Pavarotti, la superstrella que no sabía leer música

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Parece justicia poética. En las exequias de Módena, le tocó cantar a Andrea Bocelli, un tenorino “pop” de escasa afinación. Entretanto, los medios definían como su mayor legado artístico un gran negocio: “los tres tenores”.

El caso es que, en realidad, Luciano Pavarotti fue una de las voces más bellas y dicción más clara de la escuela italiana. Se ha puesto en boga compararlo con Enrico Caruso (incapaz de frasear), cuyas grabaciones son muy deficientes. O con el demagógico y lacrimoso Beniamino Gigli.

Mejor le cabe el correlato con Tito Schippa. Ninguno de ellos, por supuesto, alcanzó la calidad ni la versatilidad de repertorio características de Giuseppe di Stefano, Carlo Bergonzi, Nicolai Ghedda ni Jussi Björling. Bien visto, el culto a Caruso, Gigli y, ahora, Pavarotti responde a una necesidad objetiva: mantener referentes relativamente fáciles de emular.

Pavarotti tenía además otro defecto típico de cantantes antiguos: “era analfabeto musical”, recuerda el crítico Paolo Isotta. “Debía aprender de memoria óperas enteras”. Eso lo llevó a preferir torneos de arias y romanzas, como los protagonizados con el mexicano Plácido Domingo y el español José Carreras.

Por otra parte, “carecía por naturaleza de sentido del ritmo. No tenía noción clara de cuánto valía una nota. Jamás hubiese podido aforntar –señala el experto- el sexteto de Lucia di Lammermoor”. Para no mencionar el septeto de Anna Bolena, otro “pasticcio” bencantista de Gaetano Donizzetti.

Por supuesto, a Pavarotti se le entendía cada palabra, algo que jamás lograron Victoria de los Ángeles –ni en castellano- o la australiana Joan Sutherland, ni en inglés. Pese a sus defectos, Pavarotii dejó una larga discografía con óperas completas, porque ese medio –antes del video- le permitía disimular otro problema: no sabía qué hacer con las manos ni el cuerpo en escena.

El caso es que, en realidad, Luciano Pavarotti fue una de las voces más bellas y dicción más clara de la escuela italiana. Se ha puesto en boga compararlo con Enrico Caruso (incapaz de frasear), cuyas grabaciones son muy deficientes. O con el demagógico y lacrimoso Beniamino Gigli.

Mejor le cabe el correlato con Tito Schippa. Ninguno de ellos, por supuesto, alcanzó la calidad ni la versatilidad de repertorio características de Giuseppe di Stefano, Carlo Bergonzi, Nicolai Ghedda ni Jussi Björling. Bien visto, el culto a Caruso, Gigli y, ahora, Pavarotti responde a una necesidad objetiva: mantener referentes relativamente fáciles de emular.

Pavarotti tenía además otro defecto típico de cantantes antiguos: “era analfabeto musical”, recuerda el crítico Paolo Isotta. “Debía aprender de memoria óperas enteras”. Eso lo llevó a preferir torneos de arias y romanzas, como los protagonizados con el mexicano Plácido Domingo y el español José Carreras.

Por otra parte, “carecía por naturaleza de sentido del ritmo. No tenía noción clara de cuánto valía una nota. Jamás hubiese podido aforntar –señala el experto- el sexteto de Lucia di Lammermoor”. Para no mencionar el septeto de Anna Bolena, otro “pasticcio” bencantista de Gaetano Donizzetti.

Por supuesto, a Pavarotti se le entendía cada palabra, algo que jamás lograron Victoria de los Ángeles –ni en castellano- o la australiana Joan Sutherland, ni en inglés. Pese a sus defectos, Pavarotii dejó una larga discografía con óperas completas, porque ese medio –antes del video- le permitía disimular otro problema: no sabía qué hacer con las manos ni el cuerpo en escena.

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