este terreno, también asoman las diferencias: el Jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, gobierna un distrito con el ingreso por habitante más elevado de la Argentina, que triplica al promedio del país. Actúa entonces con un margen de seguridad mayor que el gobernador bonaerense Axel Kiciloff, quien administra la zona de mayor concentración de pobreza de la Argentina y tiene un espacio de maniobra notoriamente más limitado, una restricción que tiende a compensar con la utilización de una retórica política confrontativa propia del “kirchnerismo”.
El temor de los intendentes del conurbano, verbalizado por el intendente de Malvinas Argentinas, Mario Ishi, que vaticinó un estallido social para fines de agosto, y por el Ministro de Seguridad bonaerense, Sergio Berni, que consignó la existencia entre los detenidos por hechos delictivos de numerosas personas sin antecedentes penales que salían a robar por atravesar situaciones de necesidad, patentizan que Kiciloff está sentado sobre un polvorín. La declaración pública difundida por el obispo de La Matanza, monseñor Eduardo García, y los curas villeros del municipio más poblado de la Argentina, advierte elocuentemente sobre lo que puede llegar a suceder.
Todo esto lleva a la reiteración de una constante de la historia contemporánea de la Argentina: los acontecimientos del conurbano bonaerense tienden a determinan el rumbo de la política nacional. En las actuales circunstancias, esa característica se ve potenciada por el hecho de que el Gran Buenos Aires, en especial la Tercera Sección Electoral, con epicentro en La Matanza, es el bastión electoral de Cristina Kirchner y que Kiciloff constituye hoy la principal garantía para el sostenimiento del poder territorial de la ex presidenta.
Un efecto colateral de esta situación socialmente explosiva del conurbano es la atención puesta en el mantenimiento de la seguridad pública. De allí surge la creciente relevancia adquirida por Berni, una figura que asoma con un perfil político no convencional y emerge en la superficie con una proyección tan inesperada como la pandemia que hasta le permite darse el lujo de confrontar públicamente con la Ministra de Seguridad nacional, Sabina Frederic.
Un error estratégico
Cuando la situación sanitaria en la Región Metropolitana, y en particular la mecha encendida en el conurbano, le vedaba a Fernández la posibilidad de brindar una respuesta de carácter nacional al requerimiento de la reactivación económica, el intempestivo anuncio sobre la intervención estatal y proyecto de ley de expropiación del grupo Vicentin irrumpió en el escenario como un formidable giro que apuntaba a modificar la relación de fuerzas en la coalición oficialista, dinamitar los puentes con la oposición forjados en la lucha contra la pandemia y hasta por un momento dejó en un segundo plano a la vital negociación sobre la refinanciación de la deuda y su impacto sobre el reposicionamiento internacional de la Argentina.
Pocas veces como en este caso cabe la célebre reflexión del marqués de Talleyrand, aquel canciller de Napoleón que, para objetar una de las medidas del emperador, le señaló: “¡Majestad, es mucho peor que un crimen, es un error!”. Porque, con independencia de cualquier juicio de valor ideológico, político, jurídico, técnico o hasta ético sobre el contenido de la decisión, resultaba incontrastable que la materialización de este anuncio expropiatorio significaba un golpe mortal para la credibilidad internacional de la Argentina, en particular, contra posibilidad de atraer inversiones en la agroindustria, el sector internacionalmente más competitivo de una economía anémica y sedienta de divisas para salir de una profunda crisis preexistente agravada por la pandemia.
La iniciativa representó asimismo un debilitamiento del poder de Fernández y un serio problema para el peronismo. La autoridad presidencial quedó nuevamente opacada por el protagonismo de Cristina Kirchner, visibilizada como la autora intelectual de un proyecto que, según era obvio, no había nacido de la inspiración presidencial.
