El idioma queda viejo en pocos años. Lo saben los memoriosos, pero también los que vivieron mucho tiempo en el exterior que, cuando regresaron no entendían al que le decía “Flaco, tírame las agujas” para pedirle la hora, ni era entendido cuando explicaba “fulano es un petitero”, aludiendo al perfil de los frecuentes asistentes al Petit Café en la década de los años 60.
La dinámica es veloz y enriquece siempre al idioma hablado. Una vez un español preguntó el tono de sorna a un argentino, ¿qué idioma hablan en tu país? El compatriota, veloz como el rayo, replicó: “el castellano, una lengua que ustedes dejaron de hablar en el siglo 16”.
Algo de razón tenía. También en España se produce el mismo fenómeno de expresiones felices por su capacidad de trasmitir la vigencia de una circunstancia, y que, con el correr del tiempo, quedan obsoletas. Lo mismo que ocurre en todos los países de la región latinoamericana.
Pero tal vez los cambios entre nosotros sean todavía más rápidos. Muchos se habían olvidado de aquello de: “se borocotizó”, tras la defección de Borocotó al partido político en cuyas listas había sido electo. Pero en las últimas semanas lo recordaron con el pase de varias figuras de una agrupación a la otra, sin rubores ni vergüenzas.
Pero hoy, para evitar rispidices o desencuentros, mejor intercalar alguna de estas expresiones, para que la charla derive por otros derroteros, que fueron cotidianas y hoy suenan a historia vieja.
Por ejemplo:
¡La gran flauta!
Andá que te cure Lola.
No tiene goyete.
¡A la perinola!
La mar en coche.
Pipí cucú.
Ni chicha ni limonada.
Del tiempo de Ñaupa.
¡Chocolate por la noticia!
La ventaja es que podés sumar todas las que recuerdes y enriquecer un debate simpático.