Baste recordar que en 2012, cuando se produjo la expropiación de YPF, Fernández señaló: “Me preocupa el modo y la forma como el gobierno tomó la decisión. Me recuerda cuando se tomaron los fondos de pensión (AFJP). La medida fue vista como casi confiscatoria y aquí sucede algo parecido”. Aquellas observaciones sobre la estatización de YPF y de los fondos privados de pensión durante el gobierno de Cristina Kirchner serían más que procedentes para caracterizar la conducta oficial en el caso Vicentín.
La idea de la expropiación no era compartida por la gran mayoría de la dirigencia peronista ni tampoco por la casi totalidad de los gobernadores peronistas, quienes con su atronador silencio evidenciaron de entrada una notoria incapacidad de respuesta ante el desafío.
Las únicas voces críticas en el peronismo provinieron de Roberto Lavagna y Eduardo Duhalde, quienes salieron al unísono del ostracismo para criticar fuertemente la iniciativa. Sin embargo, ante la repercusión negativa de la medida en la opinión pública reflejada en las encuestas y la presión de las movilizaciones de protesta, el gobierno dio marcha atrás. De la mano del gobernador santafecino Omar Perotti, empezó entonces a buscar afanosamente alguna variante de negociación que alumbrase una solución alternativa a la expropiación del grupo empresario, definitivamente desechada.
Si la ampliación del espacio de maniobra de Fernández, necesaria para compensar la debilidad de origen de su mandato y su condición minoritaria dentro de la coalición gubernamental, está indisolublemente vinculada a su posibilidad de establecer entendimientos con la oposición para consolidar el sistema de poder insinuado en el pacto de gobernabilidad gestado en la emergencia sanitaria con Horacio Rodríguez Larreta, la materialización de la expropiación de Vicentin hubiera tornado imposible esa alternativa y legitimaría la hegemonía política de la ex mandataria, cuya contraofensiva incluyó la profundización de su avance en el terreno judicial para paralizar las causas que la involucran y atizar las denuncias penales contra Mauricio Macri, su familia y algunos de sus allegados y colaboradores, particularmente con las acusaciones sobre el espionaje político desarrollado desde la AFI.
El poder y sus límites
Un dato estructural a tener en cuenta para evaluar este nuevo escenario es que la ratificación de que el poder de Cristina Kirchner resulta suficiente para evitar la consolidación de la autoridad presidencial y la creación de un sistema de poder que la desplace a un lugar secundario, pero que no existen condiciones políticas ni internas (por la resistencia generalizada de la clase media de los ganes centros urbanos), ni internacionales (por el escenario regional y la presencia de Estados Unidos como ineludible factor determinante en América Latina), para que el “kirchnerismo” pueda erigirse en una alternativa de gobierno en la Argentina de hoy, sumergida en una profunda recesión económica, carente de financiamiento interno e imperiosamente necesitada del respaldo de los organismos multilaterales de crédito, en especial del FMI, el Banco Mundial y el BID.
En esos tres organismos internacionales, más allá de su naturaleza multilateral, resulta absolutamente decisiva la posición de Washington, según quedó elocuentemente evidenciado con la nominación de Mauricio Claver Carone, un hombre del riñón de la Casa Blanca, para la presidencia del BID, una postulación que obtuvo rápidamente el respaldo de los gobiernos de Brasil, Uruguay y Paraguay y restó chance a la candidatura del Secretario de Asuntos Estratégicos de la Presidencia, Gustavo Beliz.
Esa decisión de imponer a un funcionario estadounidense al frente del BID, por primera vez en la historia de una institución que estuvo tradicionalmente encabezada por el representante de algún país latinoamericano, refleja la voluntad de incrementar el protagonismo norteamericano en el escenario regional. En ese contexto, el predominio político de la vicepresidenta en las decisiones gubernamentales sólo puede tener carácter transitorio y erigirse en el prólogo de una crisis de gobernabilidad.
La conciencia de esos límites objetivos determinó el retroceso del gobierno en el caso Vicentín y otorgó espacio a un laberíntico sistema de negociaciones paralelas, cuyo epicentro está en la Cámara de Diputados, donde su titular, Sergio Massa, asume un rol protagónico, en compañía de los titulares de la bancada oficialista, Máximo Kirchner, y del PRO, Cristian Ritondo. En esa ronda de diálogo también participa el jefe del bloque de Juntos por el Cambio, Mario Negri.
Ritondo y Negri expresan en el Congreso al ala “dialoguista” de la oposición. En esa línea revistan los jefes territoriales de la coalición opositora: Rodríguez Larreta, los intendentes del PRO en el Gran Buenos Aires y los tres gobernadores radicales y los intendentes del PRO en el Gran Buenos Aires, además de María Eugenia Vidal y el sector liderado por Emilio Monzó, Rogelio Frigerio y Nicolás Massot.
Esa corriente confronta con la la “línea dura” encarnada por la titular del PRO, Patricia Bullrich, ungida en ese cargo a instancias de Mauricio Macri, el titular del Comité Nacional de la UCR, Alfredo Cornejo, y la Coalición Cívica liderada por Elisa Carrió, en un conflicto agravado por la discrepancia de opiniones exhibida en torno la postura asumida por la cúpula opositora ante al asesinato de Fabián Gutiérrez.
En ese marco, se inscriben el hecho – simbólico pero significativo- de que Máximo Kirchner haya suscripto junto con Ritondo un proyecto de ley reglamentando la donación de plasma de los pacientes recuperados del Covid 19 y que Massa haya presentado un proyecto de ley contra el “vandalismo rural” para reprimir los ataques perpetrados contra los silobolsas que preocupan al sector agropecuario. Esa atmósfera “dialoguista” reinante en la Cámara de Diputados contrasta con la situación crecientemente conflictiva suscitada en el Senado entre Cristina Kirchner y el principal bloque de la oposición.
El sistema de acuerdos con la oposición encarado por Massa desde la Cámara de Diputados es complementario de los contactos que, por su iniciativa personal pero también con la activa presencia de Máximo Kirchner, comenzaron a establecerse desde el oficialismo con conspicuos representantes del gran empresariado argentino.
La presencia de Alberto Fernández en la reunión organizada por la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa (ACDE) confirma esa intención de recomponer los vínculos que habían resultado deteriorados por lo ocurrido con Vicentín.
Archivado ese innecesario y desgastante conflicto, el gobierno afronta el ineludible y crucial desafío de encarar la reactivación económica sin dejar de lado las restricciones sanitarias y en condiciones notoriamente más adversas que la gran mayoría de los países del mundo. Los últimos nueve años de estancamiento y tres años consecutivos de recesión reducen al máximo la capacidad financiera del Estado.
Baste recordar que la totalidad del paquete de ayuda financiera implementado por el gobierno nacional para aliviar la situación de las familias y las empresas afectadas por la cuarentena sanitaria orilla el 3% de nuestro producto bruto interno. En Estados Unidos, el monto de ese paquete de ayuda ascendió al 12% de su producto bruto interno y en Brasil al 6%.
Frente a semejante situación, salta a la vista que la evolución de la situación exigirá, si o si, una articulación entre dos factores imprescindibles: un amplio consenso nacional, que requiere la participación de los principales actores políticos y sociales, y un inteligente reposicionamiento internacional de la Argentina, que incluya una reformulación de los vínculos bilaterales con Brasil y con Estados Unidos.
Ante la sempiterna y procedente pregunta sobre si existe o no voluntad política suficiente para avanzar en esa dirección, y aunque siempre resulten algo desagradables las apreciaciones autorreferenciales, en este caso vale la pena reiterar lo dicho antes: “”En las situaciones de emergencia como las que se avecinan, no hay que descartar la posibilidad de que la voluntad política no surja de las buenas intenciones de los protagonistas sino de la crueldad de las circunstancias”.
(*) Presidente de Segundo Centenario